El leoncillo que ganó una guerra

El leoncillo que ganó una guerra

joel lozada

11/08/2021

Había estado atrapado en las grietas de la pared de aquella montaña partida por un río. Lo mismo que el agua, sol y sombra dividían esas dos tierras. Miraba de cuando en cuando su pata sangrante. Lo hacía como si esperase que en alguna de esas ocasiones la vería sanar y pudiera entonces aferrarse a las rocas, escalar y regresar con su manada. Recordó los días que felices pasara en la sabana. Los días de echarse bajo la sombra de un árbol, de esperar que los demás regresaran de cazar.

Él lo había intentado, había tratado de cazar y ahora estaba seguro de que había cometido un error. Sabía bien que no debía seguir a esos bípedos desplumados que cargaban las varas de trueno. No eran buena presa. Su sabor era desagradable y que, aunque no vivían en la misma manada, ni sus hembras cazaban, se consideraban una gran manada. Volvían por aquellos que se atrevían a matar a alguno de sus miembros. Volvían y aunque no hallaran al culpable, mataban a quienes encontraran a su paso sin mediar diálogo.

Les había seguido a considerable distancia pero el ruido que produjeron en un momento, tan grande y tan desconocido le hizo huir. Quiso alejarse lo más pronto de aquel lugar. Entonces cayó montaña abajo. Entonces hirió su pata contra el borde afilado de una roca. Y ahora estaba ahí, recordando cada día de su vida en la sabana.

Trataba de decidirse entre seguir el consejo de su madre para estos casos o permanecer en silencio. Alcanzaba a escuchar que llegaban más y más de aquellos animales que se llamaban a sí mismos hombres. ¿Debería gritar a su madre pidiendo ayuda? ¿Aún era un crío? El dolor aumentaba y el calor del sol le atormentaba. Aún así no quería darse por vencido.

Le torturaba una visión en medio de la noche. Su madre buscándole sin poder hallarlo. Sufriendo. Finalmente se decidió. Sus lamentos se escucharon aumentados en el silencio de la oscuridad. Algunos hombres se asomaron para descubrirlo herido y agobiado por un frío que nacía en su propio cuerpo.

Un par de personas se acercaron hasta él cuando se levantaba el alba. Sintió un pinchazo el cuarto trasero y aún consciente sintió unas cuerdas ceñirse en torno a su cuerpo. Un ave enorme que semejaba una libélula se posaba en lo más alto del cielo. Sintió su cuerpo elevarse entre las brisas matutinas que erizaban su pelaje.

Dos días estuvo en estado de sopor continuo y luego de eso, cinco días más en una consciencia intermitente hasta que el sexto día, delante de la jaula en la que se encontraba, dos hombres se saludaban y abrazaban jurando nunca levantar las armas contra sus hermanos. Una lluvia de luces iluminaba la escena, mientras él cerraba los ojos en cada destello.

Los hombres festejaban la operación conjunta. La cooperación de ambos pueblos había conseguido salvar al símbolo de ambos países.

Fue puesto en libertad en una ceremonia que mantuvo a su manada a respetable distancia. Desde ese momento fue conocido en la sabana como Nzamba-Owelé que en el dialecto de esa zona significa “el pequeño que desata grandes nudos”.

Para su madre sin embargo, era el mismo. No le importaba que le hubiesen nombrado desde ese día, el símbolo de fraternidad entre dos naciones. Él era tan sólo su hijo.

Después de frotar su cuerpo contra el del cachorro, le dio un pescozón que lo hice rugir de dolor.

Los hombres que les seguían con la mirada vitorearon mientras agitaban banderines multicolores.

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