¡VAYA PAR DE COLEGAS! (relato de humor absurdo)

¡VAYA PAR DE COLEGAS! (relato de humor absurdo)

Serían poco más de las diez de la noche, cuando en un compartimento del expreso Irún-Alicante coin­cidieron los dos excompañeros.

─¡Uy! ¡Pero si tú eres Luis! ¿Me equivoco?

─No. No se equivoca, pero ¿usted quién es? Ahora mismo no caigo.

─Yo soy Antonio. Estudiamos juntos toda la se­cundaria. ¿No te acuerdas?

─¡Joder, tío! ¡Es verdad! ¡Si estás igual, igual! Pero dime, ¿qué es de tu vida?

─Ahí ando. La verdad es que no se puede decir que haya tenido mucha suerte. Siempre a salto de mata.

─¿Fuiste a vivir al campo o qué?

─No. ¿Por qué lo dices?

─Lo digo por lo de las matas.

─Déjalo ─se rindió Antonio, acordándose de cómo ya en la mili su compañero sufrió un arresto por no haber sabido interpretar correctamente la frase de su capitán: «No dejen ningún cabo suelto»─. ¿Y tú qué?, ¿conseguiste trabajo? ─se interesó.

─Bueno, alguna cosa hubo. Estuve algún tiempo embarazado…

─¿Cómo dices? ─interrumpió sobresaltado An­tonio.

─Quiero decir que estuve trabajando en un bar.

─¡Ah! ─se tranquilizó el otro. Quieres decir que estuviste en un bar enzarzado. Pero sigue contando…

─Después hice de todo: extra de cine, mozo de carga… Tirando como he podido.

─Pues yo he andado parecido. Eso sí. Elaboré un plan, que a punto estuve de entrar a trabajar de con­table en una empresa.

─¿Tú de contable? Cuenta, cuenta…

─En la puerta del local donde se celebraba el examen, coloqué un letrero anunciando que la prueba se había trasladado a otra dirección. Y en ese otro punto, un compinche mío iba comunicando a los que llegaban: «Señoras y señores, como hemos tenido que cambiar el lugar del examen a última hora, y puede haber gente despistada, hemos resuelto re­trasar el ejercicio dos horas; así que les recomiendo que se vayan a tomar un café antes de iniciarlo». Y, mientras todos se tomaban ese café, un miope, que no vio el letrero, y yo, nos presentamos a por el puesto de contable.

─¿Y qué pasó?

─Que una pregunta decía: «¿Qué es abonar?». Y yo puse que abonar era echar abono; y claro, le dieron el puesto al miope.

─¡Jo, qué burrada! ¿Cómo pudiste decir que echar a Bono? ¡Está claro que si te metes en política…! El caso es que yo también tuve mi oportunidad ─explicó Luis─. Leí en el periódico un anuncio que de­cía: «Mándeme treinta euros, y le diré cómo hacerse millonario». Envié los treinta euros al apartado de co­rreos señalado, y al poco tiempo recibí una nota que me indicaba: «Haga lo que yo».

─¿Y lo hiciste?

─Pues me dije: «¿Por qué no? Si a este imbécil le ha funcionado, a mí, por qué no».

«Pues porque tú eres todavía más imbécil», pensó para sí Antonio.

─Así que alquilé un apartado de correos y me puse manos a la obra.

─¿Y te contestó mucha gente?

─La mera verdad, no lo sé. Debí poner mal el número de apartado en el periódico.

─Perdona que te lo diga, Luis, pero tú y yo so­mos dos cenizos redomados. Fíjate. Hubo una tempo­rada en la que me dediqué a colocar carteles publici­tarios en la calle; y en cierta ocasión, una empresa que se dedicaba a lo mismo, tapó con los suyos todos los míos. Mi cliente no me pagó un euro por aquel tra­bajo, y yo juré vengarme de aquella empresa. Pasadas unas semanas los vi trabajando junto a una pared. Aprovechando que tenían la furgoneta abierta, les sustraje de ella todos los carteles, y posteriormente les mandé un anónimo diciéndoles que si los querían recuperar, me tendrían que pagar los trescientos eu­ros que yo había dejado de cobrar por su culpa.

─Pero al cobrar te exponías a hacerlo en otro tipo de moneda, ¿no?

─No. Porque yo tenía un plan perfectamente elaborado. Les decía en la nota que dejaran el dinero un día concreto y en un libro concreto de la Biblioteca Municipal. Por supuesto, el libro seleccionado era el más raro que te puedes imaginar, para que nadie lo cogiera antes que yo: «La arquitectura mesopotámica en el siglo L a. C.».

─Ya ─interrumpió Luis─. Pero ese día estarían vi­gilando el libro…

─¡Que no! ¡Que no! ¡Que el plan era perfecto! Yo no aparecí en la biblioteca hasta que esta estuvo ya cerrada. Entonces llamé a la puerta y pedí permiso para entrar un minuto con la excusa de haber olvidado unos apuntes…

─¡Jo, tío, no te creía tan inteligente! ¿Y cobraste el rescate?

─¡Qué lo voy a cobrar, si con todo lo raro que era el libro, lo acaban de prestar esa misma tarde!

─¡Si ya lo decía mi madre…!

─¿Qué decía tu madre?

─«Estudia arquitectura, que eso sí que deja di­nero».

─¿Y la estudiaste?

─No. Estudié algo de electricidad, y me presenté en una casa en la que buscaban un linternero. ¿Pues te quieres creer que en aquella casa no había más que grifos goteando y ninguna linterna?

─¿Y no le dijiste nada a la dueña?

─Yo le preguntaba: «Señora, ¿dónde están las linternas?». Y ella me respondía: «¡¿Es que no tienes ya bastante luz, desgraciado?!». Y como no nos entendía­mos, tuve que dejar el trabajo.

─Algo parecido me sucedió a mí ─corroboró An­tonio─. Me presenté a un trabajo en el que solicitaban fresadores; pero allí no había ni una jodida fresa. Solo máquinas y piezas de metal. Vamos, que lo dejé el primer día.

─Pues mira ─repuso Luis─. Yo ayer mismo re­nuncié a mi último empleo.

─¿Y eso por qué?

─Porque era para un puesto de carga y descarga en el muelle, y me comunicaron que tenía que llevar un buzo. Y yo me dije: «Si hay que tirarse al agua, que le den por saco». Y ni me presenté.

─Sería por si se caía algún paquete. Y a propó­sito, ¿te casaste?

─Con esta vida que he llevado y con los precios de los pisos, ¿cómo me iba a casar? ¿Y tú?

─Es verdad ─respondió Antonio, mientras pen­saba: «Pero sobre todo con lo antiestético que eres»─. Yo tampoco me casé; pero estuve a punto de hacerlo. Tenía novia y todo, pero el primer día que tuvimos relaciones, me dije: «O tiene más pelos que una mona o esto no es una tía».

─¿Y qué era?

─Un guardia municipal de Ciempozuelos.

─Salió Luis al pasillo, tratando de disimular la risa, y entrando de nuevo al compartimento, anunció:

─Me parece que viene el revisor. ¿Sabes a quién se parece?, a don Matías.

─¿A qué don Matías?

─¿Cómo que a qué don Matías? ¡Pues al director del colegio!

─¡Si el director del colegio se llamaba don Joaquín!

─¿Pero tú a qué colegio fuiste?

─Al mismo que tú, ¿no?, al Corazón de María.

─¡Si yo fui a La Salle! ¿Tú no eres Antonio Pérez?

─¡Qué va! Yo soy Antonio Ruiz. ¿Y tú no eres Luis Sáez?

─No. Yo soy Luis Medrano.

En aquel momento interrumpió el revisor:

─¡Billetes, por favor! ─y tomando el de Luis, aseveró:

─Me temo que se ha equivocado usted de tren. Este va a Alicante, y no a La Coruña.

─¡Es que así no se puede! ─bromeó Antonio─. ¡Hay que fijarse bien antes de subir! ¡No se pude mon­tar uno en el primer tren que ve! Luego pasa lo que pasa. ¡Mira el mío! ¿Qué dice?: A-L I-       C A N-T E, dele­treó con sorna.

Tomó el revisor su billete, y le dijo:

─Señor. ¡Pero si su tren era para el día 20, y hoy es 21!

Unas horas después, los dos amigos pasea­ban por los andenes de la estación de Pamplona. A la mañana siguiente, tal y como les había indicado el re­visor, debían acudir a la ventanilla con sus respectivos billetes para solventar los inconvenientes surgidos.

─La cosa es que desde hace un par de años me encuentro un poco deprimido y tengo algunos pro­blemas con las tripas ─confesó Luis a su amigo.

─¿Y qué te dice el médico?

─El  psiquiatra me dice que estoy deprimido por esos problemas estomacales que arrastro.

─¿Y el del estómago?

─Es una doctora, y me dice que tengo problemas estomacales porque estoy deprimido.

─¿Y no le explicaste de nuevo al psiquiatra?

─Sí, comencé a hacerlo; pero me corté porque ¡estaba con un genio…!

─¡Joder, pues haberle preguntado al genio! Se­guro que te lo hubiera solucionado.

─Mira, en aquel momento no se me ocurrió la idea…

─Yo también tuve mis problemas con un su­puesto experto financiero ─apuntó Antonio─. Junté unos ahorrillos de doce mil euros, y este experto, al que nunca olvidaré porque era bizco, me recomendó que los invirtiera en acciones de la Telefónica: «Ahora es el momento», me aseguró: «Si no se doblan en un año, me saco el ojo que me queda». Le hice caso, y vino toda la crisis de las empresas tecnológicas, y al final solo pude recuperar tres mil euros de toda la in­versión.

─¿Y el experto?

─Ahora vende cupones de la ONCE.

─Yo de la bolsa no me fio ─replicó Luis─. Pero fíjate. Una adivina me ha dicho que estas navidades va a caer el gordo en La Coruña en un número terminado en seis, y a eso iba.

─¿Y tú crees en eso?

─Ya lo creo. El año pasado soñé que compraba lotería en un estanco de mi barrio.

─¿Y te tocó?

─No. Pero la compré. Soñé que la compraba, y la compré.

─Yo nunca he creído en esas cosas. Siempre me decía que si uno quería ser algo en la vida, tenía que apuntarse a unas oposiciones y estudiar duro.

─¿Y por qué no lo hiciste?

─Porque me lo decía, pero nunca me escuchaba.

─¿Y ahora?

─Ahora sí. Con el tiempo uno madura y aprende a escuchar a los demás, y a escucharse a sí mismo, que es más importante.

─¿Y entonces, qué?

─Que ahora ya no me lo digo.

─Pues yo de joven siempre procuraba escuchar a mis mayores.

─Hombre, yo también. A mí me decían: «A las diez en casa», y a las diez menos cinco estaba allí como un reloj. Claro, que del día siguiente…

─Volviendo al tema de los misterios ─retomó Luis─, algo tiene que haber; mira, cuando era pequeño me tragué accidentalmente una moneda de un duro, y a los dos o tres días, al hacer de vientre, en vez de echar el duro, eché una peseta.

─¿Y eso te extraña? Sería por la inflación. ¡Como tardaste tanto tiempo en cagar…! A mí lo más raro que me ha pasado fue un día muy caluroso; a la noche abrí todas las ventanas de mi casa para que se refres­cara y, mientras lo hacía, mentalmente, me dije: «Que corra el aire», y justo en ese momento oí que en la televisión alguien decía esa misma frase. Siempre he tenido la duda de si fue casualidad o hubo algo más.

─Eso no es nada. Yo una vez en un partido de fútbol grité: «¡Gol!», y treinta mil personas gritaron: «¡Gol!» al mismo tiempo.

─¡Y eso ¿qué tiene de raro?, si fue gol…!

─No hubiera tenido nada de raro de no ser porque estábamos en el descanso.

─Bueno, al final tampoco ha sido para tanto. En una hora nos cambiarán los billetes y santas pascuas.

Luis, que llevaba un rato pensativo, repentina­mente soltó un alarido:

─¡Maldición! ¡Todo me tiene que pasar a mí! ¡Me he dejado el billete en el tren!

─¡Ja, ja, ja! ─rio triunfal Antonio─. ¡Que no se puede andar así por la vida! ─y mostrando el suyo a su amigo, comenzó a deletrear con la misma sorna que la noche anterior─, ¿qué pone aquí?:        LA -C O-R U … ¡Me cago en la leche…! ¡Algo ha pasao!

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