Poeta Ignoto

Me encontraba sentado al filo de un balcón con una libreta a mi lado y una pluma estilográfica encima, viendo lo que sería mi último ocaso. Desde aquí comprendo que Dios eligió el cielo porque de lo alto todo parece insignificante y te convierte aunque sea por unos segundos en alguien frívolo. El paisaje denotaba una combinación de colores que se mezclaban en el cielo tan exquisito que casi podías saborearlo.

Una pequeña multitud permanecía expectante en la planta del edificio, observándome. Disfrútalo – dije. Quizás sea el único momento de tu vida en el que te lleves los focos. Tomé la libreta que estaba a mi lado. Leí cada verso trazado en sus páginas en las que me había dejado el alma. Con mi dedo repasaba suavemente los rastros de tinta, como si los estuviera reescribiendo. Había pasado tanto tiempo escribiendo que a veces me olvidaba de porqué lo hacía. Pero a estos momentos, cercanos al final de todos los momentos, se les atribuye el hecho de rememorar todo lo vivido.

Yo siempre creí que después de la tormenta viene un cielo beatífico y un Dios sonriente. A pesar de todo lo malo que le podía pasar a alguien, vendría algo para compensarlo. Como los dulces que me regalaba mamá luego de tener una de sus ya tradicionales trifulcas con mi padre. Con tan solo siete años yo ya estaba presenciando como el primero de mis sueños se desmoronaba como castillo de arena cuando el mar barre hasta los cimientos de éste. Una noche oscura, donde las nubes tapaban por completo la tenue luz de la luna, me encontraba en un rincón de mi habitación jugando con uno de mis juguetes que representaban otro de aquellos cielos posteriores a una riña de mis padres, escuchando como otra vez se empezaban a gritar y a lanzar objetos.

Recuerdo que me asomé un momento a la habitación de mis padres, con la intención de servir como un mediador de aquella pelea. Al instante que mi padre sacó una pistola del armario salí corriendo por el pasillo, me tapé los oídos y cerré los ojos. Eso no evitó que escuchara los siete balazos que recibió mi madre, uno por cada año que tenía. Corrí despavorido hasta chocar con la gran biblioteca que le perteneció a mi abuelo. Nunca la había notado a detalle hasta ese momento, me quedé fascinado con la variedad de títulos que se leían en los lomos. Uno de ellos llamó mi atención, era el más pequeño de todos, como yo, y estaba oculto en un rincón. Lo tomé y recé su portada: Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda.

Cuando llegó la policía encontraron el cuerpo de mi madre tendido sobre el lecho que compartió durante años con su asesino. Mi padre, consumido rápidamente por la culpa, se voló los sesos con aquella misma arma. Los oficiales me encontraron en mi habitación con aquel poemario abierto entre mis manos. Su desconcierto al observarme tranquilo, leyendo, ajeno a lo que acababa de pasar, les dio un escalofrío. Llegaron a considerar que tal vez yo había cometido el homicidio. Lo cierto era que yo ya no me encontraba ahí cuando mi padre se había suicidado, recién me enteré en la comisaría cuando un policía me dio la noticia, yo estaba en un otoño lejano observando como hojas caían en vaivén a un lago pintado por los versos de Neruda. Leí y releí ese libro al punto de saberlo de memoria.

Estuve en la comisaría un tiempo, durmiendo en un butacón en la oficina del Capitán y comiendo lo que me invitaran los oficiales. A finales de mes planeaban llevarme a un orfanato, sin embargo un policía, partícipe del encuentro en mi casa, decidío ser mi tutor. Nadie en la comisaría comprendía el porqué me había adoptado, yo tampoco lo supe hasta años más tarde.

El señor Victorino Vásquez perteneció al cuerpo de la policía desde que tan solo tenía diecisiete años. Enlistado por su padre, como en aquel tiempo era tendencia, entró siendo uno de los más revoltosos causando problemas con su sola presencia, llegándolo a acusar de no tener madera ni para ser un guachimán. Sin embargo, el tiempo y sus acciones demostraron todo lo contrario. Llegó a ser perteneciente a los destacados de la ciudad en cada una de las pruebas que se le ponían en frente sin apagar esa llama rebelde que poseía por dentro. Un chico prometedor para el rubro se avecinaba a sobresalir y llegar más lejos de nadie. Eso se habría cumplido si tan solo la envidia no envenenara este mugriento planeta. Sus superiores no le dejaron avanzar, poniéndole excusas sacadas del aire. Intentó cambiarse a la escuela de oficiales, a la marina e incluso a la milicia. Todas aquellas entidades le negaron el acceso. Trató de todo para combatir a aquellos que no lo querían ver triunfar, pero contra más avanzaba su edad, la llama que lo caracterizaba se iba apagando, llegando al punto de resignarse a su realidad.

Cuando vi por primera vez su pequeña casa se veía tan parca como su alma. La razón por la cual me había adoptado, era porque se sentía mísero y solo. No contaba con familia, ni amigos, en ese momento solo me tenía a mí.

La penuria en aquellos años, se había alejado. A pesar de ir a la escuela, normalmente no prestaba atención a ella, yo me dedicaba más a leer poemas o novelas. Debido a eso el señor Vásquez me compraba bastantes libros. A él nunca le interesaron, pero de igual manera me los daba y se sentaba en su gran sillón escuchando las historias que yo había leído o los versos que me había aprendido.

Recuerdo la noche en la que le confesé al señor Vásquez que yo quería ser un escritor, bueno, un poeta para ser más exactos. Él me miró con ojos melancólicos, observando el reflejo de sí mismo hace ya muchos años, me tomó de ambos brazos y me dijo: Y serás el mejor escritor que el mundo haya conocido. Su mirada parecía haber penetrado en el tiempo y haber viajado al pasado. Por más que te digan que no, cumple tus sueños, hazlo por los dos – dijo regalándome un abrazo sin soltar el pensamiento de que se hablaba a si mismo.

Meses más tarde me regaló una estilográfica que rezaba mi nombre en letras doradas. Con el cual, más adelante, escribí todos mis poemas.

Nunca fui a la universidad o no de la manera que hubiera deseado. No pude pasar los exámenes finales de la secundaria, tampoco lo llegué a intentar más adelante. Cada que lo recuerdo me excuso diciéndome que nada de lo que ofrece la universidad me serviría realmente en mis ambiciones. De igual forma acudía desde lo lejos, me sentaba durante horas observando la frontera entre la ciudad universitaria y el mundo de los tontainas.

Yo acudía cada tarde, en la hora en que muere el sol, a observar como salían todos de sus facultades. En un principio solo era para saborear lo que yo nunca podré tener, o lo que pude haber tenido. Luego se convirtió en una especie de cita. Cuando la vi aparecer por primera vez ante aquel portal de la sabiduría los siguientes días ya no pude dejar de notarla. Largas cascadas de cabellera morena ondeante descendía sobre sus hombros, atrapando mi atención desde el primer instante. Una piel dulce como la canela y tan suave como la seda protegía su alma tímida que me había dejado atontado. Aquella criatura que Dios decidió bautizar como Mariam fue el motivo de mis visitas al portón de la universidad.

Ella fue la primera persona a la que le dediqué un poema. Lo malo es que ella nunca lo supo, ni siquiera sabía quién era yo, no me conocía, pero yo sí a ella. Desde el resguardo de las sombras la escuchaba hablar con sus amigos, la seguía a sus lugares favoritos e incluso su casa. Jamás supe si realmente pasaba desapercibido o si tan solo ella me ignoraba y jugaba conmigo. De igual forma eso no evitó que me arrancara versos extraídos desde lo más profundo de mi corazón.

Un día, en mi ya tradicional visita a la facultad, la observé desde lo lejos como ella caminaba a paso rápido hacia la salida. Noté cómo alzaba la mano en ademán de saludarme. Levanté la mirada y, entre el pánico, decidí acercarme a saludar. Tenía tanto que decirle, tenía tanto que confesarle, que pareciera ridículo que lo único que atiné a vocalizar fue un “Buenas tardes”. Ella respondió al saludo y siguió de largo hasta llegar a los brazos de otro hombre a lo lejos y, luego, a sus labios. Ya no volví a verla desde aquel día.

Producto de esa escena escribí poemas y prosas con un aire similar. Nacieron escritos como “Amor muerto”, “Del vespertino viene la sombra” o “El mar de los solitarios”.

Usé aquel dolor, el sufrimiento que llevaba conmigo, para completar mi primer poemario. Lo escribí todo en una libreta azul, también regalada por el señor Vásquez. Pasados cinco meses, una semana y cuatro días, había terminado y perfeccionado mi obra titulada “El portal de los poemas”. Al poco tiempo de concluirla, recorrí cada rincón de la ciudad en busca de una editorial que acceda a publucarme. Mandé varias solicitudes con un borrador mecanografiado en un sobre a cada opción presente.

Las cartas de rechazo llegaron de una en una y luego en olas. Nadie aceptaba mi trabajo. La peor parte de todo era que el señor Vásquez, lleno de ilusiones, me preguntaba cuáles eran las respuestas de las editoriales. Para aquel tiempo ya le habían diagnosticado diabetes en una etapa avanzada, su vista se vio perjudicada por lo que no alcanzaba a leer los dosieres llenos de rechazos. Yo le decía que todas me habían aceptado, que querían publicarme y obtener hasta los derechos de la obra. El agrio veneno de la mentira invadía mi paladar y bajaba por mi garganta. Valió la pena con tal de verlo sonriente con la noticia falsa que le di. Poco después, con el escaso dinero que poseía, mandé a hacer la impresión de un ejemplar de mi poemario. Se lo di el día de su cumpleaños, aunque no pudiera leerlo, lloró de felicidad y no lo soltó desde ese momento, ni siquiera en el final de sus días e incluso fue enterrado con él.

No lloré su muerte, no quise. Después de tanto sufrimiento, él murió feliz y me rehusaba a darle más lágrimas a su memoria.

Intenté seguir en busca de una editorial, pero el dinero era escaso por lo que tuve que vender la pequeña casa del señor Vásquez. Compré un aún más pequeño departamento en una zona poco afable y, con lo sobrante, me las arreglé para sobrevivir hasta conseguir una forma de continuar.

Estuve semanas mandando solicitudes a editoriales de todo tipo, mi desesperación cada vez iba en aumento porque el dinero se esfumaba bastante rápido. Cuando por fin ya no hubo nada más en la cartera vagué por las calles en busca de limosnas. Generalmente me sentaba frente a una iglesia esperando que aquellas almas bondadosas pudieran ofrecerme el pan de cada día. Y, cuando ya no se encontraba nadie en la parroquia, me arrodillaba en la primera fila rogándole al Señor que la gente descubriera el potencial de mis poemas y que, por favor, esa noche no me deje morir.

Una tarde, en la que observaba a la gente pasar y observarme con lástima. Encontré a un hombre sosteniendo una obra que rezaba “El portal de los poemas”. Me levanté de golpe y corrí hacia él de manera desesperada, él me miró asustado, pensando que le haría daño. Le arranqué el libro de las manos mientras él corría despavorido. Pasé delicadamente las páginas viendo todos mis poemas impregnados en el papel. La felicidad duró hasta mirar el autor de la obra, era un tal Carlos Jirón. La rabia que invadió mi cuerpo me llevó a quemarlo.

Las deudas no tardaron en tocar mi puerta, debía luz, agua, renta y la promesa que le hice al señor Vásquez. Llego un momento en el que ya no me importó nada, solo empecé a escribir días tras noche y, si ha de acabarse la tinta, escribiría con mis lágrimas.

Todo se desemboca en este día, en el que estoy relatando mi vida observando como el gentío a mis pies sigue agrupándose. Acaricié suavemente las páginas. Disfrútalo – dije nuevamente. Quizás sea el único momento de tu vida en el que te lleves la atención de todos. Cerré la libreta azul que representaba mi vida y en la cual había dejado mi alma. Observé una vez más el gentío y noté que Mariam se encontraba expectante, con un ademán de preocupación. El sol ya había caído y las luces de la ciudad daban sombra a los diablillos que habitaban en ella. Me levanté con el cuaderno en brazos.

-¡Aquí es donde todo termina, de una vez por todas le pondré el punto final a uno de los mejores y más trágicos poemas que escribiré, el de mi vida!

Me lancé a los brazos de un Dios que se río de mí durante mucho tiempo, sentí como él quitaba sus manos y me dejaba a merced de lo más profundo de los infiernos.

La policía llegó al instante, se encendió el pánico al atestiguar la presencia de la muerte entre las calles. Recogieron el cadáver el cual tenía un libro entre los brazos. Lleno de sangre lo abrieron e investigaron qué contenía dentro. Una infinidad de deleitantes versos se mostraban en él manchados con la sangre de su autor. Meses más tarde, al esparcirse la noticia, todas las editoriales querían las páginas con el alma de aquel hombre. Finalmente fue publicado y reconocido a nivel internacional el poemario que llevaba como autor al poeta ignoto.

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