La paradoja del temporizador

La paradoja del temporizador

Sacul Hidel

13/06/2022

Se escucha un impacto en la calle que Eilsel Ogloda ignora por completo.

Sobre su escritorio tiene una pequeña lámpara encendida, apuntando hacia el suelo. Encima además tiene un trozo de cartulina que ha encontrado de entre sus útiles escolares que ya no usa. Sostiene entre sus huesudos dedos un lápiz de carbón y otro huesudo dedo está frente a su nariz, mientras se muerde una uña. Mira la pared con atención, donde ya hace un tiempo atrás había firmado la promesa de lograr su meta de ser escritor. Debería estar terminando el trabajo que le han mandado desde la universidad. En vez de eso, cuelga sus pensamientos concentrándose en esa pared que está frente a sus ojos y forma parte de su cuarto. Es su pared favorita, pero también la que más odia. Cada mañana al despertar ve las letras que ya poco se divisan apuntando hacia lo que aspira ser algún día, pero entonces se pierde entre los libros que debe estudiar para pasar el semestre con un buen promedio y durante la noche se acuesta pensando que esas palabras de la pared no son más que sus deseos íntimos y por los cuales se esfuerza la nada misma.

Ya se ha acostumbrado a aquella disonancia. Su carrera no le produce ningún sentimiento positivo, ni mucho menos se ve a sí mismo ejerciendo algo relacionado a todo lo que estudia dentro de su futuro, pero sonríe después de todo, inventándose excusas de que todo tiene su lado bueno y que estudiar tal carrera le haría darse cuenta algún día de que él es feliz por lo que hace. Pero se va acabando una uña de su mano porque en su interior, Eilsel tiene miedo. Aún no descubre si el miedo es por algún día ejercer algo que no le gusta, o porque pretende abandonarlo para hacer lo que le gusta. No debería engañarse a sí mismo, se dice cada cierto tiempo, porque sabe al menos que el miedo es una de las emociones más sinceras y difíciles de fingir. Y, además, por ese miedo, es que sabe que está haciendo algo mal.

Durante largas horas se ha debatido si acaso la emoción que experimenta es porque quiere empujarlo a ver su realidad y darse cuenta de que en el futuro no será el sujeto contento que se imagina por fantasía. Seguramente fuese el miedo el primer paso al éxito, no la valentía. Para ser valiente, una persona requiere conocer el miedo. Y para tener éxito, una persona requiere conocer el fracaso.

Es por todo esto que Eilsel ha decidido inventarse un nuevo atajo para alcanzar su meta, su sueño, aquello que lo hace feliz. Y aun cuando escucha una fuerte bocina proveniente de los autos en la calle, ignora la curiosidad de saber qué está pasando afuera y recuesta la punta de su lápiz sobre la cartulina: “moriré mañana”.

Y una vez que relee lo que ha escrito, Eilsel se pregunta si está feliz hoy para morir tranquilo mañana.

No lo está, por supuesto que no lo está, y sonríe al darse cuenta de que todavía tiene tiempo para cumplir su sueño.

Es trece de octubre y él tiene establecido morir el catorce, el quince, el dieciséis… Su muerte será rápida, no tendrá tiempo en ese entonces de revisar sobre sí mismo y ver qué hizo mal.

Y la luz de la lámpara que sigue apuntando hacia el suelo va perdiendo su intensidad hasta que se apaga por completo.

La luna menguante en el exterior se desvanece, partiéndose en centenares de pedazos que se esparcen por el firmamento bajo el efecto de pequeños puntos brillantes. Hay una sola nube esa noche que viaja en completo silencio y que va tragando los restos de la luna.

Eilsel vuelve a ignorar una bocina en las calles mientras termina de escribir sobre una hoja en completa oscuridad. En su mente yace la idea de que mañana morirá, así que debe avanzar tanto como pueda y solo concentrarse en escribir.

La nube que sigue viajando en completa soledad por esa noche se va perdiendo en el horizonte, llevándose consigo a la luna que se rompió en trozos de cristales.

A las tres de la mañana Eilsel se va a la cama y duerme. Sabe que ese día es su nuevo último día de vida, así que debe avanzar para lograr su meta.

Con este nuevo plan, la luna deja de existir y el sol no es más que un objeto que no transmite calor. Los días debieran estar avanzando como de costumbre, pero Eilsel abandona todo el exterior para no morir el día de mañana sin conseguir avanzar en la búsqueda de su sueño. Ha abandonado la universidad y la familia. De los meses que van transcurriendo, Eilsel ya no los puede contar como nuevos días puesto que el sol y la luna ya no existen. Solo hay una nube deambulando por el firmamento oscuro, tragando cada resto de lo que era una estrella o un trozo de rayo.

Y afuera, el niño lleva días recostado en la calle mientras los vehículos tocan sus bocinas para que alguien lo quite del camino. Eilsel ignora lo que está ocurriendo frente a su casa y en un instante en que sus dedos se acalambran por tanto escribir, a su mente llega el recuerdo de un columpio sonando como un chirrido. Le gustaba quedar con los pies colgando cuando era niño y que su madre lo empujara desde la espalda para sentir la adrenalina y el viento contra su rostro. A veces saltaba y veía sobre su hombro cómo el columpio aún se balanceaba de atrás hacia adelante. En esos instantes recuerda que despertaba cada mañana con la mera intención de jugar todo el día. En esos instantes no tenía por qué pensar en su futuro, ni mucho menos pensar que el día de mañana moriría. Su presente lo era todo, y la tierna imagen de un infante que añoraba pasar el rato disfrutando cada segundo se va desprendiendo, rompiendo aquellos enlaces de su pasado como la luna quebrándose en pedazos.

Ya hace varias horas que no ha visto salir el sol y no recuerda cómo era el cielo con estrellas. La única vez que decidió separar sus cortinas, solo vio una nube tragando todo a su paso y una nave cayendo en su intento de saltar al espacio.

En la calle hay un señor que camina con un reloj sin aguja. Ve al niño tendido a mitad de camino y decide sacarlo de ahí, pero su cuerpo no avanza más luego de dar un primer paso y su piel se pega a sus huesos como la ropa mojada contra el cuerpo. Sus ojos pierden el brillo y su pelo se cubre en canas, cada una cayendo y dejando su cabeza calva, para después convertirse en polvo y desvanecerse en el suelo. Otro sujeto, con traje y corbata, amplía su sonrisa hacia los conductores malhumorados.

Cubre el cuerpo frágil del pequeño niño con una sábana e invita con un gesto de brazos al resto a continuar con sus viajes sin distraerse. Mientras todo esto acontece, el vecino de Eilsel toca la batería con rabia. Lo echaron de su trabajo no hace mucho y necesita descargar su ira contra el objeto que más aprecia. Sabe que la única manera de evitar llevar su rabia a otro nivel es desahogándose de esa manera. Odia todo lo que tenga que ver con su vida, cómo llegó a ocupar un mísero lugar en su labor y cómo su jefe lo despreciaba más que al resto por ser de otra raza. Lo único que no odia es su batería, mas necesita descargar toda su ira en ella. Aun así, la vecina al frente se queja contra él y lo amenaza con llamar a carabineros por el bullicio que está metiendo dentro del barrio, despertando a su hijo de dos años siendo que ella apenas sí pudo descansar durante el transcurso del día. El vecino deja sus palillos a un lado, aun sintiendo prepotencia y más tarde, la vecina ve a su querida perra de tres años con el cuello roto frente a su puerta. Eilsel escucha el grito de espanto, pero está tan sumergido en lo que escribe, encerrado en su habitación, que ignora cuáles son los hechos y si es que acaso el niño sigue cubierto con una sencilla sábana, en medio de la calle.

Hay varias hormigas en un rincón de su cuarto, devorando los platos que él se negó a probar luego de que, cada vez, alguien entrase a su habitación para dejarle algo de comer. Dibujó un círculo en la pared hace un rato atrás y en el centro pegó la cartulina que dicta “moriré mañana”. Pero ese día aún no llega, y Eilsel cuenta los segundos que le van quedando. Le suda la frente y las manos. Ve que sus escritos ya no tienen sentido y cuando decide tomar un descanso, recostándose en su cama, sigue contando cuánto tiempo le queda de vida. La ansiedad lo ataca a tales niveles de tomar todas las hojas donde escribía y romperlas en miles de pedazos. Le queda pocos segundos y lo sabe, lo tiene grabado en la frente y solo le queda esperar a que llegue su muerte.

Una anciana atraviesa la calle ayudándose de un bastón y recoge la sábana para cubrirse del frío. Los días están cada vez más helados y hace un tiempo atrás le robaron el único abrigo con el cual cubría su cuerpo. Los autos cada vez son menos, y en el transcurso del temporizador, la nube regresa al firmamento. Las hormigas han perecido en un rincón de la habitación y el olor putrefacto de la comida inunda el espacio como un gas venenoso. La vecina aún llora por su perra, y su hijo aún llora porque quiere dormir. El vecino ha tirado su batería por la ventana y ahora los palillos los usa para golpearse reiteradamente en la cabeza, sin saber qué hacer. Y Eilsel Ogloda, sobre el colchón de su cama, en aquella habitación donde en su pared se prometió cumplir su sueño, muere por hambre, muere por falta de sueño, muere por la ansiedad y muere por esperar la muerte.

La luna vuelve a su lugar, esta vez estando llena, y espera a ver que otro individuo decida morir al día siguiente.

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