La declaración

Aquella tarde de octubre gozaba de la tranquilidad de la biblioteca, estancia que a aquella hora se iluminaba con el dorado resplandor del atardecer. Sentada junto a la ventana, Inés leía “Orgullo y prejuicio”, lectura que había escogido de entre los centenares de volúmenes que llenaban los estantes. Una brisa suave hacía bailar la fina cortina que tamizaba las tonalidades dibujando con sus pliegues formas fantasiosas en los muros y el mobiliario.

A medida que iba pasando las páginas su ensimismamiento crecía. Le apasionaba la lectura romántica, disfrutaba de aquellos largos ratos acomodada entre los mullidos brazos del sillón inglés que tantas veces acogiera a su padre.

Mediado el tomo, al pasar una de sus páginas, advirtió la presencia de un sobre. Se le aparició bien planchado, con el papel envejecido. Lo cogió y volvió. Comprobó que no constaba en él remitente alguno, aunque sí su nombre claramente destacado en el membrete. Parpadeó y buscó un nuevo lugar donde sentarse. Al otro lado de la estancia, se acomodó sobre la vieja banqueta de madera de dos peldaños que servía de elevador. Abrió la carta cuidadosamente para no rasgar el papel. Extrajo la hoja de su interior. Sus ojos fueron recorriendo, letra a letra, el escrito grabado en tinta. Desconocía su autoría, pero le llegó su sentimiento profundo que florecía en cada línea. La declaración de amor la transportó al mejor de los universos literarios. Parecía que la conocía, pues expresaba momentos y detalles que delataban, sin confusión, haberla visto. Cada palabra se unía a la siguiente en delicioso cántico, un poema lleno de emoción que la emocionó al extremo de erizarle la piel y humedecerle los ojos en varios de sus tramos. Las breves líneas concluían en una invitación.

Quien la escribió le proponía un encuentro en el mismo lugar en que la conoció. Sintió latir su corazón tan fuerte que hasta le palpitaban las sienes. Quiso el hallazgo que el día y la hora fijadas se dieran en pocas horas. No contaba con apenas tiempo para arreglarse, aunque en su interior se sabía más que preparada. Había soñado con aquel instante desde sus primeras lecturas adolescentes.

La madrugada le sorprendió en plena oscuridad. Sintió su piel fría, el corazón sereno. Se levantó y, mientras se retiraba a su alcoba, una sutil sonrisa se dibujó en sus labios.

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