FINAL DE TRAYECTO

FINAL DE TRAYECTO

ROGELIO CG

08/01/2024

FINAL DE TRAYECTO

La megafonía avisa con voz monótona que el tren con dirección a Valencia tiene su llegada inminente. Hoy hay menos gente esperando que otros días. Me levanto del banco y veo un punto de luz allá lejos, donde los raíles parecen juntarse. Un ligero aroma de azahar me recuerda que los naranjos están ya blancos; y de repente estoy en otro tiempo, soy un niño de pocos años, voy de la mano de mi madre, juntos caminamos por entre los huertos; en la otra mano llevo una flor recién cortada y con una mirada de ojos nuevos siento esa alegría inmensa e ingenua de la infancia que goza cada día descubriendo la vida.

El chirrido de la máquina al frenar me devuelve al presente, se abren las puertas y entro en el vagón. Veo un asiento libre. La calefacción está hoy demasiado fuerte. Me quito la gabardina mientras mantengo el equilibrio porque el tren ha tomado una ligera curva. Me siento y de mi carpeta saco un pequeño libro de bolsillo, lleva la etiqueta de la biblioteca del pueblo, mi economía no me permite comprar libros. Cuando voy a sumergirme en la lectura de las andanzas de un detective romano que resuelve asesinatos en plena época del imperio, veo enfrente unos ojos que me miran, inmensos, profundos, dulces y que me hablan de misterios insondables. Su dueña, un poco turbada, menos que yo, no obstante, baja la cabeza y vuelve al lugar de donde vino. Tiene entre las manos un periódico gratuito, pero yo sé que no lo lee.

Pienso que estoy viviendo una de esas ocasiones especiales en las que las miradas de dos desconocidos se encuentran; son miradas fugaces, pero intensas, en las que en un instante los dos seres coquetean, se preguntan, se despiden y se citan para otra ocasión, allí donde posiblemente solo habiten los sueños y las quimeras, en ese lugar donde solo pocos se atreven a perderse.

El tren, sin darme cuenta, llega a su destino. El frenazo del maquinista, aunque suave, para mí que estaba perdido en mis cavilaciones, me causa un sobresalto. Las puertas se abren y los pasajeros en tropel salen del vagón. La chica de enfrente también. Yo la sigo con la mirada, tendrá aproximadamente mi edad, un cuerpo esbelto y flexible que se mueve con ligereza, su pelo es negro y su piel, más oscura que la mía, delata sus orígenes. Tiene prisa, nos distanciamos, no la sigo, sería absurdo, probablemente no vuelva a verla, pero ¿y si la veo?. La ciudad la engulle y yo camino como todas las mañanas al encuentro del pupitre que me espera.

Los días se suceden con su monotonía a cuestas.

Ha amanecido de nuevo y esta noche he dormido mal, no sé en qué tribulaciones he estado enfrascado en mis sueños, no he llegado a despertarme, pero cuando suena el despertador abro los ojos; tengo el cuerpo cansado y la cabeza embotada.

Estoy de nuevo en el banco de la estación esperando al tren; hoy viene con retraso y hay más gente de lo habitual en el andén. Ha debido de haber algún problema; seguro que llegará el tren atestado y tendremos que hacer el trayecto como sardinas en lata. Cuando por fin llega el tren a la estación me apresuro a pulsar el botón que permite la apertura de la puerta del vagón. Ésta se abre y me encuentro con unos profundos ojos negros esperándome. El chico que está detrás de mí me empuja ligeramente. Yo, que me he quedado paralizado, subo al tiempo que la dueña de esos ojos negros se aparta para abrirme paso. Aunque podría haberme internado en el vagón repleto decido quedarme junto a ella. Una fuerza irresistible me atrae a su lado. Me gustaría decirle algo, preguntarle de dónde viene y si me deja acompañarla allá donde vaya, pero no me atrevo, quiero prolongar el momento; temo que esa chica ni siquiera me haya visto, que el momento mágico que viví el otro día sea solo una ensoñación mía, que la atracción irresistible que siento no sea correspondida y que la chica de los ojos negros me despache como merece cualquier intruso en su camino.

Un móvil suena, ella lo saca del bolsillo, mira la pantalla, duda, pero finalmente se lo acerca al oído y dice:

-¡Déjame en paz!, no quiero saber nada más de ti. Ya me has hecho bastante daño -cuelga bruscamente. Con la mano un poco temblorosa se guarda el teléfono.

Yo no he podido verle la cara, pero por el timbre de su voz y por sus gestos me figuro su rabia, su angustia, su desesperación. Me gustaría consolarla, decirle:

“Te invito a un café, él no merece tus lágrimas”.

Se abren las puertas, los cuerpos se rozan, se empujan; todo el mundo tiene prisa, ella también. Se aleja. ¡Si pudiera alcanzarla, abrazarla…!. Se pierde confundida entre la muchedumbre.

Yo camino en la misma dirección de siempre, voy por una avenida ancha llena de gente, mis pies andan solos, pero mis ojos la buscan, mi mente la anhela detrás de cada esquina.

Giro a mi izquierda como todos los días al tiempo que oigo un grito y me encuentro con un hombre corpulento de espaldas, a sus pies hay una mujer en el suelo, ha debido golpearla, está acurrucada, tapándose la cabeza con las manos, solloza mientras ruega a su agresor:

-¡No me pegues más!

-¡Cállate guarra!, vas a venir conmigo -responde el fulano.

Sin pensarlo me acerco a la chica con intención de socorrerla. El agresor se interpone y me da un empujón.

-¡No te metas en lo que no te importa imbécil! ¡Vete de aquí!

Le miro a la cara, veo un rostro cruel, feroz, pero no puedo evitar decirle:

-¡Ya está bien!, no maltrates a esta mujer.

Del bolsillo saca agarrada en el puño una navaja, no me da tiempo de esquivarla, me abraza hundiendo el acero en mi vientre y echa a correr. Siento el pinchazo, un dolor intenso me sacude, me desplomo. Unas manos levantan mi cabeza del suelo y unos ojos negros, húmedos, profundos y dulces me dicen con su mirada “no te preocupes, ya estoy contigo…”

Cuento incluido en la colección AZUL, VERDE y NEGRO, inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual.

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