Empero no me quedé aferrada a su cuerpo como antes solía hacerlo. Me levanté temprano pues ya nada me arraiga a la cama de ambos y porque requiero de pequeñas muestras de voluntad y dinamismo. Me hace bien. Ojalá pudiera salir a hacer ejercicio y contrarrestar la blandura que se me toma el cuerpo. Al menos me puedo poner a escribir.

Antes arreglé lo de los pájaros y la pecera. Celebro la comodidad del sillón y vivir en tan linda casa

Con el computador en las piernas, de cara a la preciosa mañana me abstraigo mirando mis pájaros y viendo su vida limitada dentro de la jaula. Aunque quise darles la libertad como regalo, resultó que ya no es posible y tal vez no les interese. Los pongo en el alfeizar de la ventana para que sientan el vacío y el viento y piensen que están volando, vean las copas de los arboles, experimenten algo del vuelo, escuchen a otros pájaros; algunos hasta se les arriman a tratar de robarles la comida que tienen asegurada, contra-prestación por su encierro. Pienso vagamente que hasta les convendría la visita de un aguilucho que hace más de un año vi por los alrededores. No se puede hablar de vida plena si no temes perderla y esto sólo se logra con un depredador al acecho.

Al poco, con el rabillo del ojo veo una sombra café que pasa rozando la jaula. Mientras pienso si de verdad lo vi o lo imagine vuelvo a mirar y veo que se aproxima en verdad un aguilucho o un halcón y que inca sus garras en la jaula, tratando de hacerse con ella o de desgarrarla para coger su presa. Los pájaros se agitan de manera intensa. La jaula tiembla. El aguilucho siente mi presencia y en vez de insistir con la jaula, me mira. Por un segundo calibra si valgo también como presa. Hay mucha carne expuesta en razón de la escueta pijama que llevo puesta. Nos miramos expectantes. Al fin se aleja.

Sentir el mismo miedo que las aves me corrobora que mucho de la emoción de la vida está en la lucha por la supervivencia y recuerdo como tantas veces en mi preciosa casa me sentí presa. Cómo rompí todas las reglas con tal de sentirme viva y de tomar mi propio vuelo. Como a los pájaros de la jaula, o los peces de la pecera la vida me había premiado o condenado a tener todo a pedir de boca, pero igual me había instado a renunciar a mi instinto, a no pensar, ni sentir y sobre todo a no tener nada que decir.

Yo era como mis pájaros. Pero con la jaula abierta.

Así había pasado los últimos 20 años de mi vida. Viviendo la vida de otros. Siendo la sombra de ese ese precioso gigante que primero fue mi novio, mi amante mi esposo y ahora mi enemigo, dando de comer a los niños, rogándoles que comieran para no sentirme culpable, para que todos creyeran que era una excelente madre. Exigiéndoles que fueran geniales y hermosos para que yo pudiera amarlos y aceptarlos. Pero no podía mantenerse alzado un edificio que se construyó con tan poco y luego todo se vino abajo.

Habíamos vivido bien, cómodamente adaptados sólo que mis planes no contaban porque yo estaba siempre fuera de base. El siempre fue un visionario, tenía bien definido qué quería cómo y cuando, yo me fui desdibujando pues estaba claro que para estar con él, para que fuera mi aire, mi casa, mi patria, yo debía ir renunciando uno a uno a mis planes, a ser yo misma. Sutilmente me fue dejando plantada e indicándome de una manera serena pero firme que mis planes no le interesaban.

Claro que hice resistencia. Al poco tiempo de conocernos le dije que me asfixiaba.

Deja que te extrañe-le dije- no puedo saber si te necesito si estás todo el tiempo al lado mío.

Pero como el que juega a perder siempre pierde entonces caí en un estado de profunda tristeza. Sentirme enamorada y la vez atada. Saber que había entrado en posesión de una preciosa joya, a la que habría de devolver. Perdí mucho peso, mis prominentes nalgas y mis esbeltos senos se fueron consumiendo, de tal manera que los que me veían se alarmaban.

– Pareces una guasca- me dijo un ex admirador una vez, con desquite por ahí derecho.

Mario mi maestro, me abordo un día:

– ¿Qué le pasa? Me dijo con su voz recia

– Estoy enamorada.

-Pero¿bien o mal querida?

– Bien. Pero lo quiero más de lo que puedo y se me va a consumir la vida- Le dije-

Y tenía porqué saberlo. Porque presentía detrás de tantas seguridades, una especie de tramoya, una farsa mutua, una pregunta mal formulada.

¿Era de fiar o no? constantemente me preguntaba porque me parecía que era burlesco y a la vez compasivo, cruel y benevolente, dispuesto y huidizo. La pregunta fue la constante, el reto cotidiano.

Nada casual resultó el hecho de que cuando hicimos nuestra primera cita lo encontrara abrazado a una espectacular mujer, alta bellísima, muy segura de sí. Salí despavorida, disculpándome como pude.

¡Por que se va a ir? Preguntaron ambos a coro.

No supe que decirles, que estaba confundida, que creí lo que no era, que mis amigos me esperaban. Cualquier cosa. Pero alcancé a oírle.

Vaya donde sus amigos, pero vuelva.

Claro que no. No iba a volver donde no había un espacio para mi. Además aunque no tenía novio estaba siempre bien acompañada. Tenía 20 años y tenía mis alas intactas. Yo estaba muy bien, pero mis amigas me instaron a que volviera, y volví.

Y eso que yo era tan libre, tan autónoma tan capaz. Me volví de las que siempre vuelven. Él lo sabe hasta el cansancio. Pero es que siempre me asalta una nueva pregunta. Es como una adicción o una enfermedad. Es una buena novela de las que no te despegas hasta ver el final. Y el final nunca llega. Vuelve a empezar un nuevo capítulo con algún elemento nuevo, un sutil amarre que me deja en suspenso.

Al conocerme, a sus 28 años tenía una urgencia de sexo sin precedentes. Había terminado con su antigua novia, una mujer separada y 10 años mayor que él a quien su familia no le permitía nada, y que tampoco era muy dispuesta, como había fracasado con las mujeres casuales, en mí encontró la indicada.

Me encontró virgen y además confiaba totalmente en él. Donde el quisiera, como quisiera, a la hora que quisiera. Y así duramos 20 años hasta que yo empecé a pensar como cualquier Eva que aquello no podía ser el paraíso, no era suficiente que le brindara mi cuerpo, tenía que querer algo más de mí. ¿Qué más tenía yo para darle? No encontré nada.

He pensado que la vida de uno es una historia que ya está escrita y que se le van dando adelantos, señales de humo que te permiten ciertas lecturas, ciertas anticipaciones. Por eso lloré tanto cuando recién lo conocí porque sabía que no podía llegar sino hasta aquí.

Como es de suponer el matrimonio me obsesionaba, ahora sé que sólo quería un espacio para estar con él donde pudiéramos simplemente dormir una siesta o conversar estirados en una cama sin todos los formalismos que existen en los lugares públicos, los impedimentos, los compromisos eternos. El quería lo mismo, entonces compró una casa y la amobló y en tres meses arreglamos nuestra boda. Una ceremonia solemne muy mal preparada porque yo por variar, no organicé nada. Un verdadero fracaso. La recepción la organizó mi familia, a lo pueblo como era de esperarse, muchos regalos, muchos invitados. Entraba por la puerta grande, él era un hombre muy querido y respetado; un ascenso social que nunca asimilé. Parecía una cierva asustada en permanente actitud de huida.

– Si uno pudiera vivir con el novio antes de casarse no terminaríamos tan mal casadas- había dicho una vez a una amiga.

– Si tuviéramos algo de estima por nosotras no terminaríamos casadas- había respondido ella.

Por supuesto yo no era un ama de casa, no estaba preparada, tampoco para los hijos, una carga demasiado ardua. Yo sólo era una escritora neurótica – valga la redundancia- buscando a quién adherirse.

Sé que amaba mi cuerpo. Yo era atleta, corredora de distancias largas y aprendí en la pista a entregar más de lo que podía. Mis músculos eran fuertes, y descubrí en la última recta antes de llegar a la meta mis orgasmos, en ese instante en que crees que te mueres pero que sigues viva. Mis brazos y piernas largas lo enlazaban como una boa constrictora. “Cuerpona”. “Galga” -me decía-. Pareces una modelo.

Pero le aburría mi conversación “era una intelectualoide”. Mi familia le horrorizaba, “eran campesinos ignorantes” mis amistades las evitaba. No le gustaba leer poesía ni salir de paseo al campo. No le gustaba mi forma de andar por mi falta de altivez, mirando al piso, pues más que alguien conquistando el mundo, me veía como alguien pensándolo. Constantemente me enderezaba las gafas, mal apoyadas en mi nariz torcida. Mis silencios los despreciaba.

Dejé de frecuentar a mis amigos para no indisponerlo. Dejé de escribir porque no le interesaba. O eso entendí de la mueca de compasión o de reproche que ponía cuando le leía mis escritos o cuando lo invitaba a leer algún poema. Me dejaba en ascuas. Dejé de ir a las caminadas a sembrar árboles, a salir con mi familia para no avergonzarlo. Traté de ser lo queno era. Dejé de ir a los conciertos que a mí me gustaban. Me pasé a la rumba y al trasnocho, asistía a las fiestas con mucha gente y aprendí a aguantar hasta el final para que me amara completamente ebrio. Me llevaba a todas sus fiestas, me presentaba a sus jefes y sus amigos pero también me exponía a los abiertos coqueteos con todo tipo de mujeres. Era muy ambivalente. Estoy contigo pero dejo que me adoren las demás mujeres.

Ahora el sigue siendo el mismo sagitario generoso y libertario. Yo la misma piscis asustadiza y sensible.

Creo que su plan es esperar a que me muera de soledad, tristeza y desprecio. Pero tal vez no lo consiga. Porque soy libre cuando escribo y siempre hay halcones que se atreven a emprender la cacería. Además sé que afuera, sencillamente no sobreviviría.

Que lástima que no coincidiera su libertad y la mía. Hubiéramos podido seguir compartiendo la misma jaula.

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