Encontré la facultad de mirarte con aprecio,
de encontrar en tu mirada la dulzura de tu alma,
que se refleja en el acuoso mundo de tus iris y se entrega sin forma definida.
Y me dejé llevar, confiado y atento, por la inconfundible magia que solo tu amor me ofrece,
y, pristina e inocente, y a la vez cautivadora,
me ofreciste tu cálida mano en señal de gratitud,
y yo, tan ruborizado como complacido,
correspondí al gesto de la misma manera y esbozando una tenue sonrisa, trémula y culpable.
El roce de tus manos traía consigo un mensaje solo entendible para nosotros,
y, circunspecto, pues no desaparece en mí el temor a equivocarme,
fui osado y te besé por enésima vez.
El silencio de ambos nos delató: seguíamos estando enamorados.
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