La lúgubre duda
que inundan mis ojos,
alcanzan todos los rincones de la habitación.
Avispados y sordos,
buscan una respuesta
a la intuición que, tras una capa, se apodera de mí.
Movidos por el ansia,
por el pánico de perder,
intentan analizar cada sílaba de tus palabras.
Arde la habitación,
y mis cicatrices enloquecen.
Están locas por saber qué hay en tu cabeza;
se revuelven.
Gritan,
se abren,
me duele todo el cuerpo,
no quieren ser más grandes
ni perder más el tiempo.
Cogí ese pincel de anchas púas
y fina piel,
tenía que teñir mi alma
de color pastel.
Gris está,
rota y además
menuda,
del tamaño de un botón,
encerrada aquí en mi pecho.
Cada vez más pequeña
para no romperse en pedazos
cuando un día te levantes
y quieras irte a sus brazos.
Tus palabras me calman
pero tus actos me incineran,
en esta lúgubre y tatuada sensación
de poca sutileza.
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