Se cruzó con Gilberto y no le sorprendió que hubiera vuelto del extranjero, tampoco que hubiera cambiado radicalmente de aspecto físico, ni que se hubiera hecho ingeniero fuera del país; sino que lo acompañara una hermosa mujer. Esta es Renata—le dijo con cara de satisfacción—, mi esposa. Ramón se había negado a creerlo, aunque le habían dicho sin descanso que las mujeres de Europa del Este eran guapas y esta que tenía enfrente era algo excepcional. Ella lo miraba con sus penetrantes ojos verdes y estaba inmóvil esperando que su marido se despidiera de su viejo amigo. ¿Dónde la conociste? —le preguntó olvidándose de todas las formalidades, la ética y la moral. Gilberto, que estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones decidió gastarle una broma a su amigo—. Es muy fácil, querido Ramón, tienes que buscar una mujer que tenga tres encantadores elementos que son: unos zapatos de tacón alto, alguna prenda con estampado felino y algo de encaje en la blusa o, quizás, en las medias. Si se juntan esos tres elementos puedes estar seguro de que la mujer será irresistible, incluso si la ves de espaldas. Gilberto se retiró abrazado de su mujer y le confesó susurrando el pecadillo que había cometido.

Para Ramón no fue una broma, sino la fórmula que necesitaba para alcanzar la felicidad. Mentalmente trató de citar en su cabeza a todas las extranjeras que había visto en la Plaza Mayor. Se recriminó no haberle puesto atención a los tres elementos básicos que le había revelado su hermano del alma. Se le aparecieron unas rubias de pelo liso, unas morenas con el pelo ensortijado, incluso orientales de pelo negrísimo, pero parecía que la ropa se les borraba al evocarlas. Tomó la decisión de comenzar la búsqueda ese mismo día. Vio cientos de turistas extranjeras, incluso unas más guapas que la misma Renata, pero a él le parecían inadecuadas para sus fines. A partir de ese día se arregló más, se puso unas gafas de moda y en sus paseos revisaba con atención a las mujeres que veía. Se dio por vencido unas semanas después porque no lograba encontrar a nadie que llevara encima la fórmula triangular del hechizo. Sólo en una ocasión logró aproximarse a una mujer con unos botines de tacón alto, una falda de estampados de ocelote y una blusa con unos dibujos semejantes al encaje de la lencería. Por desgracia, estaba parada en una calle famosa por sus travestidos. La decepción lo obligó a renunciar a su agobiante empresa y se resignó a prolongar su vida solitaria.

Un grisáceo sábado de lluvia se quedó en casa y puso una película. Se pidió una pizza a domicilio y se tumbó en el sofá. Aparecieron las imágenes de Bogard y la Hepburn en el filme Sabrina, la iba a quitar porque la que realmente deseaba ver era la del remake con Harrison Ford y Julia Ormond, pero se detuvo al mirar el rostro de la guapa protagonista. Despacio, le quitó el vestido ampón, le arregló el pelo y le puso una blusa negra de encaje, una falda de tigre y la montó en unos zapatos de tacón de cigarrillo. Las escenas seguían con los enviciados diálogos que había oído cientos de veces su padre y se hizo la luz. Era esa la razón por la que su progenitor se pasaba admirando a esa mujer. Tiene rostro de gata traviesa—se dijo sin poder despegar los ojos de la pantalla—. Se acercó y tocó la superficie plana del cristal para dibujar su cara. Más tarde apagó la televisión y en ese preciso momento se filtraron, por la ranura de la puerta, unas notas olvidadas. Eran los arañazos de las pezuñas de un gato en las teclas del piano, luego llegaron las sordas notas de percusión que eran como latidos del corazón y, por último, el rasgueo de una guitarra para invadir su habitación con miles de hormigas negras entrándole por los oídos. Esa marabunta le reconstruyó las imágenes de su pasado. Abrió la puerta y se encaminó hacia las escaleras de caracol. Vio una estela de mariposas efervescentes y las atrapó con su red del oído.

“Una mañana de una película de Bogart. En un país donde retrocede el tiempo, vas paseando entre la multitud como Peter Lorre contemplando un crimen. Ella sale del sol, corriendo, con un vestido de seda como una acuarela bajo la lluvia. No te molestes en pedir explicaciones, ella sólo te dirá que vino en el año del gato…”.

Era Al Stewart a quien odiaba y amaba como a su padre. Bajó con sigilo moviendo la cabeza para poder encontrar las chillonas bocanadas de un saxofón que subía de intensidad mientras el descendía. Se encontró en la calle y miró el bullicio plácido y lento de los fines de semana. Levantó la nariz y pudo sentir un cosquilleo, de pronto pasó a su lado el férreo aroma de una falda de color amarillo pardo, estaba manchada de puntos negros, el repiqueteo de unos precipitados tacones violentos, un peinado de bicho de angora o plumas cortas de pollo y unos volantes bordados lo hicieron temblar. El rayo del fiasco, en la calle de las hembras falsas, lo fulminó y pensó en aquella bruja postiza, sin embargo, las prominentes caderas aprisionadas bajo la corta falda y los bordes de las bragas marcadas en el acrílico y algodón lo revivieron. Levantó las orejas y empezó a traducir a su manera la canción de otro Stewart, esta vez Rod, que le llegaba desde un local: Da ya think I´m sexy? “Estás esperando alguna propuesta, estoy nervioso evitando las preguntas, tengo los labios secos y el corazón rebotando como tambor…”. Siguió hasta el final de las estrofas en las que el macho sexy le propone a la curiosa mujer ver una película recostados en el sofá. Se imagina preguntándole si desea tocarlo y si le parece erótico e irresistible con sus pantalones de cuero negro y camisa de seda blanca.

Ella ni siquiera lo había visto, iba ocupada en su sensual andar, rompiendo el aire a caderazos, retirando las turbulencias con las manos, mientras los mirones temblaban al manosearla con la mirada. Ramón la alcanzó en el momento en que entraba a la tienda de discos, sonaba una música de órgano de circo con una inflamable canción, el vocalista imploraba la pasional ignición del amor. Ella lo miró como lince siberiano y lo dejó hecho sal. A Ramón la sorpresa le produjo un levantamiento espiritual y un entumecimiento en el vientre. Supo que era rusa, que tenía un trabajo temporal de encargada en la tienda de música, que su cantante favorita era Zhana Aguzarova, una especie de Amanda Miguel que interpretaba en idioma eslavo una canción parecida a Mi gato y yo y, que, además, portaba consigo el inseparable maleficio de los gatos negros. Por último, le advirtió que sus antepasados, en especial las mujeres, se habían emancipado y que eso las hacía peligrosas. Ramón no opuso resistencia y se dejó engatusar. La invitó al cine. Ella aceptó chupándose los labios y le ofreció la mano para que le indicara el camino.

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