ES QUE SON MANCOS, ZOMBIES Y TUBÉRCULOS

ES QUE SON MANCOS, ZOMBIES Y TUBÉRCULOS

ES QUE SON MANCOS, ZOMBIES Y TUBÉRCULOS

Señor policía, no suelo abrirle a cualquiera la puerta de mi casa y menos cuando el que la está tocando es un manco; me dan un pinche asco tan cabrón… poco importa que estén lejos o cerca, simplemente los rechazo. Un muñón es grotesco, lo es por esa piel lisita, como de gallina desplumada. No soporto imaginarme que, sin querer, rozara ese pedazo de carne incompleta, porque siento una repulsión incontrolable. Son unas horribles ganas de vomitar.

Por otro lado, siento hermoso cuando me río de ellos cada que los veo luchando por tocar un timbre o intentando comer con cubiertos por su cuenta propia. La gente suele molestarse cuando me ven riendo, pero no están comprendiendo que la risa es mi venganza de todas esas veces en que he tenido que soportar los muñones de los que, ¡oh, sí!, simplemente no me pude escapar; a esos sí les tengo miedo, porque son los que, en vez de tocar un timbre, sólo golpean la puerta sin mayor complicación, son los experimentados. Explotan la lástima y el asco, saben lo que provocan en las entrañas del prójimo; por eso van restregándole el muñón en la jeta a todo el mundo para sacar provecho; es entonces cuando obtienen lo que quieren, dinero o lágrimas, y eso tampoco lo puedo soportar.

Por eso, en cuanto escuché ese golpe seco en mi puerta, lo supe: precisamente los muñones suenan así. Apagué la luz de mi habitación y me asomé moviendo tantito la cortina. Su cara de maleante no era tan grave como el brazo que le faltaba. Era obvio para mí que sólo venía a extorsionarme, a restregarme su muñón sobre mi puerta y sobre mi jeta. Entonces, mis entrañas comenzaron a regurgitar casi de inmediato.

A pesar de que no tolero a los mancos, pensé en abrirle, en serio, y atenderlo para que me dejara en paz pronto. Sinceramente se lo digo, señor policía, aunque usted no me lo quiera creer. Ese muñón andante había tocado a mi puerta para pedir dinero (o comida o ropa o ayuda para el niño o la niña o qué sé yo), así que preferí ir directo al grano y le aventé una maceta desde la ventana que está justo arriba de mi puerta. Después tuve que beber una taza de té de hierbas para tranquilizarme de semejante perturbación y me fui a dormir.

Al cabo de un rato, no sé cuánto tiempo pasó, pero yo ya comenzaba a roncar en mi cama, me despertó su quejido. Entonces comprendí que sí le había atinado y que el madrazo había estado bueno; pero, aunque me daba gusto haberme desquitado, sentí un poco de remordimiento.

Antes, debo aclararle que mi verdadero problema es que este manco no es el único que ha venido a perturbarme hasta mi casa; no sé por qué suelen venir tantos de ésos, siempre, todo el tiempo, como si yo tuviera un imán que los atrajera. ¿O será que me mandan a sus hijos, y los hijos mandan a sus hijos y éstos a sus otros hijos y así hasta el infinito? ¿Acaso hay una fábrica de mancos en el mundo, o simplemente sus madres los engendran tan deformes? Porque, ¿cómo puede haber tantos? Se multiplican como zombies. De hecho, son como los zombies: después de perder la mano piden todo: dinero, comida, ropa; y si no les das nada, te persiguen igual que los zombies y si te descuidas te arrancan todo y luego tú estarás como zombie, haciendo exactamente lo que hacen ellos: pidiéndolo todo. Perdón que le hable de tú, yo sé que usted no es un zombie.

Todo esto explica por qué le aventé aquel arbolito de tomate; fue para que dejara de pedirme cosas. Supuse que, si lo que le faltaba era comida, con que plantara y cuidara el arbolito su problema se solucionaría. A partir de ese momento podría comer tomate, o hasta podría hacer trueque con algún otro manco amigo suyo.

La verdad es que, después de haberlo pensado mejor, sentí que había sido excesivamente bondadoso con él. Es por esto que salí de mi casa para recuperar mi maceta. Yo podría sacarle más provecho, pues seguro aquel imbécil no iba a saber qué hacer. Seguro era tan ignorante que me mentaría la madre y se iría. No entendería el regalo que le hice. Y sólo se lo había dado porque se animó a tocar mi puerta. “Hijo de puta suertudo”, pensé.

Cuando salí fue que vi un pequeño charco de sangre que enmarcaba su cabeza sobre el piso. Yo pensé que seguro se recuperaría pronto porque esos madrazos no suelen ser tan graves. Ahora que, si llegara a pasar cualquier otra cosa más fatídica, al final sólo sería un manco menos en este mundo cruel; pero, digo: también tengo corazón. Por eso volví adentro de mi hogar a buscar algo con qué curarlo, y regresé con un curita para la herida abierta. Quiero mencionar, señor policía, y espero que quede registro de esto en mi declaración, que: estaba siendo increíblemente difícil para mí abrir mi corazón de esa manera con un manco. Es decir, me fue muy difícil tocarlo. Sobre todo, teniendo tan cerquita ese muñón sobre el que casi vomito mientras le hacía la operación. Pero lo importante, lo verdaderamente importante, era que en ese momento ya no sólo le estaba resolviendo su problema de salud, sino también de hambre, pues resolví dejarle mi maceta, y me metí de nuevo a mi casa.

Mientras esperaba a que llegaran ustedes, me dediqué también a mirar ese muñón desde mi ventana, porque simplemente no puedo dejar de mirarlos. Son tan grotescos, tan deformes, son como papas pero mutantes. Me estoy refiriendo a los tubérculos, al alimento pues; seguro ha visto que no todos son ovalados y bonitos, sino que algunos tienen como protuberancias exageradas; entonces, pensaba que los muñones se parecen a las papas, pero aún más que eso: los muñones se parecen a los tubérculos. Debo decir que es precisamente esa palabra la que mejor describe lo grotesco que es mirar un muñón, la palabra misma es fea: tu-bér-culos.

Pero también pensaba: “¿para qué toca mi puerta?” Y más con esa cara. Seguro que nunca se ha visto en el espejo, y seguro que ni pudo porque ni manos tiene para sujetarlo. Ya sé que también hay espejos pegados en las paredes, pero creo que entiende mi punto. El caso es que me sentí muy mal, porque fue cuando me pregunté: “¿cómo puede haber gente tan desdichada en este mundo?” De verdad que no lo entiendo. Y uno que todavía les alcanza la mano para darles alguna moneda; o como en mi caso, que le aventé una planta de tomates que le diera de comer.

Mire que, aunque entiendo que tal vez me excedí un poquito, señor policía, usted también debe comprender que es deber suyo protegerme de sujetos como éste. Además de que es mi derecho como ciudadano poder defenderme si soy perturbado dentro de mi propiedad. Y sobre todo cuando son tubérculos los que rondan por mi casa. Pero por eso mismo, quiero que tome en cuenta que incluso cuidé al manco de que ningún perro fuera a orinarle encima, con todo y que este sujeto me ensució mi entrada, ya no con su presencia, si no con su sangre. Por eso los llamé a ustedes, para que se hicieran cargo de lo que, por principio, al gobierno le tocaría solucionar y a ustedes limpiar. No se preocupe, se lo dejé bien dormidito sobre la banqueta, para que se lo lleve fácilmente. Es todo, y que tenga buena noche.


Derechos reservados. Fragmento del libro «Vestigios, remanentes y pruebas» de Ricardo J. Cruz Núñez

Correo: ricardo.j.cruz.n@gmail.com

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