Me bajé del colectivo, y mientras pasaba frente a la pizzería, leí en el kiosco el titular del diario de la tarde, que, en grandísimas letras negras decía “Es inminente el final, todo está dicho” .

Y pensé que ya estaba dicho todo desde hacía mucho tiempo.

Caminé despacito por Corrientes, la noche del 23 de marzo de 1976 había empezado, y si bien no me acuerdo ahora que temperatura hacía aquel día, sé que sentí mucho frío. Mientras esquivaba distraídamente las baldosas flojas de la vereda, recordé muy vagamente como, en una noche que se me hacía muy parecida a ésta, ví en la tele como unos militares sacaban nerviosamente a aquel viejito de pelo blanco de esa casa que decían que era rosada. Y también me acordé de aquello que contaba el viejo, aquello de las bombas y explosiones, cuando trabajaba de cadete en la oficina de Plaza de Mayo. O también lo del abuelo, que cuando se subió a ese barco en Génova, fue para llegar a un país de esperanza… pero cuando bajó del barco se enteró que la situación había cambiado, y mucho .

El abuelo nació con el siglo. Obligado a irse de su pobre y pequeño pueblo calabrés, con casi treinta años dejó todo para viajar a estas lejanas tierras rioplatenses. Llevaba mujer e hijo, un par de maletas llenas de esperanzas, y ganas de trabajar. Los años de aventuras en Nueva York le habían dado algún dinero, saber contar hasta doce en inglés, y la certeza de que sería mejor en el sur. Y si bien adaptarse fue muy duro, su puesto de venta de tomates en el mercado de Abasto, allí, un poquito por detrás de donde cantaba Gardel, le dio para vivir en esta nueva tierra tan contradictoria. Pasaron dos años, y llegó su segundo hijo, el mismo que 23 años después se metía asustado en el baño de la oficina cercana a la Plaza de Mayo junto con tantos otros compañeros, mientras las bombas caían ahí nomás, ahí afuera. El mismo que, al salír de tan indigno escondite, no pudo imaginar que once años después estaría mirando, por aquella tele redonda y gris, como unos militares sacaban nerviosamente a aquel viejito de pelo blanco de la casa que decían que era rosada, mientras abrazaba con fuerza a su chiquito de ocho años, que también miraba la tele, muy quietito, sentado en su rodilla izquierda.

Chiquito que no podía suponer, en ese momento, que diez años después, al bajar del colectivo, una tarde muy triste del recién iniciado otoño porteño, iba a confirmar lo que ya nadie dudaba .

Otra vez .

Sólo que esa vez iba a ser la peor .

24 de marzo de 1976.

Desde tan lejos, en el tiempo y en el espacio recuerdo la tele gris, el escudo nacional, las marchas militares, los discursos sin sentido.

El miedo, la desinformación.

Las ausencias obligadas, para siempre .

Los pupitres vacíos, sin preguntas .

El dolor, sin respuestas.

24 de marzo de 1976.

Nunca más.

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