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Luigi y el abuelo Carlo estaban de regreso. Las vacaciones habían terminado para ceder paso a un nuevo año escolar. En principio el viaje era en avión, pero el niño Luigi insistió en que quería sentir la inmensidad del mar y ver tiburones y ballenas con la emoción que le provocaban en la TV. Gustaba de la lectura que le hacía su abuelo de la versión infantil de Moby Dick: “El joven Ismael quería ser marino porque le gustaba mucho el mar. Como le fascinaban los cetáceos decidió embarcarse en un ballenero”
Desde la proa, Luigi oía los lamentos de las fatigadas máquinas del viejo navío, que al romper distancias, rasgaba las aguas y las convertía en un sendero de alegres olas de espuma que se perdían tras la nave.
El frio latía. La piel granulada, parecía de gallina y el incipiente vello se erizaba. Pero él seguía allí con su ansiedad, mientras los bordes de su vestimenta y sus cabellos revoletean con el cosquilleo de la brisa.
Tenía diez años y la piel bronceada de esos tantos días tomando sol en la Isla, además disponía de un rostro simpático de cabello claro, ondulado y abundante.
La acompañante Isabel se acerca. Es una mujer de unos cincuenta años, bien parecida y de actitud agradable.
—Luigi, he estado buscándote. Desapareces y no dices nada— Palpa su rostro —Tienes las orejas y la punta de la nariz fría, regresemos a la cabina debo atender a tu abuelo que se recupera de un acceso de tos que le provocó vómitos. Se acerca la noche. Es hora de comer para luego dormir.
—Cómo se siente el abuelo?
—Algo adolorido del pecho, pero está mejor
—Tranquila señora Isabel yo estoy bien abrigado. Debo contemplar todo y recordar siempre este viaje.
—Vale. Pronto llegaremos. Debes dormir un poco para ahorrar energías que mucho vas a necesitar.
De nuevo levanta la vista hacia el ocaso buscando ver tierra firme, pero solo mira como el mar engulle al sol ahogándolo en sus aguas. El día se apresta a descansar y la tarde ha despertado para vestirse con un cielo de nubes grises bordeadas de tonalidades naranja. Luigi respira profundo antes de retirarse hacia su camarote.
La mañana despierta cuando la motonave fondea en la bahía. De pronto el viento aparece para humedecer el día. En el puente de la embarcación, Isabel luce un abrigo ocre que cubre su cuello y una bandana beige que termina en lazo para recoger su largo cabello. Lleva en brazos el peso de Trusty, la mascota de Luigi, quien a su lado le tiempla el abrigo para mantenerse juntos. El abuelo carga con los equipajes. Al igual que los demás pasajeros, esperan por la voz de desembarque.
Bajan por la escalerilla del ferri y al pisar los primeros adoquines del muelle, avistan a Juan Crisóstomo, el capataz de la hacienda, que intenta una marcha acelerada para ayudar a los abuelos con las maletas y bultos.
En tierra firme las olas adormecidas se extienden tristes sobre la arena. Los abuelos y el nieto dejan el Terminal del muelle para abordar una de las ramblas del Paseo que rodean la playa. El chofer lleva el equipaje al coche y la familia se dirige a un chiringuito para tomar café, refresco y tal vez alguna chuchería. El siguiente paso es abordar un McDonad’s para comer.
El abuelo camina con un brazo sosteniendo una mano de Luigi y extiende el otro sobre los hombrosIsabel. Luigi aferra la cadena de su mascota, El niño extiende su mirada hacia una estatua de Cristóbal Colón que parece vigilar el paseo marítimo.
Muy cerca un niño acompañado de su madre camina por la vía peatonal. «Va uniformado. Con seguridad se dirige a la escuela. Todos los niños empezaron clases, menos yo». Sintió vergüenza y ganas de echar a correr. Se quitó los deportivos ante la atónita mirada de su abuelo e Isabel.
—Abuelo vigílame, necesito correr por la playa. Llevaré a Trusty
—Vale. No tardes, comeremos en el MacDonal’s que tenemos al frente. El chofer seguirá tus pasos.
Bajó las escalinatas sorteando una cortina de arena y corrió buscando momentos de soledad y libertad para pensar. Su mascota le seguía haciendo paradas para olisquear los restos de algas a su paso. Ha avanzado una distancia considerable que lo acercaba al Muelle de pescadores.
Se sentó en la arena de espalda al tronco de una uva de playa mirando los pelicanos zambullirse en el agua para pescar. Pensaba y recordaba la felicidad, las alegrías y fricciones con los amigos de la escuela, ya por las tareas escolares, las artes, el deporte y también las chicas. Aún recuerda cuando debió encajar en este círculo y hacer nuevas amistades. Sentía algo de temor por la espera de nuevas aventuras y experiencias, nuevos descubrimientos. Fue cuando el abuelo aprovechó que sus padres lo dejaron bajo su tutela y lo retiró del Colegio que administraba la empresa petrolera donde su papá trabajaba para inscribirlo en Colegio Salesiano Pio XII. Tenía seis años cuando fue objeto de lo que siempre ha considerado como un abandono. «cuando regresen estarán satisfechos de sus títulos universitarios»
De repente la percepción de una insistente mirada le hizo girar la cabeza para encontrarse con Paola, la niña italiana venida de Bari.
Se miran curiosamente. Ella con signo de admiración. Él con cierta compasión que se desvirtúa al girar por completo el cuerpo para quedar de frente a ella.
Ella se acerca y se sienta a su lado.
—Qué llevas en ese morral
—Pescado ya escamado y fileteado. Es una muestra, pero si me acompañas puedes escoger lo que gustes. Estamos cerrando las ventas. Sólo esperábamos por ti. Me presentas a tu amigo?
—Se llama Trusty. ¿Qué edad tienes?
—Eso que importa. Mira hacia allá. Es el muelle de pescadores. Sitio de donde salen y llegan las embarcaciones de pesca. El pescado que traen lo llevan a los mercados. Una pequeña parte se vende allí. Mi abuelo atiende un puesto de venta con buenos clientes. Aun así, lo que gana no alcanza, somos muchas las bocas que debe mantener. Antes llegó a tener su bote propio, pero una tormenta lo destrozó y salvó la vida de milagro. Aún te interesa mi edad?
—Es que son horas de colegio y tú estás aquí
—Al menos estoy trabajando para mantenerme. Pero tu pareces estar de paro y al igual que yo no vas al colegio.
—Yo si estudio. No estoy en clase por una situación especial. Tú no estudias y no tendrás futuro.
—Si tienes interés en que todo niño estudie por qué no me ayudas? Yo vivo en un rancho muy cerca de aquí.. Exactamente donde está la estatua de Colon allí desemboca esa calle. Te vas derechito y a tres cuadras largas vivo con mi abuelo. Podrías ir a casa y darme clases hasta que yo pueda costearme no sólo los estudios, también la comida. O tienes miedo de acercarte para no sentir la pobreza.
—Entenderías si te digo que no tengo edad para asumir ese compromiso.
—Entiendo eso porque en los pocos años vividos he aprendido que la pobreza solo atrae a la pobreza y que resulta ajena a quienes bien viven.
—Pero no solo hablas como un loro, sino que lo haces bien y con un buen vocabulario.
—Es de las pocas cosas que he podido hacer por mí misma. Ahora la vista le falla, pero mi abuelo fue buen lector y no solo me enseñó a leer, sino a comprender la lectura y hablar sobre su contenido. Soy la mayor de cuatro hermanos con padres diferentes. Con el último parto mi madre quedó tendida y seca como la colada y el abuelo asumió. Tengo diez años pero conozco sobre las dificultades de la vida y es mucho lo que puedo enseñarte, mientras tú me encaminas por la educación escolar.
—No prometo nada porque no dispongo de esa libertad que tu dispones. Por ahora te invitaré a comer y seguiremos conversando. Espero que mis abuelos entiendan acerca de este compromiso. El mundo de los niños no entiende de riqueza y pobreza.
—No te muevas y me esperas aquí. Voy a dejar este morral con pescado y avisar al abuelo que tengo una cita y que regresaré pronto.
Pronto regresa
—Eres un chico guapo. Importa si te beso un cachete.
—Puedes darme uno en cada cachete. Eres bonita Paola y en eso la pobreza no limita.
Juntos caminan hacia un destino. Luigi pretende tomarle la mano y ella rehúye y sonríe.
La velada del encuentro con presencia del abuelo Carlo e Isabel ha terminado y se despiden con promesas de nuevo encuentro para planear la asistencia mutua.
«Menuda sorpresa te vas a llevar Luigi, si decides conocerme para entablar una amistad». Así pensaba Paola con una alegría inesperada vertida en sus acaramelados ojos.
Paola ya lo conocía antes de aquel primer encuentro, que ella promovió al verlo. Dejo de asistir varios fines de semanas a la pescadería del abuelo para evitar un nuevo encuentro. Esperaba que Luigi bajara un velo en sus ojos que impedía reconociera. Ambos coincidían en ensayos conjuntos que hacían las bandas escolares de sus colegios católicos. A Paola le llamaba la atención ese “chicp guapo” que parecía un italianito.
Los días se convirtieron en largos atardeceres de espera y la ansiedad en un recuerdo infinito para Luigi. Mucho la buscaba cuando podía. Aspiraba reavivar las emociones de aquel encuentro.
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