Tenía la mano firme, presta a desenfundar. A unos metros, su enemigo, un poco bebido, pero con la ponzoña en los ojos esperaba inmóvil. Los dos sabían que ese momento llegaría tarde o temprano, no obstante, por los descuidos de la memoria y el tiempo, prefirieron dejárselo al azar. El sol moría y los curiosos se escondieron para evitar balas perdidas o represalias. James Connery había estado buscando al asesino de su padre, en el trayecto se había cruzado con el anciano Bill Crosby quien le transmitió toda su experiencia y lo hostigó cronometrándole el funcionamiento del índice. La práctica le había creado los reflejos condicionados que se necesitaban para un enfrentamiento así. Miró al hombre con traje negro, tenía el sol detrás, era un buen blanco.

El otro torció un poco la boca, le brillaron los ojos. Tenía ganas de insultar, de reírse y desbordar la ira del muchacho. Tu padre era un traidor, maldita sea— se dijo para sus adentros—. Se había retirado y llevaba una vida pacífica de vaquero, enseñándote a trabajar; pero tenía un pasado sucio. Dios lo cambió y así lo conociste, no viste al otro, al borracho pendenciero. Tu madre salió de un burdel, se convirtió al cristianismo debilitándose ella y arrastrándolo a él. Luego, creciste tú. Te inculcaron buenos principios, te alejaron del peligro, eres un hombre bueno; pero los malos actos te alcanzarán pronto. El pasado es arrollador cuando cae por el peñasco de la venganza. Puedes ser un santo llegado el momento, pero la suciedad de antaño te pudre, te devuelve tus actos infestos. Viene la conciencia y te somete al juicio final en el que el Señor está ausente por prudencia. Es un problema personal, te quedas sólo, sabes que tus planes se terminan, que te separa de la muerte una fracción de segundo, que viajarás por la oscuridad con el primer parpadeo. Cuando una gota de sudor caiga al suelo se mezclará con tu sangre.

En este camino absurdo tu asesino siempre será más joven, lo verás como a tu propio hijo y, tal vez lo sea, quizás tendrás enfrente el fruto de una noche de pasión en un día de borrachera. A mí, me pagaron por hacerlo. Era un mal bicho—decían todos cuando sacaban las monedas de oro—, hazlo morir lentamente, no le des la oportunidad de irse sin recordar sus pecados. Tú no estabas cuando sucedió. Me lo encontré igual que tú a mí. Ya lo sabíamos, él caminaba resignado a su suerte, seguro que pensó en ti y lamentó no prevenirte. Era necesario habértelo dicho, pero lo descubrió muy tarde. Pudo habértelo mandado, quizá alguien no te transmitió el mensaje por olvido. No busques venganza, hijo mío—eran, seguramente sus palabras—, pero no te llegaron.

Ya sabes que le di un arma, fue inútil porque no la iba a usar. Fue una formalidad. Tuve que armarme de valor para dispararle, recreé en mi mente sus balazos a bocajarro destrozando cráneos, perforando corazones desde la espalda y sólo así me llegó el valor. Le di en una rodilla y soltó el arma. Cayó y me acerqué para pedirle que recordara sus faltas, que rogara por la salvación de su alma. Se puso a rezar en voz baja, creo que te mencionó. Fue en el momento en el que le disparé al estómago. Se quedó frente a un camino oscuro, fue asaltado por las alucinaciones. Lloró, sus lágrimas no las producía el dolor físico, todo era espiritual. Seguro que obtuvo el perdón porque se fue con una sonrisa. Un poco amarga, pero luminosa. Perdóname, Tom— le dije cuando tiré a su lado el arma maldita—. Seguro que los mirones, que ya formaban un corro, me calificaron de cobarde. Ya no servirás para esto, amigo—parecían decir con los ojos—, quédate esperando el día de tu muerte. Ahora me toca a mí. Ya estás listo y tendrás que soportar el peso del que me liberas. Hazlo ya.

James reaccionó más rápido de lo que esperaba, Bill habría dicho que se había establecido su récord. Era así, el hombre trajeado sólo había movido un poco la zurda. Respiraba con dificultad. Los pulmones se le llenaron de sangre. Se miraron fijamente. En un susurro le dijo: “Es tu turno, hijo, retírate ahora, no esperes que te aplaste la desgracia. Ve en paz”. James pareció no oír el consejo. Pudo evitar que siguiera el círculo vicioso de los parricidios, pero su inexperiencia cegó su buen juicio.

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