Ana Inés era una niña a-do-ra-ble. Lo que se dice adorable de verdad. Linda, elegante y muy inteligente, amiga y compañera ejemplar, querida por todos.

Llegó a la escuela el primer día con su túnica blanca impecable y un precioso lazo rojo que ataba su largo cabello con pulcritud y distinción. Su padre la acompañó. Era su orgullo y la cuidaba con celo. En la puerta del salón y antes de despedirse de su hija quiso conocer al nuevo maestro. Ingresaba a cuarto grado y dentro de un mes cumpliría sus nueve años.

La lista de alumnos que colgaba en la puerta de la Dirección la nombraba junto al resto de niños ya conocidos del grado anterior, en una hoja titulada con el número del salón y el nombre del maestro: «Roberto Figarez».

Su padre quiso conocer en persona al docente que tendría a su cargo la educación de su hija. Por primera vez, en cinco o seis años de escolaridad que llevaba la niña, sería un maestro varón. Éste/a, al  verlo en la puerta, acudió muy presto a conocer al progenitor de su nueva alumna.

Roberto sorprendió al padre de Anita y a todos los demás que junto con él esperaban ansiosos. Una hermosa rubia, de grandes anteojos, cabello largo muy lacio hasta la cintura,  pollera corta y túnica ancha se apersonó de inmediato. -«Soy Roberto»- les dijo con sonrisa burlona y  actitud arrogante buscando crear incertidumbre en cuanto adulto y/o niño lo/la observaba de pies a cabeza.

Se acercó la Directora en la sorpresa y corroboró su identidad. -«Es el maestro de cuarto grado» – les dijo. Los padres no podían entender nada, mientras el/ella, con nombre de varón y apariencia femenina, miraba a todos con sonrisa congelada. Nadie aceptó la situación. De nada valieron las explicaciones de la autoridad ni los pensamientos amplios de algunos adultos que asumían y aceptaban los cambios de sexo.

Roberto no pudo quedarse. Era una ciudad del interior y esas cosas nunca jamás podrían ocurrir.

Ana Inés y sus compañeros volvieron a casa a esperar que un/a nuevo/a maestro/a  suplente ocupara desde el segundo día de clase, con caracter de efectivo, para siempre y hasta fin de año, la titularidad del grupo.

Roberto aceptó la propuesta de las autoridades. Mientras se concretaba su nueva identidad esperaría en su casa de la capital. Seguiría siendo la Patricia de siempre. La que el/ella misma quería ser, con el mismo nombre que había elegido a sus recién cumplidos cuarenta y un años

Tenía una profesión de mujer, había estudiado y se había acreditado en ella hacía tiempo, con datos masculinos. No tenía la más mínima vocación ni compromiso profesional. Era una carrera más, muy especial, igual que podría haber sido la de peluquera, cocinera o costurera, pero más visible y desafiante. Una comunidad de padres y un grupo de niños estarían bajo su égida. Podría manipularlos a su antojo, siempre con esa sonrisa de labios rojos perfectos, envidia de cualquier mujer.

Podría usar pollera todo el tiempo y dejar al descubierto sus piernas rectas, flacas y bien cuidadas, cubiertas siempre con medias largas de vestir. Esas mismas que usan las señoras coquetas y arregladas.

Su cuerpo no tenía curva alguna pero las disimulaba  debajo de una túnica recta muy corta, que abotonaba apenas como al descuido. Le permitía mostrar su escote, sus senos incipientes y sus uñas impecables en unas manos de dedos finos llenos de anillos y sugerencias.

En su casa pasaba horas por el día y también por las noches, cuando su tarea rotaba por la de «trabajadora sexual» y un grupo ávido de jóvenes varones indecentes lo/la visitaban para compartir nuevas experiencias.

Cada mañana, cuando apenas salía el sol, con sueño en los ojos y marcas en el rostro, peinaba su largo cabello y ocultándose detrás de grandes anteojos de sol oscuros y sin aumento, pedía un taxi. Para no ser reconocido/a, bajaba con disimulo y rapidez en la puerta misma de la gran oficina de maestros administrativos que cumplían funciones similares pero en otro nivel, sin presencia de niños ni público adulto.

Le habían dado la opción hasta que se completara el trámite y su nuevo nombre le fuera adjudicado, hasta que completara su nueva identidad con aspecto y datos personales en consonancia.

Gozaba de privilegios especiales. A diferencia de otros/as compañeros/as en igualdad de funciones, cobraba ingresos mayores, sin recortes y con compensaciones únicas intocadas. Todos privilegios que ella misma había exigido por estar «en período de cambio de identidad». Una demanda que ninguna autoridad se atrevió a cuestionar. 

La diferencia se notaba siempre en el trabajo, porque nunca podía hacer nada. Estaba deprimido/a, triste, con sueño, y con acento quejoso les decía a todos en tono lastimero:-«¡Ah no!…. ¡yo no!… ¡hoy no!… ¿no ves como estoy?»

Horas pasaba sentado/a con su escritorio vacío con los ojos entreabiertos y las manos con anillos sobre una libreta cerrada, que simulaba estar llena de notas, testimonio aparente de su incesante actividad. Porque en los hechos, esa libreta estaba vacía. En vez de lapicera en sus manos se escondía una lima que usaba frente a todos  con total desparpajo para pulir sus uñas y dejarlas impecables.

Los demás no lo/la querían. Ella se lo había ganado por el desinterés hacia sus compañeros y sus actitudes prepotentes y egoístas. Nadie lo/la respetaba, no lo/la ayudaban, no lo/la invitaban, no le hablaban y un poco lo/la menospreciaban. Solo/a en ese rincón pasaba su horario. Salía en punto, justo a tiempo y raudamente cuando el taxi paraba en la puerta para recogerlo/a con velocidad y llevarlo/a por diez cuadras hasta la puerta de su casa, en el momento justo que anochecía y un grupito de inquietos varones esperaba su llegada para divertirse con él/ella una vez más.

Quería ser como todos/as y no sentirse discriminado/a. Sus actitudes lo/la condenaron porque, lamentablemente, Patricia nació diferente… y quiso serlo.

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