Hay personas que,
sin necesidad de hacer grandes gestos,
logran tocar el alma de quienes las rodean.
Ella es una de esas personas.
Con su figura esbelta y su bastón como compañía constante,
tiene una presencia que llena de luz en cualquier lugar.
Siempre sonríe,
esa sonrisa que parece capaz de disipar cualquier sombra que se cruce en su camino,
un brillo sincero que habla más de lo que sus palabras podrían expresar.
Cada vez que la veo,
siento una inexplicable necesidad de acercarme,
de tomarle la mano,
de quedarme a su lado,
simplemente escuchándola.
No importa el contexto ni el lugar,
lo que importa es esa energía que irradia,
una fuerza tranquila pero vibrante,
una vida en cada gesto,
en cada palabra.
Su calidez es como un abrazo sin contacto,
un refugio que te envuelve sin pedir nada a cambio.
A veces me sorprendo a mí misma
deseando regalarle flores,
no por ninguna ocasión especial,
sino porque su presencia misma lo merece.
Porque su bondad se siente como un regalo y un privilegio,
algo que es tan natural en ella
que se convierte en un recordatorio de lo simple
y hermoso que puede ser el mundo.
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