Deseo de superación

Llevaba veinte minutos con la mirada fija en su estilográfica Tibaldi plateada de imitación. Ya no le molestaba el chorro frío del aire acondicionado ni las voces de sus compañeros ni las órdenes del jefe, estaba decidido a cambiar su vida. Al ver la inscripción que había en la tapa de su pluma, su sentido común le hizo una pregunta que lo sumió en un laberinto de conceptos filosóficos, dudas e interrogantes. ¿Te das cuenta del tiempo que has perdido aquí? ¡Llevas quince años en este trabajo! Lo dice la inscripción, mírala: “A Rodrigo Gómez Palacios en su decimoquinto aniversario”.

Era cierto, había pasado una década y media reduciendo su camino a la jubilación, ordenando papeles, archivando documentos y haciendo copias fotostáticas. Su trabajo era tan rutinario que las actividades habituales se habían integrado al plan de cada día, sin cambiar en absoluto, durante todo ese tiempo. El desayuno, la comida y las cenas eran parte de la lista de actividades mecánicas que ejecutaba con precisión día a día. Recordó su infancia y su adolescencia, le dolió reconocer que nunca había tenido ningún éxito y que sus pocos amigos lo superaron en destreza física y capacidad intelectual. Aunque ninguno de ellos llegó a destacar en los estudios, se habían acomodado bien en las empresas privadas y tenían un buen trabajo, remunerado y con perspectivas de ascenso. Él era el único que, con gran esfuerzo, se había acomodado en un organismo público y no trabajaba en su área, era un simple funcionario de categoría media.

“Tienes que reconocer que eres un fracasado—le recriminó una voz que surgía de algún lugar indeterminado de la oficina—. Nunca alcanzaste los objetivos que te pusiste y siempre aceptaste las limosnas que se te ofrecieron durante tu vida de estudiante universitario. No tuviste el valor de buscar un empleo relacionado con tu carrera y, gracias a tus pocos enchufes, te metiste a trabajar para el gobierno. No te casaste nunca porque el miedo al rechazo te dominó siempre. Hasta tu vecina Teresita la boba te rechazó cuando su madre estaba dispuesta a cederte su mano. Nunca has conocido a ninguna mujer en tus pocos viajes y la ocasión en que sentiste amor de verdad tu conciencia te ordenó que prescindieras de llevar a cabo tu decisión por tratarse de una mujer de mala reputación y mayor que tú. Debes terminar con todo esto”.

Así fue como Rodrigo decidió cambiar. Después de valorar su vida y, sobre todo, luchar con la idea de la no existencia. Comprendió que de seguir por el camino que iba, nunca tendría nada y su vida sería tan inútil como la de un mueble olvidado por causa de sus patas rotas. El miedo a perecer le producía escalofríos y cuando se veía sentado ocho horas en una oficina, sin ninguna tarea que lo estimulara de verdad, una fuerza enorme lo impulsaba a renunciar. Al mirar su carta de dimisión se detenía, la guardaba de nuevo en su gaveta y por las noches, antes de dormirse, lo oprimía la angustia de saber que si renunciaba se quedaría sin dinero y eso acarrearía otros problemas consecuentes, pero si permanecía en su trabajo la rutina lo consumiría y al final su existencia no tendría ningún significado, habría pasado por el mundo sin dejar huella y sin disfrutarla de verdad.

Decidido a que lo echaran del empleo, empezó a cometer errores en los tramites que tenía a su cargo, faltaba a menudo y no saludaba al jefe. Lo que no sabía es que la cadena en la que se encontraba había asegurado un movimiento imposible de detener. Cuando Rodrigo cometía errores, sus compañeros de puestos inmediatos superiores enmendaban las fallas justificando las acciones de Rodrigo como una consecuencia de su distracción, enfermedad u otra cosa que le impidiera hacer bien su trabajo. Rodrigo fue más allá, le urgía que lo echaran porque las noches cada vez se hacían más largas y el insomnio comenzaba a provocarle una temblorina en las manos. En una ocasión el señor Fernández, jefe del departamento de catástrofes y seguros de vivienda, dejó sobre su escritorio unos documentos importantes con un fajo de dinero y se fue al baño. Rodrigo llamó a Lupita para que le llevara un café al jefe y en el momento en que apareció la señora con una bandeja, la azucarera y la taza de porcelana china humeante, Rodrigo le arrebató la bandeja, levanto en todo lo alto su brazo y dejó caer lentamente un chorro de la bebida caliente. Nadie lo podía creer y el jefe, que ya iba en camino a la oficina al ver la escena despidió a Rodrigo sin ningún miramiento.

Rodrigo no tenía más que un par de chaquetas, papeles inútiles y unas fotos enmarcadas en su oficina, por eso no se llevó nada. Cogió la indemnización que le dieron, avanzó por el corredor poniendo atención en todos los cubículos, que eran casetas de acrílico transparente semejantes a grandes peceras, y sin despedirse de nadie avanzó por el pasillo como si fuera atravesando un túnel lleno de humo gris y salió. En la calle hacía bastante calor y el cielo estaba despejado, se quitó su americana y volteó a los lados para decidir adonde ir. Por lo común, después de su jornada, siempre iba hacía la Alameda y luego subía hasta La Zona Rosa, tomaba el metro y se iba a su casa. Esta ocasión decidió girar hacia la derecha y lentamente caminó en dirección del Zócalo. Se sintió muy alegre y le pareció que los rayos del sol iban convirtiendo en sudor todos los recuerdos que tenía de ese largo período laboral. Cuando llegó a la Catedral metropolitana, no tenía la más mínima sensación de haber perdido quince años en una oficina rancia. Rebozaba de gusto y sonrió, miró el campanario de la imponente catedral, que, por haber sido construida durante doscientos cincuenta y dos años, era gótica, plateresca, barroca, estípite y neoclásica; y le pareció oír una campanada en la parte más alta. Los tañidos lo sacudieron y su cuerpo se libró de la escoria que lo apresaba en su rutina diaria.

Tengo que encontrarle un sentido a mi vida—se dijo con firmeza—. Caminó mucho y vio las ruinas del Templo Mayor, se dirigió a la calle de la moneda. Imaginó, en lugar de la gran iglesia cosmopolita, un gran templo azteca. La enorme pirámide de los sacrificios —susurró—. ¿Cuántas cosas habrán visto las piedras de tezontle y el tepetate que se emplearon para construir casas después de la conquista? ¿Y esas magníficas construcciones de piedra caliza? ¡Quién pudiera desvelar los secretos de esas piedras! Iba pensando en algunos pasajes de la historia. Anduvo por la calle Corregidora, luego Jesús María y en Manzanares, al llegar al número veinticinco se detuvo. No sabía por qué una fuerza misteriosa lo atraía. Había una puerta de madera, que más bien eran unas tablas clavadas y sujetadas con alambres, estaba entornada y tenía la pintura descascarada. A Rodrigo le pareció oír la voz del viento soplando como si se tratara de un fuelle, pero cuando puso más atención oyó unas palabras. ¡Entra! ¡Entra aquí! —susurraba una voz femenina con acento indígena—. La curiosidad lo obligó a empujar la puerta y, al hacerlo, lo cubrió la oscuridad de un pequeño vestíbulo. Entró y vio un patio en el que sólo permanecía de pie un lavadero viejo. Había a la derecha e izquierda muchas habitaciones sin techo y la hierba crecía por todos los rincones. Curioseó un poco tratando de hallar a la mujer que lo había llamado, pero no encontró nada. Miró las gárgolas que le recordaron, de forma inexplicable, los muros del fuerte de San Juan de Ulúa. Todos los muros estaban hechos de un montón de piedras diferentes: caliza, tezontle, braza y cantera.

Tuvo el presentimiento de que esa vivienda se había construido durante varios siglos. Era como si hubieran cogido una Tlatkiuak chantli (casa de ricos) y la hubieran ido reformando con materiales más resistentes y caros. No había puertas y sólo los marcos improvisados de madera de pino se sostenían con dificultad. Decidió irse y cuando se dirigió a la salida se topó con una joven. Le impresionaron sus enormes ojos y su piel cobriza, despedía un aroma tibio de canela, ocote y hierbabuena, su pelo era negrísimo y llevaba dos trenzas. Era muy delgada y solo tenía puesto un vestido de percal con las mangas cortas y muy anchas, unos bordados en el escote y cintas rosas y amarillas. Parece chiapaneca—se dijo a si mismo Rodrigo sin comprender si se trataba de una alucinación—. Sí—contestó ella con una voz melodiosa que delataba la influencia del maya—, viví mucho tiempo en el sureste, pero nací en esta ciudad.

—¿Cómo te llamas?
—Siuatlahtoani.
—¿Qué significa?
—Mi nombre es Zenaida, pero cuando nací mi madre quería ponerme ese nombre náhuatl que significa reina.
—¿Vives aquí?
—Sí, vivo con mi padre y algunas personas más, pero hoy se han ausentado. Volverán pronto. Mi madre falleció y mi padre puede ser que venga mañana por la mañana.
—Bueno, pues me da gusto conocerte. Ahora tengo que irme porque necesito hacer unas cosas con urgencia.
—¿Por qué no te quedas a tomar un café?
—Pero, si aquí no hay nada. Esta es una casa abandonada y ni siquiera hay techo. Sólo hay un enorme patio vacío y esas habitaciones derruidas.
—No. Te equivocas. Ahí—dijo señalando hacía la puerta—hay un cuarto pequeño con una estufa y una mesita. Vamos, te prepararé algo.
—Bueno, pero después me iré. ¿Está claro?
—Sí.

Entraron a una pequeña habitación y Zenaida encendió la luz. Rodrigo notó que había una mesita y tres sillas, las paredes tenían un recubrimiento de cal, la estufa era muy pequeña y el piso era frío por las losas. Bajo la luz amarilla del foco, la belleza de la joven era misteriosa, pues en ocasiones parecía que su rostro era de una mujer mayor, sin embargo, cuando sus ojos se cruzaban con los de ella, Rodrigo tenía una sensación agradable por la frescura del néctar que ella despedía en su sudor. Cuando empezó a sorber el café caliente su cuerpo se llenó de vigor, era el efecto de la miel, la canela, el cacao y la cafeína. Ella comenzó a cantar, Rodrigo reconoció las melodías y parpadeaba nervioso cuando Zenaida lo miraba fijamente y repetía las frases de amor o hacía algún falsete. Juraría que tu voz es la de Guadalupe Pineda—le dijo bajando un poco la mirada—. Ella le contestó que por alguna razón las voces de Eugenia León y la de Lila Downs eran las que mejor le salían.

Conversaron mucho tiempo, Zenaida no paraba de hablar y le contaba a su anfitrión todo lo que se le ocurría, desde sus labores habituales como la preparación de la comida o las faenas de la casa, hasta las cosas que sabía del barrio y los vecinos. Se hizo de noche y salieron al patio a ver las estrellas. Mira—dijo Zenaida señalando un puntito rojo en el cielo—, es Venus, la estrella que hoy desaparece. —¿Cómo sabes eso? —Hoy es veinticinco de mayo y Venus se dirige al inframundo, visitará a los nueve demonios y volverá triunfante el seis de junio. Mientras tanto tendrás que quedarte aquí.
Zenaida habló para sí misma y no puso atención a las palabras de Rodrigo que con sorpresa descubrió que se estaba enamorando de esa misteriosa mujer. Ella volteó y sonrió, lo cogió de la mano y lo llevó a un cuarto donde había una cama de cuencos atados con cuerdas y sobre él una especie de colchón suave y muy cómodo. Se desnudaron sin decir nada y se recostaron. Rodrigo se abrazó al cuerpo tibio que se le ofrecía, se apretaba a ella con mucho deseo, pero no experimentaba ningún instinto sexual. Era más bien la necesidad de sentir la carne firme que le constataba la existencia, la esencia de la vida. Te necesito así, para siempre—dijo Rodrigo. No es la hora—contestó ella sonriente—, deberás irme conquistando poco a poco, pero seré tuya para siempre y nunca te dejaré. Se sumieron en un sueño profundo. Los brazos de Rodrigo no cedieron en fuerza y toda la noche permaneció con ese delicado cuerpo adherido a su pecho. Sudó y vio demonios, presenció la lucha de un astro femenino convocada por los demonios. Gritó y lloró de alegría al ver las pericias de una guerrera tan ágil.

Se levantó rebosante, alegre y con hambre. ¿Cómo dormiste? —le preguntó Zenaida, mientras le ofrecía el panorama tostado de su cuerpo desnudo—. Bien, mi amor, me siento como si me hubiera liberado de una atadura. Es increíble, miró su cuerpo notó que su palidez habitual había sido sustituida por un tono cobrizo. Salió al patio y sintió la explosión de los rayos del sol en su sangre. Zenaida lo cogió de la mano y lo condujo al fondo del patio. Había un hombre barbado y viejo en una silla, llevaba un uniforme de soldado del siglo XVI, a su lado tenía unos libros de aspecto muy viejo y con cubiertas de cuero. Hola, Rodrigo, soy Bernal, ¿Qué tal estás? Bien—contestó, sin sorprenderse de que el anciano lo llamara por su nombre. Siéntate—ordenó—, ahora Zina nos traerá unos tamales y atole. Necesitas ver algo. Ve a esa parte del cuarto y busca en el piso. —No encuentro nada—le reprochó Rodrigo—. No, así no, escarba un poco la arena. —¡Ah! Es un espejo—Rodrigo sintió el intenso reflejo del sol en su cara—. Pero no lo puedo levantar. —No, no es para que lo levantes y lo traigas, sino para que trates de mirar dentro de él. Observa con atención, cierra los ojos y concéntrate.
Rodrigo, al final, logró ver lo que había en el espejo. No era su reflejo sino sucesos. Veía a la gente pasar frente a él como si se encontrara detrás de la ventanilla de un camarote. Aparecieron unos soldados con peto de metal, calzones bombachos y arcabuces. Caminaban acompañados de muchos nativos semidesnudos. Había enfrentamientos y corría mucha sangre. Luego, silencio y después una tormenta que duró mucho tiempo. Vio a dos hombres a los que les quemaban los pies. Luego varios viajes y finalmente la reconstrucción de la ciudad. Desaparecía la gran pirámide y en su lugar estaba una enorme catedral. Ya no estaba el lago ni los canales por los que circulaban las chalupas. Vio crecer una gran urbe, lo admiró la cantidad de gente que llegó a la gran capital. Vio revolucionarios y muchas cosas más.

Rodrigo, Rodrigo, ven aquí—era la voz de Zina que ya había puesto en la mesa unas teleras con tamales de dulce y mole y en una jarra humeaba el atole. —Bueno—dijo el viejo Bernal—. ¿Qué viste? Todo, Don Bernal—exclamó Rodrigo con la mirada iluminada—, lo he visto todo. La Conquista, la fundación de la Nueva España, la Revolución, las intervenciones extranjeras. Absolutamente todo, desde el principio hasta hoy. —Pues, entonces, escúchame con atención. Mira, hay rumores por ahí, incluso se publicó en algún sitio, que cuando Cortés quería invadir la ciudad de México pidió que le prepararan un temazcal para relajarse con el vapor y salir con nuevos bríos. “Es como si te sumergieras en el vientre de la madre y volvieras para redescubrir tu entorno”— decía el conquistador Hernán—. Cuando Cortés entró en baño de terracota, se sentó y se dejó llevar por sus pensamientos, ya estaba razonando sobre su estrategia de ataque a la gran Tenochtitlán, cuando sintió unas manos pequeñas que lo distrajeron. Abrió los ojos y vio a doña Marina. Conversaron unos minutos y, al final, dicen que fue la Malinche quien le dio las ideas para el triunfo de la avanzada militar. Ahora, dime, ¿qué secretos le reveló la Malinche a Cortés? —No lo sé, don Bernal, creo haber visto eso, pero no le puse atención, no sabía que me lo iba usted a preguntar.

Terminaron de desayunar y después de media hora de sobremesa, Bernal llamó a Rodrigo para que se tomara un baño. Entra ahí. Rodrigo le obedeció y sintió un vapor suave y aromático, provenía de unas piedras que había en el centro. Es un sauna, se dijo Rodrigo. Se desnudó y se sentó. No había mucha luz porque el chorro de sol que entraba por la pequeña puerta no era suficiente para ver dentro de la cúpula de barro. Cerró los ojos y pensó en cosas agradables. Vio un bosque al pie de una montaña donde había un estanque, olía a azufre y el agua estaba muy caliente. Se acercó Zenaida cubierta de barro seco y negro. Sonrió y se quedó a un paso de él. Rodrigo la rodeo con los brazos y le fue quitando el endurecido recubrimiento negro. Sus manos sentían las carnes firmes de Zina y se excitó. Ella se le colgó del cuello y lo apretó con las piernas. Se estrecharon y se besaron mucho tiempo. Rodrigo abrió los ojos y notó la hermosa sonrisa de diente alineados y carnosos labios. Te quiero Zina—dijo Rodrigo sintiendo el calor interior del vientre estrecho de su compañera—, ya no podré vivir sin ti. Salieron desnudos y Bernal le pidió a Rodrigo que le contara lo que había pasado dentro. Rodrigo guardó silencio y Bernal dijo:

“¿Ya lo ves? Allí dentro no se puede pensar cuando se tiene una mujer al lado”.

¿Eso quiere decir—preguntó Rodrigo— que Cortés no pensó nada? Exacto, mi querido amigo. La historia es así. Yo mismo escribí mis memorias en la vejez. Es probable que haya alterado todo, pues una cosa es escribir los sucesos cuando acontecen y, otra, cuando han pasado unas décadas. Lo que quiero decirte con esto es que somos unos primates. Con el grado de evolución que tenemos ahora no sabemos nada de la divinidad y la vida y la muerte, pero tú podrás verlo todo porque viajarás al futuro. Pero eso será más tarde. Ahora me voy a echar una siesta. Adiós. Bernal se fue caminando despacio y desapareció en un rincón de su pequeño cuarto. El aire se llenó de una bruma salina y espesa. Los pájaros empezaron a cantar y los caparazones de tortuga sonaron huecos como calaveras, los tambores resonaron en lo alto del cielo y el grito de un caracol, acompañado de los cascabeles, sacudió las nubes. El agua cayó dispersa en forma de rocío, el arcoíris unió el patio de un lado a otro y un águila se paró frente a él, dejó una serpiente muerta y emprendió de nuevo el vuelo.

—¡Que maravilla! ¿Te gusta?
Rodrigo volteó y vio a un hombre sentado en una gran silla. Tenía un espeso bigote y su pose era la de un pensador. Tenía las piernas cruzadas y sostenía unos códices en sus manos.
—¿Qué cosa? ¿A qué se refiere?
Este es Carlos—dijo Zenaida.
—No hablo de lo que te mostró Bernal, sino del águila. Tráeme esa serpiente, por favor.
Rodrigo fue por la serpiente y se la entregó al hombre. Zenaida se dio la vuelta y se sentó al pie de la silla mientras Carlos le acariciaba la cabeza con cariño.
—Ella habría podido ser Aura, ¿Sabes a qué me refiero?
—No. No había oído ese nombre nunca.
—Mejor, así nada te preocupará mientras conversamos. Acércate. Párate ahí y escucha. Esta silla en la que estoy sentado, es muy incómoda, no sirve para descansar, no te permite relajarte y te interrumpe el sueño, ¿sabes por qué? Pues porque es para gobernar. Durante muchos años estuvo ocupada por el águila que acabas de ver, pero un día los reptiles se la quitaron y desde entonces la lucha ha sido constante. A mí, por ejemplo, se me ha permitido ocuparla, sólo en este patio porque estamos fuera del tiempo y del espacio, aquí se ve el futuro y el pasado, no hay presente. No te espantes, no me malinterpretes, mejor dime, ¿cuáles son las características de estos bichos?
—Son feos y venenosos.
—Sí, tienes razón, pero además son imparciales, inmorales y desconocen los principios. Nunca perdonan, carecen de espíritu y nunca han visto el cielo, desconocen las alturas, sus instintos son más fuertes que la razón. Mira, cuando uno de estos animales ocupa esta silla se convierte en un lagarto enorme, toma forma humana y es como un psicópata, un asesino en serie. Imagínate a un necrófilo que goza con el olor de la sangre y la carne putrefacta que es capaz de comerse a sus críos y no siente el más mínimo remordimiento al masticarlos, incluso puede reírse.

Estamos en el periodo de lucha en el inframundo. Si estuviera Miguel el León de aquella Portilla, te lo explicaría muy bien, pero ahora no está y, Ramón el barcelonés, su compañero, ha salido por unas horas. En resumen, estamos a la espera del triunfo de los hermanos gemelos Hunahpu e Ixbalanqué, quienes han sido engañados toda la vida, es decir, los últimos tiempos porque en el norte se ha fraguado el exterminio de nuestra raza, pero cuando los malditos: Patán, Quicxic, Quicré y Quiquixcrac, sean sometidos por el espíritu de Tzacab y Tapeu, que son la tormenta de fuego y el dios del cielo, esta silla será ocupada por Quetzalcoatl o Kukulkán. Reinará de nuevo la paz y los malditos serán erradicados. Está escrito en el papel amate de la corteza de las higueras y en las mismas piedras. Así que nadie podrá negar la ley universal. Quedan sólo tres reptiles y su tiempo está contado. Tú verás ese final, pero estarás viejo y habrás librado muchas guerras. Me dijo Zenaida que le tenías miedo a la muerte, pero llevas dos noches deseándola. Tus temores eran infundados, ¿sabes por qué?

—No, Don Carlos, no lo sé. Todavía siento pavor al imaginarme que todo desaparecerá, que el alma y mi libre albedrío se evaporarán como si fuera agua hervida.
—Mira, Rodrigo, en la actualidad nuestro grado de evolución es el de un primate inteligente. La era de la tecnología lo ha demostrado, pero ¿te has preguntado qué hay más allá, ahí afuera y más lejos todavía? Seguro que esa duda es la que te produce pánico y es normal. A mi alguna vez me pasó lo mismo, pero mientras lo pensaba apareció Ixca. Soy Cienfuegos—me dijo con su cara quemada por el sol y su pelo de púas—. Luego, me llevó por un laberinto fascinante en el que vi la esencia del mexicano, así como lo dijo Octavio. Después vimos el cielo y la eternidad. Comprendí que hay un organismo en evolución constante que no empieza ni termina, sólo es el todo y ya. Nosotros somos parte de ese movimiento, tu eres materia y energía y en el momento de la muerte te transformas en algo cuántico, creces, te conviertes en un ente enorme capaz de viajar a cualquier confín de lo que llamamos espacio o universo. Lo que ahora vemos como realidad es pura abstracción, sueño distorsionado. La verdad está allá. Dentro de tres mil años, el hombre será otro, ¿no crees? Yo lo he visto, en esa época no hay economía, ni poder, ni violencia, ni religión, ni dirigentes absurdos apegados a sus placeres. ¿Lo puedes imaginar?

—Es espeluznante. No me alcanza la imaginación para materializarlo.
—Y ni falta te hace. Ahora, sólo tienes que luchar contra el mal. Esa aberración secundaria que existe sólo si hay bien. Sin lo correcto no existe la destrucción y la maldad, pero todo es necesario para el desarrollo. No hay Cristo sin Judas, no hay Dios sin Diablo. Esos reptiles contra los que luchamos destruyen todo lo que se reconoce como bueno. La educación, los buenos modales, la conciencia, la justicia, la solidaridad. Su única labor es destruir y sus métodos son cada vez más malévolos. Sin embargo, es suficiente que se les tapen los ojos y se desorientan, la música del poder y el dominio los hipnotiza y padecen brutalmente durante su cambio de piel. Si ahora temes algo, es porque ves las cosas desde el punto de vista molecular, pero tu mente es energía, pasa al nivel atómico, el grado de sub partículas, donde hay plasma. Cuando tu organismo cambie de fase, serás energía transformable para ese sistema eterno. Ixca me llevó hace poco a conocer otras fuentes del ser, es decir, de razonamiento. Honestamente, me sentí dios, mi propio dios. Me vi escrito en el Chilam Balam, en el Popol Vuh, en la Biblia, aquí. Ahora, ya lo sabes. Este plano es abstracto, hay un más allá y luego otro y otro. Es como un pasillo de espejos donde un plano va a otro y este a otro y otro, y así hasta volver al lugar de inicio.

Carlos se levantó y dejó la víbora muerta en la silla. Esperó un momento y dijo: “¿Lo ves? Ahí está la prueba de que el trono pierde su fuerza y significado cuando eres inepto, inútil para gobernar”. En seguida se acomodó el pelo, respiró y con paso ligero y seguro se fue sin decir nada más, pero el aire trajo unas notas de Quetzal que se podían interpretar de la siguiente forma: “Nadie nos escuchará ahora, nadie nos leerá ahora, vivimos para ser descubiertos después, en el futuro. No tenemos ningún valor, al menos en este plano temporal en el que nos encontramos aquí”.
Zenaida se levantó y cogió la culebra inerte. La sacudió un poco, la colgó de un gancho y le quitó la piel. Es la hora de comer—exclamó dando una orden—. Rodrigo la cogió por la cintura y se fue con ella.
—¿Te gusta la sopa?
—Sí, es magnífica, pero no puedo entender por qué siendo un bicho tan venenoso y repugnante, sabe tan bien. Incluso es reconfortante dentro del cuerpo.
—Eso es porque ha perdido su fuerza y sus restos te alimentan.
—¿Y eso significa algo?
—Sí. Eso quiere decir que has vencido y que te tienes que marchar.
—Pero, no puedo hacerlo. Te necesito, deseo con toda el alma tenerte junto a mí. Sin ti voy a morirme de tristeza.
—No, Rodrigo, no es la hora todavía. Yo estaré contigo en el momento preciso, pero ahora tienes otras cosas que hacer. Hoy pasarás la noche en mis brazos y me fecundarás. Es para guardar tu recuerdo. Para que se quede tu carne en mí. Has estado está tarde en mi vientre y es justo que dejes tu semilla. Te necesito para procrear justicia, para revivir a mi pueblo. Eres un guerrero águila nacido en la resurrección de Venus. Nos esperan cambios revolucionarios y tu guiarás a tu pueblo. Ahora no eres más que un simple oficinista, un pordiosero, un mecánico, un profesor desempleado, una mujer violada, un cadáver. No te conoce nadie, pero dentro de cien años hablarán de ti. Eso ya te lo dijo Carlos. Existimos para el futuro, hacemos el cambio para el futuro, protestamos y morimos para el futuro. Querido Bernal, tú has renacido con tu crónica, eres más real de lo que fuiste en tu tiempo. Carlos, eres eterno junto con Octavio y Sor Juana, con la Malinche y Moctezuma. Has sobrepasado las dimensiones del tiempo.

Zenaida hizo la cama, puso un incensario con hierba seca y resina. Le dio hongos alucinógenos a Rodrigo, se desnudó y se embadurnó el cuerpo con aceite de piñones, Rodrigo sintió la saciedad plena. Probo todas las carnosidades de la naturaleza y alcanzó las más grandes alturas. Su placer fue tan pleno que se quedó dormido mucho, mucho tiempo.

Cuando despertó llevaba veinte minutos con la mirada fija en su estilográfica Tibaldi plateada de imitación. Ya no le molestaba el chorro frío del aire acondicionado ni las voces de sus compañeros ni las órdenes del jefe, estaba decidido a cambiar su vida y la del país. Al ver la inscripción que había en la tapa de su pluma, su sentido común le hizo una pregunta que lo sumió en un laberinto de conceptos filosóficos. ¿Te das cuenta del tiempo que has perdido aquí? ¡Llevas quince años en este trabajo! Lo dice la inscripción, mírala: “A Rodrigo Gómez Palacios en su decimoquinto aniversario”. Se levantó, cogió su saco y avanzó por el corredor poniendo atención en todos los cubículos, que eran casetas de acrílico transparente semejantes a grandes peceras, y sin despedirse de nadie avanzó por el pasillo como si fuera atravesando un túnel lleno de humo gris y salió. En la calle hacía bastante calor y el cielo estaba despejado. Volteó a los lados para decidir adonde ir. Por lo común, después de su jornada, siempre iba hacía la Alameda y luego subía hasta La Zona Rosa, tomaba el metro y se iba a su casa. Se sintió muy alegre y le pareció que los rayos del sol le hacían explotar la sangre. Emprendió la marcha.

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