Pronto seré pobre.

Pero he reservado una pequeña casa en La Alpujarra. Huyo del verano; corro hacia el aislamiento desde el confinamiento compartido. Ya veo las playas llenándose de gente, con los cordeles sobre la arena, cuadriculando el caos que el año pasado dibujaban las sombrillas; pequeños atascos, tiendas en las que ya es más difícil la distancia social. El verano para mí es huir del verano de los otros. Es echar de menos la playa vacía que preside nuestro invierno.

     Este verano aún soy rica.

     Tan rica como cualquier obrera de trabajo indefinido, pendiente de una nueva normalidad en las ventas, o del finiquito. La casa que he alquilado está apartada y todos los muebles huelen a pasado. Nada de casas reformadas para los turistas —«con encanto»— provistas de todas las funcionalidades indispensables: wifi, artilugios de Ikea, una cafetera de cápsulas. Nada de eso. Esta casa —lo sé—, es de alguien que se ha ido hace poco. Me lo dice la marca de un crucifijo que estuvo colgado en la pared de la habitación y el aroma húmedo de los armarios vacíos. Hay dos cosas que me movieron a elegirla: el precio y la senda.

     Salgo a primera hora. Aquí el sol te abrasa, aunque la noche sea fresca. El río no estará lejos, y camino con mi pequeña mochila: agua, fruta, hidrogel y mascarilla. No hay nadie. Hay lugares donde la gente casi no existe. Llevo siete meses sin hacer el amor. «El verano está para las aventuras», eso nos decíamos en aquellos otros viajes cargados de risas, de ganas, y de algún amante mis amigas y yo: mujeres recién llegadas a la treintena. No parece grave —lo de los cuerpos que retozan, la energía que se carga con el contacto y el placer compartido—, porque soy asmática y lo primero es respirar. He pasado miedo, he sentido la falta de aire cada vez que las imágenes, obscenas, señalaban a los pacientes con respiradores. Priorizo, y sin embargo mi cuerpo y mi cabeza me mandan señales contradictorias: protégete y vive; ama y respira.

    Sufro. Mañana seré pobre. Puede que muera. Hoy soy rica.

    Porque hoy miro la sierra de La Alpujarra y me dejo arrastrar por estas vacaciones de amigas sin ellas, de compañeras de piso ausentes, hartas de vernos. No quiero perderme, no me salgo del camino: una senda de tierra pisada quién sabe desde hace cuánto. Escucho un trote a lo lejos, y en solo unos segundos el caballo aparece y desaparece. Me aparto como una loca de ciudad ante un camión. Al caballo no le importa que no lleve mascarilla. Me repongo y dudo. Llevo más dos horas paseando por la senda, ¿sigo o vuelvo? Otra vez el sonido de los cascos que se escuchan firmes en la tierra, vuelvo la cabeza hacia donde se fue el caballo, pero el sonido viene en dirección opuesta. Unos segundos y la voz: «Soooo».

          —Buenos días.

Se ha quedado a una distancia prudencial y yo no tengo ninguna necesidad de tener un caballo cerca.

          —Creo que se te ha escapado un caballo —le digo al hombre.

El hombre —el caballero— ríe. Veo algún diente que se le monta encima de otro. Me doy cuenta de que con tanta mascarilla ya no puedo descubrir los labios, la sonrisa, las arrugas, los hoyuelos, la armonía de la cara. A veces con los ojos no es suficiente. Miro al caballo. Es marrón, de pelaje muy brillante. Su olor se mezcla con el romero del camino.

          —Si quieres montar, en el bar El Chamizo se contratan excursiones —me dice el caballero.

     El animal relincha, da unos pasitos como de baile. El caballero no lleva sombrero.

        —Gracias. Me dan un poco de miedo, la verdad.

     Él hace un gesto que yo leo como «niñas frágiles de ciudad», pero puede que me lo esté inventando. El caballero se despide: asiente con la cabeza y dirige la mano al sombrero invisible.

     El bar El Chamizo es una buena opción para cenar. La única referencia que tengo en este pueblo. Las mesas en la calle, muy distanciadas las unas de las otras. Me da apuro ocupar una mesa demasiado tiempo, voy sola, pero aquí la gente no hace colas para sentarse en las terrazas.

    Voy al baño como quién va a la guerra: qué toco, hidrogel, no apoyarse en nada, otra vez más gel. Al salir veo al caballero del sendero que se toma una cerveza en la barra; llevo mi mascarilla como mandan las normas, él no. Está encajado en una esquina, lejos y solo. Pienso: «Mara, es difícil beber con mascarilla». Le perdono.

     El caballero tiene unos cuarenta años —quizá menos—, un bronceado permanente, de los que no se van en invierno. Arrugas marcadas por el sol. Lee un periódico casi a las nueve de la noche. Aprovecho para pedir la cuenta.

         —¿No eres la chica que me he encontrado hoy en el camino? —me pregunta desde su hueco en el bar.

    Las mascarillas limitan el sonido de nuestras voces. Las ahuecan, pierden brillo. Mi voz es bonita, pero cuando le digo: «la misma», suena a muñeca de trapo. Me pregunto: «¿Cómo se va una a la cama con un desconocido en plena pandemia mundial?».

     El caballero no es muy alto y desprende vigor. Las manos con pequeñas heridas, alguna cicatriz, manos que trabajan la tierra y tratan con animales.

          —Entonces, ¿no te animas a subir al caballo? Venga, mujer, que este año está la cosa muy floja —me dice el caballero, sin ninguna gracia para venderme la excursión. Sus palabras van lentas, y la pregunta se desliza hacia la súplica.

     No quiero ser una mujer miedosa. Hoy soy rica y paseo por La Alpujarra como una terrateniente. Mañana puede que sea tan pobre como siempre fui. El deseo brota y me recorre la espalda al ritmo de un trote lento y seguro. La muerte me ronda. Quién sabe si podré respirar.

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