En pleno centro del Casco Antiguo se encuentra la Plaza de la Revolución. Es un cuadrado perfecto con el estilo urbanístico de los años cuarenta, las preciosas casas de fachadas de piedra gris y los balcones de hierro forjado.

Bordeando toda la plaza, los pórticos abovedados dan resguardo a tiendas y comercios con solera, muy prósperos en los años sesenta y paso obligado de turistas en la actualidad.

Los estancos con mostradores de madera recia custodiando en su oscuridad el olor de puros habanos, los mecheros de mecha y el tabaco de liar.

Las cafeterías de pequeñas mesitas de mármol y de paredes decoradas con azulejos en color blanco y azul náutico.

Las mercerías con manteles de encaje de bolillos y vainicas. Las tiendas de velas de cera e imágenes de santos. Las librerías…

En la zona de pórticos que es más soleada reza un cártel algo pretencioso, LIBRERÍA IMPERIAL SEVERO CONDE E HIJOS.

El local tiene dos escaparates con ventanas en forma de ojiva y motivos arabescos, donde los libros se acomodan lánguidos como grandes lagartos al sol.

El dueño es un vejete repeinado y enclenque que tiene fama de tacaño entre los que lo conocen.

En un alarde de esperanza hizo poner en su negocio “SEVERO CONDE E HIJOS”.

Es un acto de fé de los memorables teniendo en cuenta que ya va para los setenta y nueve años, nunca se ha casado y no ha tenido hijos.

Por contra, Dios le dio un sobrino nieto que bien mirado vale por tres hijos. El sobrino se llama Carlos Conde , CeCé para los amigos.

Es el hijo huérfano de su sobrino carnal Francisco Conde, que él ha criado, pulido y enseñado el oficio desde que tenía trece años.

CeCé ahora tiene veintitrés. Se acomoda un día tras otro en la banqueta alta detrás del mostrador. Lleva la contabilidad, las facturas y los pedidos de la vieja librería.

Su formación es casi autodidacta, pues el tío lo sacó de la escuela apenas cumplidos los catorce.

Aprendió por fuerza de los libros que siempre ha consumido sin filtro ni prudencia. Ahora, Carlos Conde, alias CeCé, está amargado y aburrido.

Lleva desde los trece años trabajando mañana y tarde sin un sueldo, alimentado con la promesa de una herencia que no llega.

El viejo tacaño no se acaba de morir y gasta todo su dinero en su pasión: coleccionar reliquias impresas de gran valor.

En la trastienda de la librería tiene una cámara blindada donde guarda con reverencia un incunable, un precioso Libro de Horas bellamente ilustrado, así como primeras ediciones de otros libros, mapas antiguos y grabados.

—Carlos, hijo, todo lo que aquí se guarda algún día será tuyo.

CeCé piensa cabreado “Mejor págame un sueldo”.

Ve con rabia como sus amigotes fardan de autos nuevos y gastan billete con las novietas de turno.

—Toma Carlos, tu paga de este mes.

Y el viejo le suelta un billete de cincuenta euros con el que CeCé no tiene ni para cerveza.

Cuando cumplió los dieciocho, el tío se ofreció a comprarle una moto.

La imaginación de CeCé se disparó pensando en una sublime máquina de metal rugiendo entre calles con él encima.

Porque CeCé es un loco de las motos y los coches deportivos.

Su sorpresa fue más que mayúscula cuando la recogieron en la tienda. Era poco más que una bicicleta con motor y rueda estrecha. Con un motor que sonaba como un moscardón cabreado. Y eso si le daba caña.

Del otro lado de la Plaza de la Revolución, está el aparcamiento de la universidad privada Román de Alvarado, donde los niños pijos universitarios aparcan sus deportivos de rueda ancha y sus motos de gran cilindrada.

CeCé muere de la envidia. CéCé es un cuervo atrapado en una rama viendo suculentos campos de maíz a los que no puede llegar.

El viejo ni se entera.

Se calza sus guantes blancos y como un ladrón en un museo, toca con reverencia todos sus tesoros, los limpia, los restaura, los envuelve…

Abre de vez en cuando paquetes misteriosos y quince minutos antes del cierre se va marchando para subir a su paso las callejas en cuesta del Casco Antiguo que llevan a su casa.

Vive con CeCé en un pisito de los de techos altos con molduras y paredes blancas en pie desde hace más de un siglo.

Hay tres únicas bombillas para toda la casa. El viejo es ahorrativo. Va pasando la luz de estancia en estancia según la necesidad.

La fruta se compra por piezas. Dos cada día. La cocina de hierro se enciende con el cartón reciclado y las astillas de cajas de frutas que recogen de los contenedores de al lado del portal.

La nevera tiembla de soledad y frío por el abandono al que la tienen sometida.

CeCé está harto de los pantalones de tergal , los chalecos del siglo pasado y las camisas con cuellos de los ochenta que el viejo se empeña en comprar en tiendas de ropa de segunda mano.

Y el hombrecillo absurdo no se muere.

—Todo esto será para ti un día, Carlos. Es un negocio rentable, podrás vivir muy bien. Te casarás y enseñarás a tus hijos el oficio.

CeCé piensa que ni muerto. Ya sabe que el negocio es rentable, la contabilidad la lleva él. Pero maldito viejo, ponme ya un sueldo — piensa — ¿Cómo me voy a casar si no tengo los medios ni para ligar?.

Desesperado se consuela mirando por internet catálogos de motos, leyendo revistas, investigando. Sus sueños son tan grandes que ya no caben en su cerebro y le acaban poniendo dolor de cabeza.

Llega el invierno y uno de los días en los que el viento y el aguanieve castigan de verdad, el vejete decide irse antes a casa.

El día es el más propicio para coger un taxi en la puerta de la Imperial. Pero el vejete tiende más a lo tacaño que a lo propicio y sube andando hasta el pisito.

El agua que baja por las cuestas le moja los pies y el aguanieve toda la ropa hasta los calzoncillos. Para cuando el hombrecillo llega arriba ya le acompaña una señora pulmonía.

CeCé regresa a casa después del cierre y el silencio lo pone sobre aviso. El viejo siempre tiene la radio puesta, un poco alta porque está algo sordo. Pero hoy lo encuentra sentado en su butaca, envuelto en una gruesa manta y con tiritona.

CeCé llama al médico, un viejo amigo del tío que ya está jubilado. El hombre, sabedor de que no va a cobrar nada por sus servicios, le dice al joven que no sale de casa con ese día de perros, que se lleve al Seve al hospital.

CeCé entonces llama un taxi y literalmente carga con el viejillo escaleras abajo cinco pisos porque no hay ascensor.

Diagnóstico: pulmonía y dada la edad del paciente lo dejan ingresado.

CeCé ya se ha hecho con la billetera del viejo para pagar el taxi y de paso algo más de efectivo para comprar comida y algún capricho.

El enfermo tiene fiebre y su cuerpo menudo se pierde dentro de una bata de hospital. Los próximos ocho o diez días CeCé estará solo en la Imperial, sin nadie que lo controle.

Hace ya un tiempo que su cabeza maquina algo y no es muy bueno. Es el momento en el que va a  cobrar todos sus sueldos impagados.

Los ojos le hacen chiribitas pensando en el valor numérico-monetario del incunable que el anciano guarda en la cámara blindada y del que sólo él conoce la existencia.

El libraco está en busca y captura por los coleccionistas de medio mundo, desesperados porque no saben dónde se oculta.

Ya se ha fijado con anterioridad que el viejo tiene un ritual concreto cada vez que va a la trastienda y a la cámara acorazada.

Y es que parece encomendarse a Dios leyendo una oración de un gastado Misal que guarda al lado de la puerta. Como CeCé nunca lo ha tenido por un cristiano devoto le da por pensar que quizás la combinación de la puerta blindada esté escondida en el Misal.

Y ¡bingo!, en la contraportada interior del librito encuentra unos números que pueden coincidir.

Decide hacer la prueba después de cerrar por la tarde y efectivamente la puerta se abre como la cueva de Alí Babá con todos sus tesoros.

Pero a CeCé aún le queda un poco de conciencia. No le gusta la palabra robar prefiere usar la de intercambiar.

En su casa tiene algo que para él es muy valioso. Lo va a intercambiar por el incunable del viejo.

Sabe del valor de mercado de la joya y después de varios intentos y no menos regateos, concierta un encuentro discreto fuera de la ciudad con un conocido coleccionista y erudito inglés, que además está forrado.

El tipo acude con su abogado que tiene pinta de mafioso y una maleta llena de dinero. El intercambio se hace rápido sin papeles y sin testigos.

La maleta con el dinero pesa lo suyo, pero CeCé se siente más liviano que nunca.

Esconde el dinero en un armario en desuso del cuarto de limpieza, después de tomar un buen fajo “para gastos”.

Nueve días después recoge a su tío en el hospital .El viejillo se ve muy enflaquecido y avejentado y más amarillo que un ramillete de mimosas. Lo primero que le pide a CeCé es que le devuelva la billetera.

El joven ha tenido el buen sentido de reponer el dinero que había tomado “prestado».

Ha comido a cuerpo de rey toda la semana: un chuletón que le supo a gloria, bacalao, lubina y marisco. Ha ventilado bien la casa porque el olfato de un tacaño tiene mucha imaginación y largo alcance. Y el marisco huele, ya se sabe.

El vejete se aprieta una sopa hecha con zancarrón y garbanzos que lo eleva por encima de los cinco pisos.

Para que no sospeche CeCé le dice que una vecina la ha hecho especialmente para él, para que se recupere. En realidad la ha comprado en un restaurante “de los buenos” del centro y ha pagado tirando de efectivo.

En casa, tranquilo, el viejo tío se dejó mimar por ocho días más. CeCé le pela una manzana, le arregla los almohadones, le pone la tele o le hace una infusión de manzanilla y miel.

El anciano le da palmaditas en el hombro y le dice:

—Buen chico, eres un buen chico.

—Claro, piensa CeCé, yo siempre siendo un buen perro. Verás cuando te enteres de que no soy un perro, sino una serpiente.

A los ocho días, el enfermo quiere bajar a sus dominios. Tiene mono de trastienda, de manoseo de sus tesoros.

CeCé le pide a un amigo que los baje con el coche. No es cosa de traer al viejo dando tumbos en la motocicleta.

El anciano se mueve lento. Aún está débil pero con la voluntad suficiente para ir a lo suyo.

Y lo suyo es ir derechito a recrearse con sus antiguallas.

Cuando abre la caja especial donde guarda el incunable y desenvuelve el paño de terciopelo que lo resguarda, le da tal pasmo que se queda paralizado y sin habla, con movimientos espasmódicos como un epiléptico.

CeCé lleva dos horas en la tienda esperando que en cualquier momento el viejo salga lanzando aullidos. Pero todo es silencio.

Cansado de morderse las uñas por los nervios, cierra por dentro el local y va a ver qué es lo que tanto retiene al otro allá detrás.

Encuentra al viejo articulando sonidos ininteligibles, el cuerpo en tembleque y los ojos desorbitados, como el que sufre un ataque de pánico.

La caja del incunable está caída en el suelo. CeCé la levanta y comprueba con una sonrisa que la pieza de intercambio que colocó allí días atrás sigue intacta.

Es una edición especial de un tebeo de Mortadelo y Filemón de la conocida Editorial Bruguera, de alto valor sentimental para él porque era un regalo de su fallecido padre.

Dentro de sus páginas los personajes, viejos conocidos de varias generaciones de lectores, interpretan en viñetas divertidas y variopintas historias.

A día de hoy no le resulta difícil imaginar a unos Mortadelo y Filemón, unos Pepe Gotera y Otilio sufridores de las triquiñuelas de  un Carpanta con más hambre que vergüenza.

—Vaya, tío Seve ¿Y esto era el incunable?.

El viejo redobla sus esfuerzos por hablar y moverse, pero sin éxito. Los ojos se le cierran y la cabeza cae hacia un lado como una marioneta mientras convulsiona.

CeCé corre otra vez con él al hospital. Le ha dado un ictus.

Componiendo una expresión de angustia, le dice a la enfermera.

—Si, ya le dije yo que no estaba para salir de casa aún, que estaba muy débil, pero no me hizo caso.

Y la enfermera asiente, comprensiva.

Después de un largo tiempo, Don Severo Conde vuelve a casa. Ha conseguido recuperar la movilidad del brazo derecho pero no el habla. Y la memoria se le ha borrado casi por completo.

CeCé guarda la maleta con el dinero en su cuarto y a todos los vecinos del edificio con los que se encuentra les dice lo mismo. Que dado que el tío se ha puesto tan malito quiere buscar un piso en la parte nueva de la ciudad cerca del hospital, con ascensor y todas las comodidades que el pobre necesita.

Tiene unos ahorrillos y los va a emplear para que los últimos años del tío sean de lo mejor.

Todos asienten. ¡Qué buen chico este Carlos. Mejor que si fuese su hijo!.

Así CeCé pasa a ser el propietario de un flamante ático en la parte nueva de la ciudad.

El piso dispone de una gran terraza donde saca al viejo a tomar el sol y ver las montañas de la sierra cercana. Tiene además su propio gimnasio y un frigorífico de dos puertas lleno con todas las exquisiteces que le apetecen.

Una señora cuida al abuelete las horas que él está fuera de casa.

El viejillo lleva pijamas de franela y batín de seda la mayor parte del tiempo. Ha engordado y su cara luce sonrosada y saludable.

Dos días a la semana CeCé va a comer a un restaurante con estrella Michelín donde le retiran la silla, le dicen Sr. y de Usted.

Se permite ser condescendiente y responder con una sonrisa

—No me llames Sr. que aún soy muy joven. Los amigos me llaman CeCé.

Visita las discotecas de moda ataviado de Armani. Todas sus camisas lucen algún anagrama molón en la pechera y sus jeans son “de marca”, con los bolsillos bien grandes para que entre la llave de su último deportivo, el de color rojo. Ya no se junta con sus viejos colegas.

Ha ido a RICKY,S PELUQUERÍA UNISEX donde los influencers de moda se dejan peinar.

Ricky, antes Ricardito, oriundo de Villanueva del Alfajar, lo recibe en la puerta y le dice hombretón y guapetón mientras le toca el antebrazo.

Le corta el pelo a surcos, como en un campo de cereal , con cuatro mechas como mazorcas en el tupé, por todo lo cual le sopla trescientos euros. Precio especial por ser nuevo cliente.

También ha ido a ponerse un piercing en la oreja derecha. El maldito agujero se le infectó y la oreja se le puso del tamaño de un zapato por más de quince días.

En una reciente subasta se ha comprado una Harley de segunda mano, pero que parece nueva.

La deja en el parking de los niños pijos de la universidad.

La majestuosa máquina brilla tanto al sol del mediodía que parece un espectáculo de rayos láser.

El cartel de la Imperial y el local en sí han sido remodelados. Ahora se llama CECÉ CAFFÉ y es un lugar de encuentro de universitarios con zonas de descanso y chillout, sin trastienda ni cámara blindada. En su lugar ha creado un espacio insonorizado con buen internet y mesas donde los estudiantes preparan sus exámenes.

Todo lo de valor del viejo está en una caja de seguridad del banco. Allí también guarda el maletón con el dinero.

Tiene una cuenta de ahorro discreta para no llamar la atención, pero sus recursos monetarios son casi ilimitados.

CeCé es ahora el Relaciones públicas de la vieja Imperial reconvertida y tiene dos empleados. Su función principal consiste en fichear a las chavalas y tomarse algún que otro cappuccino para entretener la mañana.

El abuelete, ajeno al mundo disfruta de una buena vida con Home Cinema en el salón del ático para ver sus programas favoritos (le siguen gustando los documentales de Historia del National Geografhic).

Todos los fines de semana para CeCé es de obligado cumplimiento coger el coche, el discreto, un pequeño Fiat y llevar al viejito a merendar a la Alameda.

El hombrecillo se pirra por el chocolate con churros y la tarta de queso.

Si se topan con algún conocido de otra vida, porque la ciudad es grande, pero no tanto, contesta con agrado y simpatía a sus preguntas,

—¿Y cómo sigue Don Seve?.Se le ve muy saludable.

_Si,_ contesta CeCé,_ tiene muy buena salud dentro de lo que cabe para su edad. Lo cuidamos y lo queremos mucho.

El conocido de turno se aleja pensando en lo buen chico que es el chaval, mejor que cualquier hijo.

CeCé se recuesta en la silla de la terraza, relajado, porque la vida es bella.

¡Ay incunable, bendito seas dondequiera que hayas ido a parar!.

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