Uniforme de inmigrante

Estoy atado a una lucha absurda, cruel, en ocasiones inútil, pero es mi laberinto compartido. No soy el único que la padece porque somos miles los que luchamos en este campo de batalla injusto. No tenemos abastecimiento, cada quien se rasca con sus propias uñas y, en ocasiones, los enemigos están sentados a tu lado o a lo largo del camino dispuestos a matarte. Nadie duda en quitarte el pan de la boca y en la primera oportunidad te eliminan. La mayoría de los que viajamos aquí nacimos pobres, sin derecho al seguro social, sin posibilidad de educarnos y recibir un título profesional, sin esperanza en el futuro, sin casa y, algunas veces, sin parientes. A pesar de que todos somos personas, estamos subvaluados para los demás, es decir, los ricos, somos semejantes a los chimpancés o gorilas que sirven sólo para divertir, el único provecho que tenemos es la mano de obra barata. Nadie piensa que tengamos ni que suframos dolor, no ven más allá de nuestra cara endurecida por el sufrimiento, piensan que somos de piedra. El aspecto de nuestras manos sometidas al trabajo constante es el de dos moles pequeñas. Usamos mazos, conducimos arados. Gente como nosotros es capaz de alzar otra muralla china. Están ciegos e ignoran que nuestro cuerpo está erosionado por dentro y curtido por el hambre. La vida es así. Desde siempre ha habido pobres y los habrá porque el día en que se extingamos la humanidad desaparecerá.

Esta es la primera vez que emigro hacía los EE UU, la verdad no sé si podré llegar, estoy lejísimos y ya he pasado mi primera frontera, la de mi país. Ha sido como pasar del último círculo del infierno en rumbo al purgatorio. El paraíso está excluido. Ahora voy en el que llaman “El tren de la muerte o La Bestia” me separan de América cinco mil kilómetros. Montado en el techo de un vagón de tren de mercancías, me siento como esos hindús que se adhieren como moscas a los trenes allá en su país. En las fotografías de Internet o los periódicos se ven muy gracioso, pero cuando tú mismo lo haces sabes que puedes salir volando y ni quien se inmute. “Se cayó por idiota”—dirán cuando te vean volar por los aires y estrellarte contra las rocas, ni se persignarán, ni pedirán por tu alma y algunos se reirán de tu desgracia—un competidor menos—. Si tienes suerte te amputarán las piernas en el hospital de Tapachula y con el tiempo podrás regresar a tu país. La vida nos ha hecho así con una coraza que es una cáscara impermeable al dolor ajeno. Eso es sólo un traje de indiferencia que traes como si fuera un jorongo, pero cuando te lo quitas aparece lo humano, los recuerdos de tus hijos esperando que les des noticias tuyas, los abrazos de tu mujer al despedirse de ti llorando con odio y amor. Odio por la maldita pobreza a la que te ha condenado el país al que te diriges, también lo ha hecho tu gobierno, tu presidente y todos los diputados que se roban la plata para darse la buena vida; y amor porque se acuerda de las tortillas calientitas y los frijoles que te preparaba cuando había para comer. Te mira como preguntándote porque es así la maldita vida. “No te apures —le dices—, te prometo que volveré sano y salvo, con mucho dinero, ya lo verás”. Ella sólo llora porque conserva la esperanza, pero ahora se queda sola para luchar y no sabe cómo hacerlo. Tu hijo no levanta la mirada, siente el pesar de tu separación y rencor de que no sea él quien se vaya a montar en el tren para convertirse en héroe. Tu hija llora en silencio con unos lagrimones que le empapan el delantal. No dices nada, los abrazas y te vas con tu mochila que pesa más por el remordimiento que por las escasas cosas que lleva.

Llegas a coger el tren y sabes que tendrás cuatro semanas o más de odisea, que habrá monstruos entre los que van contigo, sirenas de patrullas y ambulancias, peligros de todo tipo. Te imaginas el trayecto de otra forma para que desaparezcan las historias de los militares inmisericordes hasta con sus propios paisanos, los ladrones, los policías, todos contra ti. Te aseguras de que llevas el dinero necesario. Los cuarenta dólares que cuesta la primera migra y el fajo de billetes bien escondido, no sabes cuántos sobornos tendrás que dar y cuánto te costará pasar la frontera. No queda ni un dólar para ti, no sabes qué comerás y cuando. Allí está el primer colador. Comienzan los días bajo el sol, se te quema el trasero como si estuvieras sentado en una plancha y sientes que te derrites, luego los vientos fríos en la sierra y las lluvias eternas que no paran igual que el tren. A veces lo pinches chamacos se duermen, unos se caen y ni quien lo note. Otros tratan de luchar contra el sueño y, cuando ya no pueden más, le piden a su compañero que los sujete bien. Lo malo es que no todos aguantan, salen volando los dos como pollos fritos. Han pasado varios días y sabemos que hay gente acomedida, gente que tiene a sus parientes del otro lado y saben lo que es sufrir, esas personas, mujeres bondadosas, nos dan bolsitas de plástico con comida y agua. Se alborota la gente. “Ahí están las señoras—dice una voz anónima—, pónganse vivos para atrapar las bolsas de comida y no las vayan a soltar, cabrones”.

Marcito, un joven de la edad de mi hijo, atrapa dos bolsas, sube contento a sentarse conmigo. No desata los nudos ciegos, abre las bolsitas con los dientes. Ve que hay comida suficiente, me da tortillas, pedacitos de carne, una botella de agua fría, al lado hay un hombre grueso serio e introvertido, nos ve con hambre y Marcio le da también de comer. No dice nada, pero el agradecimiento está en su mirada, come despacio como si quisiera alargar la comida. Gracias, Marcito, —le digo con el mismo cariño con el que se lo agradecería a mi chamaco Valentín que tiene la misma edad, dieciséis.

Le empiezo a coger cariño al chamaco. Él solo tomó la decisión de venirse. Le dijo a su familia que se iba y se puso en marcha. “Me voy pa´ hacerme hombre y mandarles dinero”—Así nomás, sin abrazos ni despedidas—. Cuando le gana el sueño lo vigilo, le ruego a Dios que no se me caiga, que no lo cojan y lo devuelvan pa´ tras. A mí, de adolescente, también me ayudaron a salir adelante. El maestro Humberto me enseñó todo lo que sé. “Eres muy serio y responsable—decía—. Lástima que no tengas donde estudiar por culpa de esta maldita pobreza”. Y se fue pobre, su familia no tuvo ni para el ataúd. Lo echaron en un hoyo envuelto en un petate. Tengo encima la mirada de Marcio, está tranquilo, soportando el calor y el hambre, llevamos dos días sin probar bocado. Pienso que tengo la obligación de velar por él, No soportaría que se me perdiera por el camino, sería como perder mi fe, pues es él quien me infunde confianza y seguridad a pesar de ser un chamaco soñador. Pobre iluso. Lo único que deseo es que, si me carga la chingada, les digan a mis hijos que fue por ellos, por darles una vida mejor, que fue la maldita mala suerte la que no lo quiso y por eso me llevo la flaca.

Ya estamos llegando a Veracruz, aquí la gente no nos quiere. Nos culpan de todo, de las violaciones, de los robos, de la basura, de las enfermedades. Cómo explicarles que vamos de paso, que se pongan en nuestro lugar. Ellos al menos tienen casa, alimento y trabajo. Nos quitan los arbustos, han dejado pelón el contorno de las vías para que nos vean los oficiales y nos atrapen rapidito si nos alejamos del tren. Hasta la iglesia cerró el albergue que tenía antes y ahora lo que menos uno desea es quedarse en Orizaba para que lo linchen, ahora nos aguantamos el hambre y dormimos con las mantas atadas.

Con cada kilómetro aumenta la austeridad, ya no tenemos selva y nos rodea el suelo árido. Ya no hay señoras con bolsitas echándonos la bendición, aquí te aguantas el calor, la sed, te aferras al fierro para no caerte por la insolación y luego el tren se para dos o tres horas y tienes que esperar. Si tienes la suerte de encontrar algo para beber o comer le das las gracias eternas al señor por ser tan misericordioso. Marcito es bastante introvertido, demasiado serio para su edad. Es inteligente por naturaleza, muy capaz. Se adelanta a los sucesos con mucha antelación, se queda viendo el horizonte y luego dice: Vamos a pasar un túnel, allí está el puente tal, en media hora se hará de noche y cosas por el estilo. Dice que sus amigos, que han probado pasar tres veces, le han contado todo y es por eso que en cuanto sospecha de algo de inmediato me avisa para estar listo.

Lo más difícil que hemos pasado es la Ciudad de México, la selva de asfalto y hormigón, enorme y peligrosa, inmisericorde y cruel con los extraños, no respeta al extranjero. Los polis son peor que un verdugo. Te patean, te escupen, te humillan y te extorsionan, tienen sed de sangre. Si logras salir vivo de la capital te puedes dar por bien servido, incluso si no llegas hasta el final.

Nuevo Laredo ya se ve como el gabacho. Gente cantando con sombrero y montados en camionetas caras, todas las canciones narran la historia de los líderes de tráfico de drogas y armas; de los buenos tiempos; de los polleros, o sea los que te pasan al otro lado; de los arriesgados y los solitarios. Hay un río que divide los dos países, del otro lado sólo está el desierto y los policías americanos. Si logras pasar y caminas las decenas de kilómetros, hasta llegar a alguna región dónde te puedan dar trabajo y no te deporten para tu país, puedes alegrarte porque has llegado al paraíso y te esperan los agricultores gringos para pagarte por tu trabajo ocho dólares la hora. Ese sueldo de una jornada en el campo será mayor que la paga de todo un mes en tu país.

“Bueno, Marcito, ya llegamos. Crúzate con cuidado el Río Bravo y no te olvides de que, para llegar hasta aquí, dejamos sin ayuda a mucha gente tirada en el camino, eran cientos de hombres, mujeres y niños que no pudieron llegar hasta aquí donde ahora estás parado. En cuanto lleguemos a la tierra prometida nos echamos a correr y nos separamos. Si no nos volvemos a ver, acuérdate de que siempre seremos amigos y si un día vuelves a Honduras, no te olvides de pasar por mi casa, ahí te estará esperando mi familia, así que ya sabes mijo, cuídate mucho”.

Le doy un abrazo y me echo a llorar, se me salen las lágrimas que no derramé por el camino, ni siquiera cuando una muchacha se cayó junto con su hermano pequeño y vimos cómo los hacían picadillo las ruedas metálicas. ¡Puta madre! ! ¿Cómo aliviar este maldito dolor que no se mitigará jamás?!

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