Un abrazo celeste

Un abrazo celeste

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03/07/2021

Un abrazo celeste

Desde tiempos inmemoriales, incluso previos a aquellos en los cuales un trozo de obsidiana con puntas agudas era un bien tan preciado como lo es una lavadora automática hoy en día, la institución del karma operó con notoria eficacia. Bastaba que un pensamiento, un acto o una palabra, desafíen el juicio moral de una cohorte de notables figuras etéreas para que diversos operativos burocráticos tomasen el carácter de maldiciones, infortunios o aberraciones. De esta manera nada pasaba por alto. El cortar una torta de otro modo que no sea radial pudo transmutarse, generaciones posteriores, en un martillo que invariablemente doblaba un clavo antes que hundirlo. El rellenar empanadas con pasas de uvas frecuentemente tuvo su correlato en un infortunio no menor a la perdida precoz de una pieza dental o una gastroenteritis aguda el día previo al cual se serviría un suculento guiso de mondongo. Sin embargo, esta preciada institución con el correr de los años quedó obsoleta.

Pese a los enfáticos esfuerzos divinos por balancear el desajuste entre el buen vivir y el pecaminoso proceded, los mortales decidieron hacer caso omiso de esta maquinaria justiciera. Alusiones tales como la mala suerte, factores estocásticos, o el carácter burlón y despiadado de alguna deidad desquiciada fueron, ante los ojos de los morales, las causas de sus desdichas. Por supuesto, esto no fue aceptado sin más ni menos por la cohorte de notables antes mentada, o al menos no fue así hasta que aquella magnánima justicia divina se transformara en una infernal tiranía.

Lustros turbulentos persiguieron esta época caracterizada por la insolencia de los reos mortales, lustros turbulentos en los cuales la inequidad entre la causa y el castigo eran tan frecuentes como hallar una lata de sardina en un supermercado asiático. Penas que antes merecían la condena de un tropiezo en la vereda, ahora tomaban el carácter de un miembro amputado tras el pinchazo con una rosa. Sanciones, cuyo fin era establecer una revelación divina o un mensaje un tanto moralizante, se perpetuaban en una cruenta desgracia, tal como ser objeto de tortura al encontrar una profunda astilla en el dedo índice cada vez que esta pieza anatómica entra en contacto con cualquier objeto de madera. Lustros desafortunados prosiguieron, pero el culto a la suerte adversa o la creencia en seres esotéricos más gustosos en sembrar la desgracia que de planificar un picnic dominical no fue desterrada de la sapiencia de los mortales.

Ante tal panorama una nueva institución emergió. Esta, a diferencia de la anterior, no tuvo por finalidad generar una metáfora o alusión instructiva luego de que un maquiavélico esquema de reciprocidades fuese puesto en marcha. Nada de eso, este organismo impregnó una referencia traslucida respecto a la falta cometida. De tal forma los dioses, inmiscuidos en arduos debates, tomaron por costumbre dotar a cada persona objetada con una marca indeleble que a las claras aludía a su pecaminoso pasado. Así, quienes ignoraron la solicitud de caricias por parte de un cachorro callejero, fueron incapaces eliminar e ignorar un batallón de pulgas dichosas de azorar sus cuerpecitos cada vez que estos se acostaban en sus camas. Así, quienes potenciando la energía lumínica proveniente del sol con la vil intención de calcinar una hormiga, vieron (entre los meses de Enero y Febrero) enrojecer sus pieles hasta el punto en que cada caricia resulta en un acto lacerante. En este marco, el culto a los viejos dioses cínicos y picarones gradualmente desapareció, mientras que el carácter introspectivo de cada mortal se multiplico por lo largo y ancho del globo terráqueo.

La historia de Paola Cuevas nace y culmina en esta nueva era, siendo este un pintoresco (y trágico) retrato de las posibilidades de los tiempos contemporáneos. Paola, a la edad de veinticinco años, vio marchar a su amado a otro plan vital, trágico desenlace congraciado luego de que los longevos brazos de unas cuantas algas decidieran que el cuerpo de Ricardo debiera ser besado por langostas y percebes antes que por aquellas delgadas líneas impregnadas en la sonrisa de su amada. Por supuesto, este anhelo bentónico no fue aceptado por la enamorada, siendo un conjunto de injurias indecentes los indicios más evidentes de este rechazo. A estas, le siguieron otras tantas conductas exaltadas, algunas guiadas por un amargo rencor, otras por un dejo cansino de incredibilidad. Al final solo el cansancio y la templanza del antiguo dios romano Jano permaneció en su semblante permitiendo que el pasado y el cercano futuro convivan a pocas células de distancia. Hacia atrás, dos cuencas vacías atestiguaban ademanes incriminatorios lanzados sin perezas ante las profundidades del mar, hacia delante un semblante apático, incapaz de determinar si la picadura de un mosquito se asemeja a maquiavélica tortura o a una caricia un tanto brusca.

Tal vez, esta escena dramática haya durado lo que una playa en reposicionar cada uno de sus granos de arena, tal vez lo que un cangrejo en interpretar una pintoresca danza ceñida en su ADN. Sea esta o aquella la opción correcta, Paola fundió ambas perspectivas en una tintineante esperanza, siendo los únicos testigos de las mismas las huellas que la vieron abandonar la playa.

Diversas ilustraciones acompañaron su marchar, diversas representaciones pugnando por describir los póstumos instantes atravesados por su amado. En ellas, cintas rojas atadas a las viriles muñecas ocupaban las últimas transformaciones cognitivas que el cerebro de Ricardo le regalaba a su conciencia. En ella, lazos colorados, talismanes protectores contra la vil envidia, resultaban ser las postremas manifestaciones angelicales lindantes al inminente colapso nervioso de su amado. Paola era sacudida por estas crudas ilustraciones, sabiendo que en aquella extremidad engalanada en finas hebras de polietileno se cobija y protege su flamante anhelo. Paola no podía reconfigurar el pasado, pero si, gracias a la maldición de los dioses, anticipar el futuro. Y en esa afirmación, en esa posibilidad premonitoria una parda instantes permitían momificar dichas imágenes para luego diluirse y trasmutar en una descripción conceptual del hombre martirizado. ¿Quién fue Ricardo? virtudes y honores rondan en torno a su nombre rememorado. Hazañas y bondades recorrían la ya ausente piel de aquel mortal inmaculado como un mantel salido del lavarropas. Paola permitió que en un par de suspiros convivan con cada una de estas representaciones honorables, como si en los mismos fuese capaz de resumir una enciclopedia de diez tomos en un pequeño párrafo escritor en papel de arroz. Vagos instantes permitieron que aquellas representaciones se perpetúen quien sabe dónde, para luego desaparecer y exhibir en el blanco mantel una pequeña mancha color tinto.

En esto repara la pizpireta esperanza de Paola, en este pequeño terruño salado inserto en un punto azaroso de un inmenso mar de fértiles trigales. Ricardo y su única falta, Ricardo y su pecado, Ricardo y aquella deshonrosa acción impregnada en el rencor de los dioses que titiritaba en el pecho de Paola.

Ni los complejos habitacionales elaborados a base de plástico oceánicos pudieron compensar aquella infame acción. Ni los cuentos narrados a cuanto cachorro huérfano halló en crudos terrenos baldíos podrían suplir esa ignominiosa afrenta. Ricardo y su pecado, Ricardo y su inmoral deseo satisfecho de incinerar aquel monte, sofocar aquellos álamos rodeados por cedros, aquellas conspicuas estructuras de celulosa armoniosamente diseñadas en cuyas matrices se transcribieron las memorias de cuanta semilla errante arribó a ese paraje. ¿El motivo? La contemplación de la psiquis de aquella última brasa, la decodificación de su intrincado manojo de ansiedades petrificadas en la carbonosa piel tras comprobar que luego de encarnar la fornida anatomía de Surt, su reino se asemejó más una hornalla abatida que al azufroso terreno de Jotunheim.

Algunos lustros y algunas décadas convivieron con aquella esperanza en Paola. Algunos años vieron nacer y otros tantos morir cientos de predicciones respecto al nuevo semblante del amado fenecido. En algunas de estas fantasías poéticas, Ricardo era recreado como un prólogo de metamorfosis conceptuales, talladas ante el amparo de sus virtudes. En otras, su pecado arrastraba una marca poco agraciada, tras la cual solo la desdicha podría ser congraciada con su encuentro. Pese a anticipar esta o aquella quimera, Paola fue incapaz de dudar de la resurrección de su amado en aquel preciso momento. Paola fue incapaz de evitar que sus manos tapen su boca luego de advertir que Ricardo trasmutara en una mancha de aceite estirándose eterna e inútilmente para abrazar la exuberancia del mar.

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