Cosas que me gustan de María

No era la primera vez que Carlitos se enamoraba, pero no cabía duda de que era la definitiva.

A sus once años, se había visto las caras con suficientes chicas –el largo pasillo del colegio estaba impecablemente diseñado para este propósito– para determinar sin pavor alguno que María Castillo era: “The One”. Sus otros amores, se daba cuenta ahora, habían sido imposibilidades, los caprichos de un niño de diez o de nueve: la chica que trabaja en la caja del super y cuya mano acarició aquella vez que su madre lo dejó pagar, la azafata de vuelo que lo sonrió cuando pidió un vaso de agua, la doctora que le regalaba una piruleta extra a escondidas cuando tocaba su revisión anual. Lo que sentía ahora por María Castillo era distinto, adulto: real. Es posible que esa realidad la compartiera un tiempo con Daniela Luján, la segunda chica más guapa de la clase, pero fue solo por el más brevísimo de los momentos ya que le pusieron brackets a principios de curso.

Tanto le encantaba María que, una noche, en los minutos previos a que lo arrebatara el sueño, Carlitos escribió una lista de todas las cosas que le gustaban de ella.

Cosas que me gustan de María:

Me gusta su pelo rubio. Cuando le da el sol, se ilumina como el de los girasoles

Me gusta que se ríe enseñando los dientes. Parece muy feliz

Me gusta cuando lleva el pelo en coleta. También cuando lo lleva suelto

Me gusta cuando entrecierra los ojos porque no ve muy bien de lejos

Me gusta que puede sentarse y levantarse sin apoyar las manos en el suelo

Me gusta cuando me mira, aunque no sea mucho tiempo o no me mirara a mí en realidad

Me gustan casi todas las cosas que he conocido de ella y por eso me gustaría conocer más

    Firmado: Carlitos 🙂

    Hasta aquí el daño era poco; al fin y al cabo la lista sólo la había leído Carlitos y él estaba perfectamente entusiasmado con ella. Pero tan contento estaba Carlitos con su lista que, borracho de amor, tomó una decisión la cual uno podría llegar a calificar como estúpida, o como tremendamente valerosa.

    Carlitos mandó su lista a María por Whatsapp. Podría haberlo hecho en persona o por carta, pero desde el punto de vista aún por corromper de Carlitos, en el amor no había barreras, por lo que tampoco debía haberlo en su declaración.

    En esto Carlitos dio en el clavo. Para cuando se hubo bajado del bus escolar a la mañana siguiente, no había ni una sola persona en el colegio que no hubiera recibido –y tristemente, leído– su declaración de amor a María.

    Como se podrá imaginar cualquiera que aún conserve memoria de lo que supone adentrarse en el ring escolar, su recibimiento, aunque caluroso, no fue el más piadoso.

    Esto no detuvo a Carlitos; esa mañana había cargado su mochila, además de con el Actimel y el Bollycao, con un extra de ideas estelares: decidió esperar a María a la salida del colegio. No con vistas a un enfrentamiento, o con afán de reprocharle o recriminarle nada, si no para preguntarle, desde la más genuina inocencia, qué había pasado.

    Nadie podía haber predicho –aquí podemos excusar a Carlitos– que María Castillo hubiera heredado la auténtica lengua envenenada de Austen, la cual, nada más verlo, disparó cargada con todo el ácido de la verdad hacia Carlitos, abriéndole la caja torácica como una cremallera y exponiendo su corazón sangrante ante la mirada atenta de todo el colegio.

    Por fin Carlitos se derrumbó. Corrió hasta su casa, se encerró en su cuarto y lloró. Lloró como lo hacen los hombres en las películas: sentado, sujetando un vaso de una bebida oscura –ColaCao caliente–, y sin taparse el rostro, dejando caer los goterones hasta el suelo. Como los hombres, sí, pero lloró. Lloró también los días siguientes: por las mañanas antes de que lo recogiera el bus y por las tardes nada más volver del colegio. Incluso durante el colegio, en los últimos minutos del recreo cuando todo el mundo ya había comido, se escaqueaba al comedor, donde le pedía al cocinero “el brebaje más potente que tuviera” –consciente de que lo único que tenían era Coca Cola y agua–, y lloraba en silencio, imaginando que se encontraba en una vieja cantina del oeste. Lloró hasta el punto en que dejó de ser una necesidad fisiológica, para convertirse casi en un ritual, en una forma de recordarse a sí mismo que, llegada una cierta edad, hay errores que sólo se cometen una vez.

    Fue durante uno de estos rituales de lloro cuando lo llamó su madre: había una chica en la puerta preguntando por él; María se llamaba.

    Carlitos se levantó de un bote, corrió al baño, se lavó la cara como queriendo quitársela, dejó el trabajo a medio hacer al entrarle la certeza de que María ya se habría ido, se lanzó por las escaleras y, empapado por una mejunje de sudor y lágrima, abrió la puerta.

    Era una chica, sí, y guapa, pero no María. Le sacaba a María una cabeza por lo menos, además de varios años de agradable madurez.

    –Hola. ¿Eres Carlitos?

    Carlitos asintió.

    Entonces, sin previo aviso, y con la elegancia de un cisne, la chica le plantó un beso en la mejilla.

    Ante esto, Carlitos no supo ni qué decir ni qué hacer. Solo sabía que acababa de experimentar lo más dulce y placentero de su corta vida.

    Sin esperar respuesta, mas que la iluminación de felicidad en la cara de Carlitos, la chica le explicó que ella también se llamaba María, que había recibido el difundido de su lista por Whatsapp, y que el mensaje la había conmovido tanto que, sin importarle lo que nadie pensara, había rastreado el mensaje hasta él para conocerlo y contarle cómo la había hecho sentir.

    Durante los días siguientes, Carlitos se enamoró un total de veintisiete veces. Al parecer, su mensaje de Whatsapp se había hecho viral y había alcanzado a un gran número de Marías –afortunadamente, la sangre de serpiente de María Castillo no era un rasgo que acompañara al nombre.

    Es cierto, Carlitos no había aprendido su lección finalmente, pero quién lo va a culpar: de sus visitas esos días se llevó a la hucha siete abrazos, tres besos en la frente, quince en la mejilla y dos para los que basta con decir que lo hicieron sonrojar como una piruleta.

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