ESO ESTABA AHI

ESO ESTABA AHI

GR_1

04/09/2021

ESO ESTABA AHÍ

Bastaba con observar cada atuendo adosado al raquítico cuerpo de las gramíneas confeccionados en base de espesos cristales de hielo para juzgar como acertado el incontenible temblor en el cuerpo de Iroi. Bastaba notar el estupor provisto por cualquier célula sensitiva al palpar el hiriente arrumaco de la más leve brisa como para compadecer a los violáceos pies de este muchacho. Pero pese a que ni la carencia absoluta de pantuflas o la presencia de un abrigo más adecuado que el de una sencilla remera destrozadas por las polillas, pese a estas y otras calamidades, él no podía ingresar a su hogar.

Por ahora solo quedaba posicionarse de forma fetal con la finalidad de reducir su superficie expuesta a la inclemencia climática, solo le quedaba fascinarse con el carácter notoriamente perecedero de aquellas bocanadas blancuzcas de aire destrozadas sin consuelo por el cuantioso volumen de la atmosfera reinante. La esperanza de que pronto aquello abandonaría su hogar se tornaba en el pasible anhelo capaz de tornar la tortura en redención, el sosiego en prosperidad.

Apropiándose de tal deseo, imperceptibles movimientos de labios lanzaban palabras con gusto a conjuros cansinos, incapaces de evocar la remoción de un escollo tan palpable como las escarchas que yacían junto a sus pies, pero a la vez, idóneo como para atraer un apetecible futuro tan reconfortante como volar colgado de un fruto de diente de león en una tarde veraniega.

Un puñado de mensajes provenientes y decodificados desde la cercanía de su hogar, engordaban o diezmaban tales anhelos. Cada tanto, una luz prendida o apagada le indicaban la prontitud o ausencia de aquel ente. De vez en cuando, algún sonido abrupto o el continuo resplandor de los silencios le comunicaban a este muchacho la posibilidad de un pronto rencuentro o la permanencia en gélido dominio del exterior. Varios intentos de incorporación fueron frustrados por un crujido en el comedor o un chirrido próximo a su dormitorio. Numerosas arremetidas se tornaron en una reincorporación inmediata al domino posterior de un arbusto al intentar bloquear un posible encuentro con una sombra pasajera, antes que finalmente fuese capaz de corroborar que eso se había marchado.

El estrepitoso clamor de sus huesos al tronarse y el posterior elongamiento de cada músculo perteneciente a sus brazos y gemelos antecedieron al lento e inseguro caminar hacia el interior de su hogar.

Ya dentro, Iroi se entregó sin vacilación alguna a la magia de cuatro hornallas quienes gustosamente lo abrazaban incondicionalmente entre mimos tibios con gusto a reencuentro. La victoria se manifestaba en aquellos choques térmicos amplificados en su pie, choques en los que se representaban el despedazamiento de cada monstruito de hielo dispuesto a recordar, bajo el dominio del dolor, que su vida es el canto de un ave orientado a una jaula de mimbre. Sin embargo, a pesar de que aquel mimo incondicional, a pesar de esta victoria titánica, o de la seguridad brindada por un voluptuoso techo dispuesto a salvaguardarlo de la caída de una estrella o trozo de basura espacial, aún no podía reconocer el hogar bajo el estricto sentido que este lleva.

Sin lugar a dudas, tales incongruencias conceptuales guiaban a sus piernas un poco más allá, un tanto más acá en búsqueda de al menos una leve hipótesis capaz de redescribir aquel significado a medias encontrado. Apoyados en esto, reiterados e incontables ciclos despejaba sus dudas sobre la veracidad de su hogar. La puntillosa y objetiva prospección respecto a cada objeto, a cada disposición, aseveraba la reincorporación efectiva a una línea espacio-temporal continua. Sin embargo, cada centímetro cubico constituyente de la casa era utilizado en un denso bailoteo por un amargo aroma dispuesto a recordar la gravedad del ultraje. Era indudable, alguien o algo había entrado, alguien o algo había salido.

Pericias de pericias y descripciones de descripciones imposibilitaban la continuidad de este extenso escrutinio. “El cansancio no es el lenguaje de la derrota sino un eco lejano de una gratificación por venir” parecían proclamar sus fatigadas piernas mientras ignorando las pretensiones de su masa cefálica lo dirigían hacia el sillón. Tal petición fue aceptada, aunque no sin antes exigirle a estos apéndices el dirigirse a la cocina en búsqueda de una taza de té de manzanillas y menta.

Ya en posesión de esta y adentrado en el divino confort de un par de almohadones de plumas sintéticas, su cuerpo se dignaba a encarnar a la indiferencia. Cada trago se dirigía hacia su boca con la necesidad de reclamar un trozo de vivacidad antes que el de brindar unos cuantos centímetros cúbicos de este acuoso sedante. Sorbo tras sorbo el cuerpo de Iroi se petrificaba de manera gradual, aunándose aún más a una voluntad divina que le exigía de manera irrevocable jugar a la estatua escondida en el bosque.

Con el final del contenido en su taza, solo quedaba una muralla de pliegues cutáneos, tendones y osteocitos encerrando millones de sensaciones exhortadas como si se tratasen de un cardumen de peces rodeadas por unos cuantos depredadores famélicos.

Quizás solo el lento pero cíclico movimiento de su mano al acariciar al felino lindante a su corporeidad era el gesto capaz de discernirlo respecto a una estatua cera. Por lo demás, ojos tiesos y resecos incrustados en una temporalidad estancada y lejana recalcaban el carácter carente de vitalidad. Por lo demás, fibras musculares semejantes a estoicas estalactitas en una caverna africana, las cuales mantenía apenas abierta una quijada, semejaban aquel cuerpo al de una maquina descompuesta. La brecha entre aquellos gestos corporales y las diversas expresiones metafóricas de sus lógicas y justificadas inquietudes se dignaban a encarnar la representación de dos obras altisonantes. ¿Pero cómo atender en este momento a un reclamo físico? ¿Cómo derrocar la tiranía de unas cuantas imágenes adosadas a su materia gris? ¿Cómo? si en ellas surgían las únicas hebras capaces de anclar su historia con la de un trozo de cordura? ¿Cómo? Si de ellos dependía la continuidad de un cuerpo dispuesto a autodestruirse al propasar un determinado umbral de coherencia.

Como fuese, un simple palabrerío. El sillón había quedado atrás hace varios momentos, el acomodar linealmente una serie de soldaditos de plásticos también, en cambio, en el dominio del presente, radicaba un escrupuloso conteo respecto los niveles de una telaraña tras el sillón. “Definitivamente es un eneágono, no, es un decágono” Iroi repetía mientras insensiblemente observaba el pavor de un artrópodo huyendo tras encontrar su hogar sacudido por un ventarrón artificial. De cualquier forma, poco le importaba la justicia geométrica. En contrapartida, recordar y anudar como un hábil marinero cada imagen potencialmente traumática con un acto quizás atípico, pero ligeramente lógico, le resultaba un tanto más interesante.

Abusando de tal pretensión todo quedaba claro. Aquella silla y su particular estruendo al caer, que tanto susto le propició hace unas escasas horas antes, seguramente fue el correlato de un impiadoso huracán espontaneo. Aquella estruendosa ruptura de tazas, que bien le valieron un sobresalto de película, quizás fueron ocasionadas ni más ni menos por el torpe aleteo de una polilla colosal. Eso estuvo ahí sí, no tenía dudas. Pero ¿Por qué creer que se tratase de un demonio, un monstruo de cinco cabezas, o un asesino serial?, quizás una pequeña onda sísmica radicada en el centro de su hogar sería la responsable.

Una onda sísmica radicada en el centro de mi hogar, se repetía incansablemente mientras entre risas nerviosas encontraba los engranes suficientes para proclamar que la vida solo es la formalidad de una estafa escrita bajo una forma empírica. Una onda sísmica radicada en el centro de mi hogar, nuevamente pronunciaba tras entrar en su dormitorio y acto seguido tapar su cuerpo con las cobijas de su cama. Una y otra vez aquella frase era enunciada, pero de una forma entre pausada y prolongada, como si la búsqueda del final de la frase se asemejara a la persecución de un espejismo de por demás huidizo.

Claro que jamás pudo completar aquella frase sin ser arrastrado hasta lo más profundo del mundo onírico. Claro que no pudo gozar prolongadamente del gustoso deleite de aquellas imágenes pacificas sin que sus cotidianas necesidades fisiológicas (o caprichos fisiológicos) lo obligaron a dirigirse al baño a las cinco de la madrugada.

Diversos temores se antepusieron al destape de su cuerpo y posterior salida la cama. Por suerte ningún elfo se halló escoltando la puerta de su habitación, para su fortuna ninguna sombra tenebrosa cruzó el pasillo que unía ambos rincones del hogar, gracias a la providencia no encontró ningún ogro o ermitaño escudriñando celosamente la puerta del baño. Sin embargo, cosas no menos terroríficas se presentaban en el mismo. A penas un vistazo ligero bastó para comprender como aquella perpetuada costumbre de vislumbrar su cepillo de dientes dentro del vasito de plástico y su pasta cerrada por dos giros concisos respecto a su tapa estaba desterrada. Solamente una mirada temblorosa alcanzó para vislumbrar como la pudorosa intimidad de una bañera, que tras ser utilizada jamás deja al descubierto los pliegues de su corporeidad, era exaltada al exhibir sin tapujo alguno su intimidad por una cortina corrida.

Ante tales detalles sólo era recomendante recurrir a la fresca remisión de un vaso de agua en la cocina, un vaso repleto de líquido capaz menguar cada tortura padecida, capaz de ingresar directamente a su cerebro y ahogar aquellas rutas sinápticas que tan frenéticamente maltrataban su escasa estabilidad emocional. Poco consuelo encontró en este lugar, ya que un paquete de galletitas de vainilla, destinadas a ser consumidas el día jueves, yacía abierto sobre la mesa del comedor. Entonces solamente un nuevo escape, una nueva huida hacia los confines del jardín interior, un nuevo refugió tras alguna silla u arbolejo mientras millones de fantasmas, demonios, duendes, o quien sabe qué jugaban en su casa.

De lo que resta de la noche y el pronto regreso del sol a los limites visibles del firmamento poco queda por recordar. El reintegro a la cotidianidad en forma de pavas calentándose y galletitas masticadas lentamente, entre otros eventos rutinarios marcaban la ya consolidada forma de operar por las mañanas. Tampoco la tarde abundó en sorpresas. La tan afamada costumbre de regatear el precio de la lechuga frente al Jinn que atiende la verdulería se mantuvo constante. Sortear las espontaneas bromas de las gárgolas al pasear por el parque de la ciudad, o evitar ser atacado por un súcubo mientras se lanzan migas de pan a los patos del estanque también fueron perpetuadas. En resumidas cuentas, eventos cotidianos para quienes viven en el infierno.

Por otro lado, el reintegro nocturno abundó en sobresaltos. La ventana principal corrida y las cortinas ondulando fuera y dentro de la casa marcaban la posibilidad de un encuentro poco grato respecto a ese “eso” que tanto lo había torturado. De cualquier forma, el sentarse en su silla favorita y cenar un sándwich de mortadela le infundo el valor necesario para adentrarse en su hogar. Por aquí y por allá disipaciones poco habituales en su inmobiliario se encargaban de alertar cualquiera de sus sentidos. Cuadros descolgados y adornos dispuestos en sitios poco ortodoxos, ponían en jaque su estabilidad a medida que vislumbraba la mesa donde depositaría su amada cena.

Una secuencia continua de mordiscos resumió aquel manjar a una pieza de exiguos diez centímetros. Quizás tres bocados un tanto codicioso pondrían fin a esta loable tarea culinaria, a menos que un par de manos se posaran sobre sus hombros cuando estuviese a punto de acometer el primer asalto. Iroi no pudo menos que saltar de su silla al recibir tal detestable caricia, lo cual fue consolado por un “no seas pavo que soy yo, ante de ayer me condenaron a la horca”.

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