Cada vez se hacen menos los momentos que tengo para decantar mi vida en este espacio. Cada vez aparecen más platos por lavar y Amanda demanda, a su vez, más horas de conversación y de escucha para resolver sus cuestionamientos más profundos. Intento no dármelas de gurú ni de experta en ninguna materia; más sí me esfuerzo en lograr que mis experiencias le sirvan de guía o de algo parecido para ayudarle a tomar conciencia de la naturaleza del mundo y de la artificialidad con la que la gente se relaciona en él. A causa de él, más bien. Puedo sonar fatalista muchas veces, pero no puedo evitar ponerla al tanto del destino de las cosas que ella todavía considera un misterio. Es duro, se trata de aterrizarla un poco forzadamente, sacarla de su idealismo para obligarla a aceptar la triste realidad de que siempre estamos solos. Ya sé que nos acompaña un dios y bueno, todas esas cosas con las que intentamos consolarnos diariamente, pero le hablo más bien del ejercicio de la vida como responsabilidad de cada quien. Ella, naturalmente, es una persona joven y buena, dulce en sus deseos y apreciaciones, pero a veces demasiado ingenua como para darse cuenta de que hay gente que abusa de su confianza y buena voluntad. Es aquí donde me paro firme para decirle que ella solo tiene responsabilidad sobre sí misma mientras no tenga hijos. Porque veo como se aprovechan de su tiempo y de su buen corazón, personajes que sólo vienen a ella para achacarle culpas, llenarla de exigencias y por lo tanto, a atormentarle los días. Hace poco he vuelto a extrañar Lima y la oferta de socialización tan diferente que se ofrece en la ciudad. Aquí todo es muy básico, encuentra pocos amigos con intereses afines a los suyos; mucha gente superficial… No porque se lo propongan sino más bien a causa de haberse criado en estas cuatro cuadras a la redonda y no haber visto nada más. Y, tristemente, Amanda se está convirtiendo en parte de todo ésto. Aunque quiera ilustrarla de una forma eficiente, la influencia de la atmósfera es muy grande. No tiene con quien hablar de algo diferente a lo que es elemental. El sexo, el alcohol y la fiesta son los únicos motivos de la gente que, atrapada por circunstancias tan evidentes, no puede pensar en que la vida puede componerse de otro tipo de ejercicios y relaciones. Extraño llevarla al teatro, al cine, a un centro comercial, a visitar a mis amigos, a los ensayos del teatro. Si bien, por la plandemia, no ha existido nada de esto, ya están abriéndose oportunidades de regresar a la «normalidad». Aquí me cuestiono, puesto que yo misma me encuentro casi todos los días renegando de la obligatoriedad de esta vacuna asesina y de lo absurdo que es creer en el covid. Yo misma me considero una incrédula y hasta una persona «despierta» en la medida que no me como el cuento de que todo haya sido infectado repentinamente por un virus y que debemos renunciar a la libertad para ahora rendirnos ante una aparente solución que no garantiza nada, ni siquiera nos asegura que ya no nos contagiaremos. Todo me parece una pantomima, un problema creado por los mismos que ahora ofrecen la solución. En fin, por todo esto he seguido aquí, además de la escasez de dinero o de posibilidades concretas para estabilizarme en la capital. Por eso me cuestiono cuando de pronto deseo estar en la ciudad… No podría, sin vacuna, sin bozal, sin el miedo, no podría estar allá… Ni Amanda tampoco. Aquí, de alguna manera, estamos «a salvo» de la obligatoriedad, a salvo de una gran parte de protocolos innecesarios para existir y etc. Me corrijo, aunque este no sea el lugar más interesante para el desarrollo intelectual de mis hijos, es el mejor lugar para «escampar» de toda esta desgracia. No sé ni qué me pasa, me pregunto de donde proviene esta clase de arrebato por volver al pasado, por volver a Lima, a Miraflores especialmente, al Perú. Pienso que busco a mi madre, que siempre la miro, la busco. A ella, a mi infancia, a mi padre. Busco lugares comunes, experiencias comunes, el sabor, el olor de lo conocido, de lo que me es familiar. Todo es tan distinto aquí. No encuentro un sólo aroma, un sólo color, una sola planta que me ayuden a regresar a mis escenarios más amados. Todo es colorido, brillante, festivo, ruidoso. El sol nos abrasa, literalmente y es poco lo que puedo evocar la nostalgia y la tristeza de mi juventud. El olor del mar está muy lejos. Cuando estaba en Lima, puedo decir que mi tranquilidad estaba enmarcada por este olor, por la dificultad para respirar que ofrece la niebla espesa del invierno, por los colores siempre agrisados, siempre traslúcidos que se ofrecen bajo la fina capa de bruma que cubre las cosas. En ello me reconozco, me siento parte, me siento con derecho. Quizá no hay que racionalizar tanto las cosas, uno busca sentirse parte todo el tiempo y es hasta justificable. Todo es tan ajeno a nuestra naturaleza que es normal que busquemos algo de qué asirnos que nos de sentido de pertenencia, algo que organice nuestra memoria y que nos ayude a encontrar razones para todo. Es el mar, no el campo, es la niebla, no el sol, es la nostalgia y no la estridencia; nada de aquí me pertenece ni me describe. Nada me ayuda a desenvolverme con soltura, siempre estoy como una turista haciendo los debidos esfuerzos para comprender y ser comprendida. Extraño a mi madre, a mi hermana, a los chicos, todo. Por encima de todo a mi padre. Hace poco puse su foto en la pantalla de bloqueo de mi celular, se me alegra el día al verlo sonriente. Es como si me diera su aprobación. Mi madre… con ella todo es más duro. Todavía me ignora, seguro lo hará siempre. El otro día intenté hablarle de mis sentimientos, engancharla; le dije que siempre me sentía sola, que la extrañaba infinita y dolorosamente. No dijo nada, sólo me pidió que sea fuerte y que unamos «fuerzas» ya que ella también teme a la cercanía de la muerte y se culpa por no haber hecho mayores esfuerzos para acercarse a mis hijos. Se lamentó de lo desgraciada que puede ser la vida para algunos y de lo mucho que sufría por mi ausencia. También me sentí culpable. Por haberme ido, por alejar a los chicos de ella (aunque muchas veces considero también que fue lo mejor). Sólo cuenta para mí el hecho de que no podía seguir teniendo a Túpac lejos de su padre, que necesitábamos de él y mientras la distancia se acrecentaba, menos quería ayudar con la crianza. Ahora ayuda, económicamente y le da algo de presencia a Túpac telefónicamente. Tampoco me sentía segura de mis pasos dejando a dos niños tan chicos solos, era necesario regresar a la casa, a los platos, al día a día al pie de ellos. Por lo menos cinco años más, así me lo propuse. Me propuse, en un inicio «regresar» con Amanda de dieciocho y con Túpac de once. Prepararla a ella para trabajar como actriz y pintora o lo que le diera la gana y poder ocuparme únicamente de producir lo de Túpac, (aunque él está amparado por su padre y eso es un alivio). No sé ahora qué pasará, pues volver a irme, volver a tomar distancia definitiva con Julián se me hace impensable. Aunque no venga, sé que está a un bus de distancia de nosotros y que en cualquier caso, puede venir a vernos. A Lima es más difícil que vaya, aunque en términos prácticos ( no económicos) es más fácil que vaya al aeropuerto y llegue a Lima en tres horas nada más; es increíble, llegar aquí es dificilísimo. Son nueve horas de camino entre el taxi al terminal y el bus a la casa desde el terminal.

Tengo malos presentimientos, además, en relación a la salud de Julián. Le siento triste, más deprimido que antes y cuando veo sus fotos, le noto cada vez más flaco. Temo que se nos vaya, temo el momento en que colapse de tantas guerras y de tanto sufrimiento. Me lo imagino diariamente, en el bus, yendo a repetir el mismo día todos los días y también me lo imagino de regreso, sentado en una silla solitaria, dentro de un bus atestado de gente, regresando al caos mental de su madre, a su eterna depresión y aislamiento en ese cuarto lúgubre que ella guarda siempre para él. Lo extraño mucho, me hace una falta que o sé ni cómo describir y me duele, me rompe su tragedia, su tristeza y sobretodo su resignación. Quisiera despertarle y devolverle la fe en nuestra familia, decirle lo fuerte que pienso que es y que por favor no nos deje. Me parece absurdo esto de buscar «otra pareja», en el fondo sigo enamorada de él y de sus casi invisibles virtudes. Nadie aprecia nada en él como lo aprecio yo. Recuerdo, por ejemplo, la noche en que nos lavamos los pies el uno al otro y que nos juramos amor eterno. Devoción es la palabra, siento devoción por la bondad y la entrega de este hombre que no hizo sino amarme y tratar de comprender mi tormento. Y culpa, una culpa enorme por la felicidad que nos robamos el uno al otro. Pienso en él siempre, todos los días y cuando viene y se va, lloro el vacío que deja su ausencia por lo menos tres días. Túpac lo llora una anoche, intensamente, se tira en la cama y se queda tieso, después estalla en un llanto atroz. Lo abrazo pero no puedo evitar ponerme a su nivel y llorar con él. Es muy duro esto y no sé hasta cuando tenga voluntad de esperarlo. Creo que nunca volverá, a veces pienso que él ya tiene a alguien más y que todo lo que me imagino de sus días son solo fantasías que me invento para justificar mi añoranza. Quien sabe y está feliz… pienso a veces.

Mientras tanto, fumo mi soledad y trato hasta de ponerle buena cara a este presente continuo y sin esperanza. Mi mente aguarda anclada en un momento estático, eterno. Aguardo siempre lo mismo. No sé como se llama, pero tiene que ver con mi madre, quien sabe y aguarda que venga a rescatarme de esta cuna en la que no paro de llorar por ella, cagada, sucia, enferma de necesidades.

Mamá, quizá tú no te des cuenta, o sí… (yo pienso que sabes todo y que lo que pasa es que no quieres hacerte cargo, o no sabes cómo), pero yo me pasmo algunos días del mes, más precisamente (me he dado cuenta), cuando estoy ovulando; me pasmo, no sé ni qué hacer ni a dónde ir. Y en esos momentos aparece una vieja impotencia ligada a las imágenes que guardo de ti queriendo dejarnos, queriendo irte del mundo. Me acuerdo de tu bata color lavanda y de el día que llegaste del hospital después de que te hicieron el lavado de estómago, por lo de las pastillas que te tomaste. Me acuerdo de tu debilidad, de tu fragilidad, guardo en la nariz el olor a adrenalina que exhalabas por los poros, tu miedo y tu vergüenza. Pero sobretodo me acuerdo de mi frustración, de mi «pasmo» por no poder salvarte nunca, porque por más esfuerzos que hiciera para alegrarte los días y darte algún motivo de orgullo, nunca me mirabas. No te dabas cuenta de que no estabas sola y de que yo siempre estaba contigo, con ustedes. Muchas veces, me pillo llorando tus lágrimas, las que aprendiste estoicamente a contener para hacer frente a la dureza del día a día, para evitar que te tacharan de loca. Pero yo sabía, yo veía en tus sutiles gestos de cansancio y desagrado, lo aburrida que estabas de la vida y de tu sufrimiento. Hoy, estoy pasmada, como muchos otros días. Te recuerdo y lloro de pena y de ira por no ser capaz de hacerte llegar estas palabras que tanto me atormentan, porque quisiera reclamarte con ellas el amor que me negaste cuando decidiste endurecerte y cansarte definitivamente de todo, empezando por mí. Pienso que fuiste injusta y que yo no merecía que también me cerraras las puertas, quizá a los demás sí, a todo lo demás, pero a mí… a mí que te acompañé siempre… fue injusto, es doloroso todavía. No sé en qué momento mi vida comenzó a perecerte aburrida e innecesario el involucrarte en ella. Hoy me siento tan lúcida como tan débil. Fragmentada como siempre, tratando de seguir adelante y de encontrarle sentido a un sinsentido. Siempre me faltas. Me falta tu mirada, tu agradecimiento y tu compasión. Palabras que quizá pudieran ayudarme a recuperarme de lo que a ti te pasaba, porque no era mío, era tuyo y yo me hice cargo sin tener cómo sostenerlo.

Me siento insuficiente y todos mis esfuerzos los considero absurdos, quizá porque no logré ayudarte ni resolverte nunca. Madre, tus deseos de morir me quitaron la alegría por siempre y no hallo en el mundo una sola razón para entusiasmarme con nada que no sea la ilusión de algún día reunirme contigo a decirte todo esto. Me niego a dejarme caer en el profundo pozo de tu tristeza, aunque sé que en él se encuentran contenidas todas las razones de mi existencia. Me niego a dejarme ir, a llorar tus lágrimas y a enfurecerme contigo por tu abandono. Una parte de mí te conserva como una esperanza, como una posible respuesta mientras que el resto te rechaza y lucha por olvidarte. Tu sonrisa sigue siendo mi alegría y mi motivo, aunque tenga cuarenta y cuatro años y esto pudiera parecer pueril y estúpido. Cuando me hablas de tu próxima muerte, como si para mí no significara nada, me dueles más aún. Crees que son inocuas tus palabras y hasta que me complacen. No soy tu amiga del café, soy tu hija e imaginar el dolor de tu verdadera y definitiva partida, me rompe en mil pedazos, pues ningún hijo está preparado para imaginar ese momento ni se juega con eso. Ya no me hagas más daño. Si no puedes o no te apetece venir a verme ni recibirme cuando voy a Lima, déjame en paz, por piedad y no vuelvas a manipularme con la idea de tu muerte. Sabes que no podré hacer nada para evitarla y que no es, en todo caso, algo que yo pueda controlar ni favorecer o desfavorecer con mi vana y sola presencia.

Túpac no quiere entrar más a las clases virtuales, lo entiendo, yo tampoco querría. Tampoco sé como divertirle o cómo incentivar su creatividad; las salidas de Amanda aún nos desequilibran, nos hace falta su voz, su presencia, más ella busca cada vez más y mejores formas de irse de casa el mayor tiempo posible. Es incontrolable, inevitable, quiere partir, quiere irse lejos de este hogar sombrío y de las reminiscencias del dolor de mi madre. También la entiendo, hará lo mismo que yo hice: irse lo más lejos posible, como si la distancia pudiera salvarla de lo que es su herencia, su destino. Cuánto falta para que entienda mis palabras… No lo sé. Trato de explicarle que la cruz la lleva uno siempre consigo, que no hay distancia en el espacio que pueda distanciarnos verdaderamente de nada de lo que nos concierne. La sombra nos la llevamos encima como un paraguas, como una nube más bien, que no nos deja nunca, hasta que le demos la mirada que necesita, hasta que nos dejemos mojar por sus aguas transformadoras. Ella no entiende, piensa que puede librarse de mí tan sólo yéndose unos metros o kilómetros más allá. Túpac y yo nos sentimos desamparados y confundidos sin ella, o quizá mi confusión lo contagia y él simplemente se encarga de hacerle eco a mi vacío ferviente… Está aburrido, tan sólo está aburrido. Lo llevaré a la tienda en busca de sus golosinas preferidas y quien sabe, después de hacer el arroz con leche, lo anime a ir a nadar un rato a la piscina. Después, por la tarde, me ocuparé de mi abandonada pintura. Aún en contra de todas la obligaciones domésticas que tendré, como lavar una tonelada de platos y barrer cien metros cuadrados; pintaré, cansada, lo que pueda, lo que salga, lo que es menester en medio de tanto vacío y tanto rechazo. Ninguno de nosotros quiere mirar cómo son las cosas, la burbuja del tiempo nos envuelve y sentimos este lecho como eterno, nadie quiere mirar el futuro ni imaginarse solo. Y eso nos infantiliza, o me infantiliza a mí con ellos. El presente es para nosotros una condena, una cárcel donde permanecemos sustraídos de toda responsabilidad y ajetreo. Amanda acaba de escribir para anunciar que no regresará aún, que está desayunando con M. Así que nos quedamos solos toda la mañana y seguramente también la tarde. Es horrible, no rindo para darle a un niño varón, yo sola, todo lo que necesita en cuanto a juego, atención y compañía; me pierdo, me confundo, me muero lento estando con un niño pequeño a solas. No sé si es porque yo también, en el fondo soy una niña y por ello me hallo incapaz de amparar a nadie… no lo sé, siento que es por ahí. No me siento capaz de abrigar a un niño ni capaz de diferenciarme de él.

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