Un Amor Como Cualquier Otro

Un Amor Como Cualquier Otro

Salazar se sabía un tipo común, del montón; simple en gustos y anhelos, sin nada particularmente atractivo o desagradable en su carácter. Hasta su cara decía poco, no tenía expresiones llamativas o rasgos salientes; cuando hablaba no impresionaba, no tenía dichos que la gente se detuviera a considerar, ni dominaba el arte de la salida jocosa, o del comentario inteligente. La viveza no era lo suyo, tampoco la estupidez. Era, simplemente, uno más.

No es que le importara ser como era, de hecho creía sinceramente ser una persona feliz. Se contentaba con tener su empleo en el estudio, con las sonrisas afables de sus jefes, las palmadas paternales en el hombro en reconocimiento a su lealtad puntual y siempre dispuesta, a su eficiencia raramente sobresaliente, pero constante. Le bastaba la seguridad de su refugio, un monambiente discreto pero con el encanto de lo antiguo; volver al final del día lo aliviaba. Era su lugar en el mundo, lo quería casi con afecto físico. Allí podía ser él, completo, real, único. Podía y solía, también, ser otros; en esos raros días en que lo asaltaba una angustia incontenible y difícil de comprender para él, usualmente algún fin de semana.

Metódico como era, nada había fuera de lugar, ni en su casa, ni en su escritorio en la oficina, y mucho menos en su vida. Nunca coqueteó, ni aún en sueños, con los excesos. En eso había salido a su madre. Aún de adolescente, la quietud y calidez del hogar paterno dominaban su espíritu, eran por lejos su preferencia diaria. La calle era sólo el espacio que lo separaba de su rutina diaria, del colegio, del club, del almacén a la hora de los mandados, de las casas de sus tías y tíos y parientes cercanos a la hora de las celebraciones familiares o los lutos.

Su mayor transgresión, de pibe, había sido ocasionalmente la esquina, donde se juntaba con algunos pocos chicos del barrio a perder el tiempo con las figuritas, las bolitas, y raramente con las carreras de autos preparados con masilla para ser hacerlos más pesados. Su madre no veía con ojos felices tales deslices, y a él no le resultaban imprescindibles, menos si despertaban la desconfianza de la vieja. Su vida social, entonces, se limitaba a la esquina, a los dos amigos de la escuela y al vecino de al lado de su casa: fútbol en el patio, cine continuado en el Ritz los sábados o domingos por la tarde. Ya de grande, nada cambió realmente, salvo el barrio, la casa reemplazada por un monoambiente más céntrico, y la esquina que ahora era un bar donde tomaba café, la mayor parte de las veces solo, o con algún conocido o compañero de la oficina. No, Salazar no conocía los excesos.

Por eso, la tarde que se enamoró perdidamente de La Negra habría de permanecer en su memoria hasta el más mínimo detalle, con una precisión tan intensa como obsesiva. Nunca entendió cómo fue, ni se lo preguntó demasiado porque desconocía la sensación: fue una completud que en nada se pareció al afecto reconfortante y tibio por su madre, a quien hasta ese día había creído amar completamente. No habiendo tenido mascotas, ni siquiera el clásico canario de los patios de las casas de barrio, su apego a las mujeres de la familia –mamá, tía Rosa, y un par de las empleadas de sus años de crianza-habìa sido lo más cercano al amor que Salazar había conocido.

Aquella tarde, La Negra entró e inundó el almacén del Tano con su perfume de mil flores y su sonrisa pequeña de madonna renacentista y para los presentes, la vida cambió en ese pequeño pero intensísimo instante, Salazar estaba convencido de ello. O al menos cambió la de él, y para siempre. Fue extraño porque a la vez vivió una especie de sentimiento conocido, como si algo hubiera estado dormido, esperando, madurando mientras aprendía en silencio la trama de lo que estaba por venir, allí en las sombras. Raro, porque Salazar sólo sabia de las cosas triviales del día a día; no había palabras cruzadas que se le resistieran, ni anécdotas ramplonas de la historia que no pudiera contar, ni tampoco esos secretos técnicos de artefactos poco importantes cuyo conocimiento sólo podía servir para impresionar a interlocutores en el café de la esquina. Pero de mujeres, de mujeres en serio, nada, absolutamente nada.

No era virgen; pero casi. Como todo adolescente de entonces, su debut fue un pequeño infierno de temor, vergüenza, culpa y torpeza; aunque como todos, lo disfrazara de triunfo después. Una puta, cuatro amigos en fila en un living destartalado con el cafishio bloqueando la puerta para asegurarse de que pagaran y no hicieran nada raro. El fue el tercero, hecho que le dio cierto asco, aún cuando Caprile y El Gordo juraron haber usado sus forros. Mucho tiempo después, todavía se asombraba de que se le hubiera puesto dura en circunstancias tan patéticas. Al contrario de los otros tres, los nervios y el miedo lo convirtieron en el amante ideal, quince minutos después de haber encontrado, con ayuda de la experta treintañera, la puerta de ingreso a su hombría, todavía seguía moviéndose sin sentir el más mínimo anticipo de consumación alguna. Ideal, pero no para la pobre mina, que miraba el reloj y lo apuraba porque tenía turnos con otros clientes y lo que menos había anticipado era que un pendejo de 16 años durara más de un minuto o dos adentro suyo. Hasta que finalmente lo hizo salir, le sacó el forro, se arrodilló y se la chupó hasta la explosión final en su boca, lo que no sólo lo dejó perplejo, sino que fue de efecto inmediato. De veras hacían eso! El siempre había creído que eran historias inventadas por mayores, para impresionar.

Allí se había terminado el sexo para Salazar. Se sintió culpable hasta el punto de tener vergüenza de mirar a su vieja a la cara por varias semanas. Y, lo que es peor, no le pareció nada del otro mundo. Su confort seguía siendo el llegar a casa todos los días, al calor físico y emocional de aquel mundo seguro, donde nada salía mal, donde podía encerrarse a leer un libro, o una revista de historietas, o mirar por la ventana e imaginar cómo sería su vida años después; pero sobre todo a pensar cómo podía hacer para que fuera igual a como era en su casa, con su madre y los habitantes diarios de aquel mundo tan completo y tan felizmente limitado. En ese sentido, podía decir que había cumplido. Y era feliz a su manera por eso.

Y un día ese mundo atrincherado saltó por los aires cuando La Negra entró al almacén y le drenó la cabeza, el corazón y todos sus sentidos de lo que hasta entonces había sido su vida. Sólo atinó a sentarse en la silla que el Tano tenía junto al mostrador y a mirarla sin parpadear y sin decir nada; sólo mirar, y grabar cada segundo en su memoria con furiosa rapidez porque, estaba seguro, no iba a volver a verla, no iba a conocer a nadie como ella, no iba a sentir nunca más la tormenta de explosiones en sus entrañas que sentía en ese momento, envuelto en la estela de perfume que iba dejando mientras se movía entre los anaqueles con la suavidad y la deliciosa precisión de una pantera siguiendo a su presa.

La historia es conocida en el barrio, aún se cuenta en los mates de la tarde o en rondas de amigos en la pizzería de la vuelta, una verdadera leyenda urbana de barrio tranquilo. Nadie se explicó por qué, Salazar menos, pero La Negra se fijó en él; de todos los tipos que había aquella tarde en lo del Tano (pocos, a decir verdad), de todos los hombres del barrio, vino a posarse justo en el más gris. Por guita no era, obvio; por pinta, tampoco, aunque Salazar no era un escracho, para nada. La Negra era profesional, blandía algún título superior que algunos juraban era de arquitecta y otros de psicóloga. O sea, por afinidad intelectual, imposible. El tipo podía llenar mil telegrillas, o contar nimiedades incomprobables sobre Atila o Felipe el Hermoso, y nada más. Ni siquiera era tímido, cosa que a algunas minas las mata, caen como chorlitos ante un hombre balbuceante y sonrojado. No, el no era así, simplemente no tenía mucho para decir, y menos a una mujer como ella.

Ojo, La Negra no era del tipo “diosa”, digamos; no era una Brunetti o una Coca Sarli, no tenía perfil ni cuerpo de yegua. Pero noqueaba simplemente con presencia, había un no se qué, una esencia, una química como se dice ahora, una ola invisible de erotismo mezclado con ternura decididamente letal; era lo que prometía, lo que volvía locos a los tipos cada vez que aparecía. Por eso nadie entendió cómo, ni por qué.

Las viejas del barrio, cultoras de las historias de amor de Corín Tellado y las novelas románticas, se sintieron reivindicadas. Lo de Salazar y La Negra no admitía dudas: el amor siempre triunfa. Algunas eran más escépticas que otras a la hora de los cuchicheos en los zaguanes, o en el mercado, pero ante la ausencia de toda prueba que pudiera siquiera encender una leve sospecha de interés malsano de una mujer así sobre un tipo como él, hasta la menos convencida tuvo que admitir que sí, que al parecer el amor era posible.

Para los tipos fue mucho más difícil, como era de esperar. A todos los venció la envidia, incluso a los más serios y menos conventilleros. Circularon todo tipo de historias, amén del consabido, “guita no tiene, es obvio que debe tener una tararira de aquellas”. Para algunos, Salazar tenía una doble vida, seguramente algo vinculado con servicios de inteligencia que exigían un bajo perfil, pero implicaba una abultada cuenta en Suiza. El viejo de la ferretería, Don Manuel, juraba que conocía un tipo que conocía a Salazar “de antes” que le contó que el hombre tenía poderes hipnóticos, historia que indefectiblemente terminaba con los muchachos burlándose del pobre ferretero.

Salazar conoció todas y cada una de estas tramas, y más también. Nunca le molestaron, a decir verdad. Un tipo sin maldad, no veía nada malo en el chisme, de hecho había convivido en ambiente de chismes e historias de las que se cuentan en voz baja, como para no llamar a la desgracia, durante su infancia en su casa. No, el vivía en su nuevo mundo de magia interminable, sin saber tampoco cómo y por qué, pero vivía. Y eso le bastaba y sobraba. La Negra, creyó al principio, sería su nuevo recoveco, el lugar a donde llegar y donde el miedo no tuviera lugar, la vieja y conocida sensación de corazón cobijado y protegido, ansiada y buscada desde siempre.

Pero no, no fue nada todo eso, no fue su escondite ni su escudo, ni su isla para alejarse del miedo. La Negra le reveló el amor, ese del galope furioso en el pecho. Le enseñó a amar como se debe, desde las entrañas y hasta las entrañas, adentro y fuera de una cama. Salazar descubrió, a sus 40 y pico de años, la vida. Se derramó en torrentes por aquella mujer y se dejó abrir por ella, hoja por hoja. Desató los nudos del dolor por la muerte de su viejo a sus 6 años, enterrado bajo toneladas de capas de negación y tristeza racionalmente ignorada, una noche de confesiones imparables después del placer. Comprendió junto a ella el secreto de su existencia uterina y temerosa, en la forma de una madre siempre cautelosa y vigilante. Aprendió que aun una existencia simple y sin compromiso no está libre de miedo y de dolor, y que no está mal que sea así. Lo único que Salazar no aprendió, o mejor dicho, no comprendió, es que nada es para siempre, cuando se vive en serio. Que el despertar tiene un costo y que por eso, justamente por eso, debe ser a pleno y sin límites. Que es eso o la vacuidad, su vieja conocida y amiga.

Nunca supo por qué lo eligió a él, y sólo tiempo después se dio cuenta de que jamás se lo había preguntado. No entendió cómo ni por qué ella lo amó tanto, se contentó con dejarse como antes se había contentado con una existencia sin sobresaltos. Le había sido revelado el mundo de los sentires, pero no había terminado de aprender sus secretos más íntimos, los vericuetos por los que se desplazan una vez sueltos. Y por eso nunca, jamás, entendió por qué una mañana La Negra no estaba más. Por qué no lo despertó para decirle, no dejó una nota pegada en la heladera, no le escribió después…nada.

Como es de oficio en estos casos la sinfonía de los chismes volvió, esta vez furiosa y cargada de crueldades y sarcasmos. Los envidiosos, felices, pudieron dar rienda suelta a sus resentimientos largamente contenidos. Las comadres desplegaron todas las capacidades de su poder destructivo, desnudando sus propias miserias. Del comentario prudente en el secreto de los espacios privados, a las referencias insidiosas en su presencia hubo un solo paso. Los tipos fueron mucho más crueles, especialmente a la hora de colgarle los motes tan temidos (sobre todo por ellos mismos), de “cornudo”, “impotente”, o “fracasado”. Algunos se cansaron de dar lecciones de hombría explicando cómo a ellos jamás les hubiera pasado algo así, cómo una diosa como La Negra no se hubiera atrevido a dejarlos tan en offside. Los más, simplemente se contentaron con el dolor ajeno, con lo que consideraban un final justo que volvía a poner equilibrio en sus mezquinos y pobres universos afectivos.

Se cruzó todo límite de prudencia. Saciado el hambre y el deseo de los rencores, sobrevino la calumnia lisa y llana. La desaparición de la mujer dejó de ser un caso de abandono, era obvio que algo raro, ominoso, había sucedido. Salazar pasó de ser el tipo común al que una circunstancia inexplicable le había concedido el Paraíso, a un asesino impiadoso y vengativo. La Negra, seguramente, yacía a varios metros de profundidad en algún terreno baldío, cubierta de cal, o era un montón de piezas corporales mutiladas y abandonadas en una bolsa de consorcio, en basurales misteriosos y lejanos. Un par de viejas, incluso, se acercaron a la comisaría para alertar a la autoridad de un crimen seguro.

A Salazar, todas estas miserias lo tenían sin cuidado, igual que cuando antes los vecinos hablaban a sus espaldas con admiración. Cuando le preguntaban, malintencionadamente, qué había pasado, bajaba la mirada y decía, “se terminó”. Cuando alguno o alguno se atrevía a más, a averiguar con escabrosa intención sobre los detalles de aquella relación tan envidiada, sólo respondía, “fue un amor como cualquier otro..” y eso no hacía sino provocar más ira y más rencor entre aquellos personajes diarios que jamás habían tenido ni tendrían un amor como ese, que con suerte podían aspirar apenas a un amor como cualquier otro.

Durante meses, Salazar escribió cartas a la nada, su única posible catarsis. Volvió a acurrucarse en sus cavernas protectoras, buscando comprender algo del maremoto que lo había arrancado de su sueño. Quería saber por qué tanta crueldad, pero no encontró argumento alguno para su desgracia. Recorrió, uno por uno, los cientos de momentos juntos, las conversaciones, incluso el cuidadoso y definitivamente tierno proceso de la revelación del mundo de los sentidos y el placer intenso. Una y otra vez, volvió sobre cada paso, pero el resultado fue siempre el mismo; de hecho, era peor, porque en cada intento terminaba más confundido. Era y había sido siempre y ante todo, un buen tipo; se había permitido el impensable pecado de abrir su integridad a lo desconocido para mostrarle a ella cuánto la amaba. ¿Para qué? No podía terminar de preguntarse para qué, ni por qué. Le dolía hasta el último centímetro de su humanidad, un dolor del que había querido cuidarse toda su vida, uno que jamás había imaginado que podía ser tan poderoso.

En la cima de ese dolor descarnado, intentó rastrear, con obsesión y determinación naturales en él, los pasos de la mujer previos a su encuentro en el almacén, creyendo con ello poder entender la razón y la ruta los pasos posteriores, fantaseando con poder ir a buscarla. Panizza, lo más cercano a un amigo que tenía en la oficina, le recomendó un psicólogo confiable, prueba incontrastable de cuán poco conocía a Salazar. En alguna de las tantas noches de desesperación recurrió a videntes y timadores de todo pelaje. Cosechó preguntas, pero ninguna respuesta. Y finalmente, como era de esperarse, se rindió.

Una mañana de otoño, su estación preferida, tibia y de llovizna fina, Salazar decidió quitarse la vida. No tenía ninguna objeción religiosa contra el suicidio; por el contrario, la religión era probablemente el único espacio de independencia de la educación materna, un resquicio aislado donde la invasión maternal a su persona había fracasado. Su único impedimento, más fuerte aún que el dolor, era el miedo a la muerte. Como toda mente simple, el anhelo de vivir era en él un componente natural de su estructura de pensamiento. No pensaba casi nunca en la muerte, al igual que con muchas otras cosas de su vida anterior, había bloqueado la idea de no-ser. Pero creyó haber llegado a una encrucijada final, en la que tenía que elegir entre vivir sin ella o no vivir. Porque todo su cuerpo doliendo al unísono le decía que otra opción era impensable.

Metódico, investigó el tema primero, anotó pros y contras, y fue descartando opciones siguiendo criterios alineados fanáticamente con su personalidad, sus fobias y sus creencias. Después de varias semanas, casi no tenía dudas: gas o barbitúricos. Algo limpio, fuera de todo exceso de salpicaduras de sangre y fragmentos de su cabeza y cerebro desparramados por doquier. Tampoco quería morir entre retortijones de veneno mal administrado y poco potente; ni mucho menos experimentar el terror de caer al vacío. Fantaseó unos días con la idea de una muerte romana, pero curiosamente para un departamento antiguo, el suyo no tenía bañadera en el baño.

Eligió la fecha con el mismo criterio metódico y la lógica que gobernaban su vida diaria: 12 mayo, día de la muerte de su padre, es decir, una semana más tarde del día en que decidió no esperar ni investigar más. Puntilloso, quería darse tiempo para poner en orden los asuntos personales y preparar la escena del acto final ensayando previamente para evitar costosos errores. Fue allí que se dio cuenta de que no tenía ningún médico amigo que le recetara, sin razón, los medicamentos necesarios para ponerse a dormir para siempre. Tampoco iba a perder tiempo en buscarlo y se decidió por el gas.

La estufa de su cuarto no servía, tenía mecanismo de seguridad. Lo único plausible, pues, sería la cocina. Durante dos días probó los quemadores y la intensidad del flujo gaseoso. Sabía por sus estudios que si se colocaba cerca, con la puerta y la ventana cerradas y burletes colocados apropiadamente, en 20 minutos como mucho estaría dormido y en media hora o un poco más, muerto. Sin sufrimiento, sin suciedad. Lo único que necesitaba ahora era coraje para preparar los detalles finales y para cerrar los ojos y dejarse ir.

El 11 de mayo a la noche, cenó liviano y miró televisión hasta la madrugada del día siguiente, para asegurarse de que lo venciera el cansancio antes que el pánico. La hora elegida era las diez, quería darse tiempo para disfrutar el último amanecer, la última salida del sol en una mañana fresca pero espléndida. A las 8 en punto se sentó en su escritorio, tomó birome y papel y empezó a despedirse de La Negra.

Escribió sin detenerse, contrariando su apego al detalle, sin corregir ni editar. Debía ser la expresión última del fluir en torrentes que había aprendido con y de ella. Tenía que ser ese Salazar el que se despidiera de ella, para que ella supiera. Sin rencor, porque hacía tiempo que había decidido no buscar razones, ni exigir verdades. Los últimos instantes de su vida debían ser los que siempre fueron, los de una persona buena, sin maldad ni maldiciones. Ya la había perdonado, era hora de ponerse en paz consigo mismo.

Colocó la carta en el sobre adecuado que había comprado la tarde anterior en la librería de al lado mientras jugueteaba divertido con la idea del librero llenando semanas enteras su negocio con los cuentos a los clientes de la última conversación “con el pobre tipo ese al que lo dejó la mina hace meses”. Puso el sobre la mesa de la cocina, asegurándose de que se viera, y procedió a recorrer su pequeño hogar por última vez, para cerciorarse de que todo estaba donde debía estar, que había tendido bien la cama y limpiado todo el departamento. A las 9:30 se sentó en la silla, a esperar la hora señalada.

Cerró los ojos un minuto y empezó a fantasear con las consecuencias de sus decisiones y de sus frustraciones. Igual que cuando era pibe y consumaba en su fantasía venganzas impiadosas contra los que lo humillaban en el colegio, o cuando se regodeaba imaginando el dolor culposo de su madre porque él moría de tristeza después de serle negado algún deseo; imaginó a La Negra recibiendo la carta (cómo, no importaba) y leyendo su adiós, atravesada por la tristeza y el llanto. Y fue entonces que recordó lo que semanas antes había olvidado en el repaso obsesivo de sus conversaciones.

—Sala —así lo llamaba La Negra—, ¿hay algo más al pedo que ser nada?

Le decía esto mientras le acariciaba el pelo ensortijado, su cabeza apoyada en el pecho desnudo de ella.

—¿Te diste cuenta alguna vez que la mayoría de la gente elige la nada, como vos antes? Elige ser nada, casarse con un o una nada, vivir para nada, y finalmente morir sin haber hecho nada. No te enojes y decime, ¿por qué quisiste ser así?

Para estas cosas carecía de respuesta, la miraba con su mejor cara de boludo y levantaba los hombros en señal de reconocimiento a su impotencia existencial.

—Sos un gran tipo, Sala, es fácil quererte. Creeme, no hay muchos como vos, sé de lo que te hablo (y aquí, a Salazar la panza le daba un sobresalto de celos). Viví así, como ahora, siempre viví así, no te contentes; para irse hay tiempo, pero asegurate de que el día que lo hagas, hayas sido feliz, hayas vencido a la nada. Está en vos, Sala, en vos y en nadie más, ¿sabés? Nadie más.

Ese día Salazar, apoyado en ella, invencible, supo que quería vivir para siempre así. ¿Cómo? Imposible saberlo entonces, pero era eso lo que había anhelado toda su vida y no se había permitido, hasta que llegó ella. Y sólo en ese instante de asomo a la nada, allí, en el monoambiente que había sido su refugio del miedo, esperando la hora de su muerte, vio que su vida era suya, no de nadie más, ni siquiera de ella, donde quiera que estuviera ahora, sólo suya.

A las diez menos dos minutos de aquella mañana, Salazar se levantó de la silla, fue a la cocina y de la alacena sacó su cafetera italiana. Le tomó sólo un par de minutos llenar el recipiente y aprontar el agua. Casi como en cámara lenta prendió la hornalla, la misma que había destinado para terminar con su vida, y se sentó a esperar con paciencia habitual el burbujeo y el aroma cautivante. Por un instante se quedó mirando la carta, absorto; tardó apenas unos segundos en romperla en varios pedazos . Regresó a su ambiente, café en mano, a contemplar de nuevo la mañana que había planeado negarse. Parado delante del ventanal, empezó a escribir un nuevo capítulo de su historia.

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