No se tenía dudas de su procedencia: italianos. Llegaron como muchos allá por el año 1800 y pico. Como sucedió con otros inmigrantes, poco se supo de ellos. Se quedaron a vivir en el departamento de Rocha, en Velázquez. Una casa de piedra les dio cobijo, y allí nacieron sus hijos, 12, 15, 18 con algunos mellizos, y también allí encontraron abrigo yernos, nueras y nietos, por lo que en definitiva la casa se achicaba y la comida era racionada. Doña Exaltación muy temprano preparaba el amasijo, antes que todos estuvieran en la vuelta. Tal vez el olor al pan recién horneado hacía que los muchachos despertaran y entre sus voces y la de esa suerte de criolla con acento italiano debido a sus ancestros, la mañana cambiaba su silencio por esa algarabía propia de los niños, mientras repartía a cada uno un pan y reservaba el resto bajo llave con la finalidad que alcanzara para el almuerzo y la cena.

El jefe de familia, hijo de italianos, llegó con sus padres a este lugar, y un día sí y otro también, ahogaba sus penas en el alcohol, soñando quizás con aquella patria de la que tuvo que partir vaya a saber por qué motivo, los que sobraban en ese entonces. Era albañil, profesión que heredaron algunos de sus hijos,lo que permitió que consiguieran trabajo en otros lugares y marcharan buscando una vida mejor para sus familias recién formadas.

Ana cocinaba muy bien, así que pronto comenzó a trabajar en las estancias como cocinera. De estatura media, elegante,siempre erguida y mirando de frente con sus hermosos ojos azules, enfrentó la vida que por aquellos tiempos no era muy generosa por estos lares. La pobreza se hacía carne en la campaña. Era difícil encarar sola, en el campo,en el medio de la nada una vida como debe haber soñado, como cualquier muchacha. Bonita, alegre, inquieta, pronto conoció los sinsabores teniendo hijos de los que nadie más que ella se hizo responsable. «Hijos naturales»,como que si el espíritu santo todavía anduviera regando hijos por el mundo. Pero era así, ella los tenía,ella los criaba. Era dura su vida sin lugar a dudas. Cuántas veces realmente habrá querido esas relaciones? Cuántas veces habrá sido violada en esas estancias solitarias donde la ley no existía y el más fuerte era el vencedor. Duele de solo pensar su destino de mujer solitaria, endurecida de tanto luchar, guerrera de la vida, sin amparo. Tuvo cinco hijos. Algunos no tuvo más remedio que entregarlos a alguna familia para que los terminaran de criar. Otros, prendidos de sus faldas, fueron tal vez su esperanza, trabajaban a la par de ella en los establecimientos. Y así fueron pasando sus años, de un lugar a otro, y se fue haciendo mayor. Detuvo su andar en Aiguá, ciudad del departamento de Maldonado. Y allí sus hijos la ayudaban con lo poco que ganaban en algunas changas que hacían. Bien formados, habían cursado algunos años de primaria. Otros la habían completado. Peluquera, cocinera, policía, comerciante, lograron tener un futuro totalmente diferente. Excepto uno de ellos, el que estaba más cercano a ella. El amor le jugo una mala pasada. En esa edad en la que los sueños son más fuertes que la realidad, en la que el hombre se aferra a alguien para continuar viviendo, cuando el corazón no obedece razones, cuando se necesita imperiosamente del otro, el hijo de Ana fue brutalmente abandonado por quien creyó el único amor de su vida. y todo su dolor , y toda angustia no logró calmarlas con el alcohol. Y un día cualquiera sin respetar la ley divina, puso final a su vida. Y ese día también, sin saberlo ese hijo, comenzó el final de la vida de esa mujer que le dio la vida. Ella coqueta y solitaria cuidaba de su presencia. Solitario y doloroso fin de su vida. Queda por allí en alguna mesa ratona, su cartera negra con la foto de sus padres, sus hijos, y los polvos y lápiz labial que como en un ritual con esmerado cuidado, retocaba su rostro disimulando los surcos de los años y su tristeza.

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