Estrellas fugaces.

Es triste saberse desdichado.

Es triste, tristísimo sentir un agujero aquí dentro: en el pecho.

Yo te quería de verás ¿sabes?

Te quería, pero no como la gente común y corriente sabe querer. Te quería de una forma tan torpe, querido, tan enrarecida, tan apocada, dispersa y deformada que tú ni cuenta te diste de las brazadas que daba en el océano del desamor… Se me aguaron las emociones, se sofocaron los sentimientos, todo, todito, todititos los bichos de los enamorados murieron ahogados y ahora, en esa maldita agua salvaje están los cuerpecitos fríos y desarmados de los jodidos insectos.

Malditos sean.

Malditos sean los miedos, los traumas, las ganas torpes y sonsas de autodestruir todo lo bonito que comienza a crecer en mi mundo, porque la costumbre de perder no me deja actuar de otra forma. Es que por la habitación de mi vida la gente entra y sale y entra y sale y entra y sale…y yo, siempre me quedo. Y no es que yo le ande reclamando al destino, porque soy experta en hacer reclamos ridículos a veces sólo por la fascinación idiota de molestar al mundo. No, acelero a velocidad suicida las despedidas, la gente transita por mi vida de forma tan precaria, tan cortita, tan efímera, que pido deseos, así como uno hace con los cometas cuando descuartizan el terciopelo negro de la noche.

¿Y qué le pido a la vida? ¿Qué le pido a los cometas que decoran el terciopelo oscuro de mi mundo?

A veces pido que los malditos cometas se dejen de joder, que me dejen en paz de una vez por todas, que las puertas de mi habitación se vuelvan herméticas, y ninguno, nadie, pueda cruzar, nunca. Pero, hay otras noches, en que deseo, que te cueles por las ranuras de las ventanas, que como el viento te escabullas por los agujeritos de la puerta, hay noches en que deseo que te quedes… aunque sea por seis o tres o dos segundos, pero que te quedes en mí.

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