Llegó sin avisar como todo lo que es importante en nuestra vida. Atrevido un día rozó la valla. El metal no se quejó. Se dejó levantar suave por su humilde hocico. Alambre y animal se miraron de frente. Se reconocieron al instante. Habían estado juntos cada uno a un lado del camino tantas veces. Pisadas suaves o incluso corriendo alguna vez, siempre cerca del silencio defensivo de la valla. Observándose los dos. Sin embargo esta vez ella no opuso resistencia, sino que se rindió al ver esos ojos castaños, tranquilos, bendecidos por la luna. Ella misma se sopló fuerte en su pecho. Se abrió un hueco para que entrase el cuerpo de él entero.
Llegó sin aullidos, sin enseñar el lomo herido. Llegó callado, decidido. Simplemente llegó. Su pelaje estaba cubierto de huidas, de persecuciones sin sentido, ni lugar dónde guarecerse. La boca era de miel. Las patas de lana anduvieron por la hierba del jardín y éste reconoció su dibujo. Ese que había pintado en sus sueños tantas noches. Hasta los gatos le sintieron llegar. Escondidos salieron para alumbrar con sus ojos el camino del animal.
Las ramas bailaron en su honor y le prepararon un lecho entre los matorrales para dormir por las noches. La luna respiró al fin tranquila.
Llegó y el mar desde lejos sonrió al verle. Izó sus olas curiosas como niñas para poder verle más cerca. Crecieron tanto. Extasiadas le tocaron con sus pieles blancas y azules. Las rocas se alisaron. Las cicatrices de años se difuminaron, para poder acariciar sus patas al caminar por ellas, sin que se hiciese heridas.
Llegó como el agua de la fuente que mana mansa, dulce. Manos recogiendo entre ellas un rostro. Acercándole a beber despacio de ella.
Llegó y el hórreo lo sabía. Lo había dejado escrito en alguna piedra. Estoy segura.
Llegó y se quedó.
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