Boquilla. Papel. Tabaco. Saliva y pulgares. Mechero. Me levanto a por un vaso y lo lleno de whisky. Sin artificios ni pretensiones, lo que encuentro en el armario, los resquicios de un antojo pasado. El alcohol siempre ha sido la droga de los escritores, si no fuera por ella aprenderíamos a ser felices, pero nadie escribiría nada que mereciera la pena.

Empiezo mi viaje desde mi salón. Voy lejos, muy lejos, pero sin moverme de aquí. Tercera calada, me quemo los labios y bebo. Se precipita una lágrima de la comisura de mis párpados. Es el momento, no tengo porqué esperar más.

Me miro por dentro y no me gusta lo que encuentro. Me siento solo, abandonado y culpable sin entender qué pude hacer mal. Avanzo por mis adentros, rodeado de silencio, desolación y oscuridad. No es un viaje que quiera emprender, no he decidido encaminarme en esta introspección, pero debía hacerlo. Salgo un momento de mí mismo para pedirle a mi brazo que acerque la copa a mis labios. Tengo ceniza en el regazo, pero es lo que menos me preocupa. Vuelvo adentro, a seguir mi camino.

«¿Qué haces aquí?» —me pregunto, inocente—, «¿de verdad mereces estar aquí?». No estaría aquí de no ser así, supongo. Tendré mi parte de culpa, será que no he querido entender antes lo que me ha traído hasta aquí, pero voy a seguir avanzando. Llego a mi corazón y lo veo hecho pedazos. Veo un pequeño tubérculo negro latiendo a una frecuencia irrisoria. Se mueve despacio y torpe, intentando imitar lo que otrora había hecho, la suntuosidad con la que latía, la fuerza indómita con la que arremetía contra mi esternón. No hoy, no ahora. Me acerco a los resquicios de carne descomponiéndose que circunvalan ese pequeño pedazo de músculo flácido y mustio, aún huele a ti.

Sigo caminando, subiendo escaleras, hasta que llego a mi cabeza. Mi cerebro me ignora, se esconde de mí, no quiere mostrarme gran parte de mis recuerdos. Apaga las luces y voy a oscuras. Extiendo las manos para no precipitarme. Toco con las yemas de mis dedos mi materia gris. Veo su sonrisa, tan nítida como la primera vez. Separo rápidamente mis manos. Qué extraño ha sido ser tan feliz por un segundo, ya no lo recordaba.

Cambio de rumbo, aún a oscuras, aún a ciegas. Vuelvo a notar el tibio y viscoso contacto con una parte de mi cerebro. Esta vez escucho sus últimas palabras, mis últimas palabras y la peor de las despedidas. Lloro desconsoladamente, pero me reconforta no haber revivido otro recuerdo feliz.

Me siento entre mis sienes, justo en mitad de mis hemisferios. Miro a mi alrededor. No sé cómo estoy tan seguro de estar donde creo estar, pero lo sé. Estoy en el centro de mi cabeza. Cierro los ojos mientras un escalofrío recorre mi espalda. Siento miedo y nostalgia, desazón y abatimiento. Noto humedad desde mis pies hasta mi cintura. Floto en mitad de un océano. Antes el agua era tibia, me dejaba mecer por su corriente, sujetando tu mano con fuerza, seguro y confiado. Ahora abro los ojos y veo que no flotamos juntos, veo cómo tú estás en la orilla, dándome la espalda, mientras yo me hundo en la más profunda oscuridad.

Grito tu nombre, intento gritarlo con toda la decisión que me permiten articular mis cuerdas vocales y a penas escucho un susurro, una brizna de céfiro que lleva el apelativo que usaba contigo con tanto cariño, pero tú no te giras, porque no llega a tus oídos. Yo sigo hundiéndome y tú sigues pétrea en la orilla, sin ningún atisbo de movimiento.

Abro los ojos y sigo ahí, entre mis hemisferios, listo para continuar mi viaje. Diviso un recuerdo precipitándose de mi materia gris, goteando ante mí. Junto mis manos imitando la forma de un cazo y miro directamente al centro de ellas. Puedo ver tus ojos mirándome, con una lágrima desprendiéndose de ellos. Abro las manos y dejo caer el recuerdo al suelo, otra lágrima cae directamente desde mis ojos. Salgo de mí mismo. Fumo. Bebo. Mi viaje vuelve a empezar.

Voy hasta mi corazón de nuevo e intento juntar los pedazos. «Ayúdame, por favor» —te pido entre susurros—, pero no me respondes, porque ya estás demasiado lejos. «¿Por qué te siento tan cerca si ya no estás aquí?». Nadie responde, yo tampoco, tú tampoco.

Lio otro cigarro, me lleno otra copa de whisky, dejo que fluya el be bop de Parker y vuelvo a pensarlo una vez más: tú eres jazz, eres la fugacidad entrópica de notas al azar que suenan en armonía; eres caos, eres desorden y eres belleza, la más absoluta y sublime de ellas.

Yo soy nube y tú eres tormenta; yo soy cielo y tú eres perseidas; yo soy calma y tú eres debacle; yo soy pereza y tú eres frenesí; éramos equilibrio y somos caos.

Termino mi viaje. No aguanto más recordándote, aún me duele demasiado. Acabo mi copa, termino mi cigarro, me sirvo otro vaso, me lío el siguiente. «No puedo seguirte pensando» —pienso antes de volver a emprender mi viaje e ir a encontrarte en mis recuerdos, en los más tristes y bellos que conservo.

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