Siempre he considerado la hoja en blanco como una aliada, más que una enemiga. Podría reprocharle que es olvidadiza, pero no infiel ni chismosa ni, mucho menos, un simple folio en blanco. Me extraña que haya escritores que le dediquen tanto tiempo a ese supuesto problema de la falta de inspiración. “Pamplinas—me dice la hoja virginal muy coqueta—, eso sucede sólo por falta de sensatez. Pues si no tienes inspiración, no te sientes a llorar frente a una hoja en blanco. Tampoco escribas en el momento inoportuno. Lee primero y ve películas, observa a la gente y piensa, piensa en cómo contarías eso o lo otro, luego espera el momento en que salte la chispa y, sobre todo, permanece listo para hacer cosas que la gente normal no hace, como: parar a una señorita para describirla en un cuento erótico diciéndole que necesitas ver sus prendas de lencería, salirte del baño con el papel higiénico en la mano porque no puedes dejar que se te vaya la inspiración o arrebatarle un lápiz a un niño para poder pintar el rostro de tu personaje más villano con cara de limón”.

En realidad, siempre escribí siguiendo más o menos esas reglas y era verdad, la benigna lucidez creativa, era capaz de surgir en medio de un sueño de terror o durante un paseo con una chica o, incluso en la cama, en medio de los gritos de placer en el momento más dulce y deseado de la relación. Una vez me pasó y Magdalena casi me mata, pero la obra fue publicada y después ella misma me preguntaba antes de bramar de placer si tenía algo pensado, yo sólo la miraba con los ojos de huevo y balbuceaba algo que la hiciera callar. Publiqué bastante y nunca tuve problemas con la creatividad. Lo que si me causó realmente un problema grave fue mi afición a mi literatura secreta, esa que escondía en los minutos del retrete, en las noches de insomnio y las horas muertas del trabajo en la oficina. Empecé con cosas sencillas que iban cayendo en mis manos. Grushenka, El diario de Fanny Hill, Memorias de una pulga, La Venus de las pieles, Tiresias y muchas más. Mi capacidad descriptiva, que combinaba las sensaciones comprobadas en la experiencia de cuerpos ajenos y la imaginación, que me daban la poesía, causó un enorme desagrado en los editores y los pocos amigos que me leían. Mis historias les parecían demasiado ardientes, difíciles de terminar, un día José Alfredo se empapó los pantalones de engrudo leyendo uno de los pasajes que escribí sobre una mujer fatal que padecía de amor y la definían peyorativamente como “La ninfómana”.Avergonzado por el mal que le había ocasionado a mi amigo y, previendo que muchas personas se podrían encontrar en la misma situación, no podía imaginarme a una inocente señorita en un autobús con ese tipo de lecturas, decidí que no escribiría más, habría sido un crimen. Ya pensarán que lo dejé todo y que eso de la hoja en blanco es verdad y que no soy capaz de contar nada digno de lectura, pero siento decepcionarlos. Les revelaré mi gran secreto.

Cuando me ha llegado una gran idea y es imposible controlarme, cojo un folio en blanco y lo pongo sobre la mesa. Lo dejo en un sitio muy visible para que mi mujer Magdalena vea que no estoy escribiendo y comienzo a redactar la historia al estilo de los grandes maestros de la antigüedad y los impresionantes altruistas pintores del Oriente. Escribo con ritmo, pongo música adecuada para el tipo de historia y voy siguiendo las notas con la imaginación, luego remojo mi pluma de ganso en el tintero y hago la descripción, voy siguiendo los bordes del camino que lleva al erotismo puro de mis historias y dejo que las sensaciones de mi cuerpo se plasmen en el papel. Remojo y escribo, remojo y escribo, y cuando viene Magdalena y trata de leer lo que estoy narrando, no ve absolutamente nada, se queda extrañada viendo como me arde el cuerpo y me transpira la piel y se aleja, ella interpreta mis locuras como un rezo, como un ejercicio semejante al de los artistas chinos que se entrenan mil veces dibujando con agua para poder dominar el trazo perfecto. De la misma forma, yo remojo mi pluma en agua y disfruto las historias, las vivo plenamente y lo hago sin recato, sin enrojecer por la presencia de las miradas curiosas, ya no discuto con nadie, me realizo en cada cuento y cada vez soy más pródigo.

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