El burócrata

Se levantó a la misma hora de todos los días. Durante quince años había llevado el mismo modo de vida. Estaba soltero y por eso no se planchaba la ropa, no la lavaba ni la zurcía, su aspecto era grasoso y desaliñado. Se desayunaba y compartía su abundante piscolabis con los comentadores de las noticias que, aunque día a día le informaban sobre la situación en el país, él no los atendía por su hábito profesional, es que para un empleado como él, lo mejor era aislarse de la influencia externa. Comía con lentitud porque no vivía lejos de su trabajo y aprovechaba hasta el último minuto para saborear el café, sus deliciosos huevos fritos, los grandes bocadillos de embutidos con mantequilla y los bollos con mermelada. En cuanto terminaba su ritual matutino se ponía uno de sus tres lustrosos trajes que por causa del sebo y el sudor acumulado en años, casi brillaban.
A lo largo del trayecto hacia el ministerio, su buen semblante y humor se iban transformando en sequedad y despotismo para llegar a tono a su oficina. La enorme sonrisa de satisfacción con la que se miraba en el espejo por las mañanas, mientras se peinaba acomodando el pringue del pelo, se iba transformando en un gesto agrio y repulsivo. De lunes a viernes cumplía las mismas funciones y tenía automatizados los gestos, la actitud y las palabras. Estaba a cargo de la revisión de documentos en una casilla en la que las personas obtenían permisos de residencia, licencias de trabajo y otro tipo de salvoconductos que evitaban, en su mayoría, la deportación.
Era un trabajo duro y requería de una actitud un poco inhumana porque tenía prohibido recibir más de tres o cuatro solicitudes al día. Así que su tarea era buscar excusas para mandar a los solicitantes a conseguir más comprobantes, títulos y sellos. Como la cola de solicitantes era muy larga, en la sala siempre había discusiones, riñas y todos se inventaban argucias para adelantar a los que estaban en los primeros lugares, lo que ocasionaba que la atmósfera fuera muy tensa.
Había una norma establecida por el sistema administrativo que se había conservado en el tiempo y era la única condición que no se había cambiado, a pesar de que en todos los demás aspectos de la vida habían sido modernizados de forma vertiginosa. Por dicha razón, Lope, recibía inmensidad de insultos cuando alguna persona se veía impedida de su trámite, pues mientras para el encargado de las gestiones era algo rutinario, para la persona solicitante podía representar la pérdida de dinero, esfuerzo, trabajo, familia y muchas cosas más.
Cuando comenzó a trabajar tenía sólo veinticinco años y gozaba de un poder de abstracción envidiable que le permitía resistir cualquier embiste, sin embargo, a los cuarenta y cinco ya no tenía mucha paciencia para soportar a los demandantes que con el paso de los años se habían hecho más agresivos. Desde hacía mucho tiempo se había cubierto con una capa protectora de indiferencia para no pensar en nada que no fueran fórmulas o excusas para rechazar los documentos. Se inventaba con ingenio procedimientos inexistentes en el código civil y, como nadie podía demandarlo o presentar quejas ante sus superiores porque simplemente era imposible, su decisión era imparcial e irrevocable.
Las quejas a los jefes eran improcedentes y quien se atrevía a declarar ante ellos sus inconformidades, corría el riesgo de perder todos sus derechos ante dicho organismo y jamás volvía a ser recibido. Cuando las personas lloraban angustiadas por no poder resolver sus problemas, Lope, se taponaba los oídos con chapas de insensibilidad y le ordenaba a su mente olvidar el desagradable suceso. Su procedimiento había sido infalible durante dos décadas, pero un día pasó algo que le cambió por completo la existencia.
Estaba revisando los documentos de una mujer, de unos sesenta años, que había cambiado su apellido después de casarse y algunos títulos y comprobantes no coincidían con su situación civil actual, ya que había enviudado a los cincuenta años y, unos años después, había contraído nupcias con otro hombre para separarse de él un poco después.
A pesar de que los documentos eran muchos, pues cada uno tenía una copia certificada, factura, traducción, sello, registros de vivienda y autorizaciones, Lope los rechazó. Es cierto que haciendo un pequeño esfuerzo hubiera sido posible deducir que los certificados evidenciaban que la mujer era la misma persona que figuraba con distintos nombres en los papeles y que tenía todo el derecho de realizar el trámite, pero Lope se negó.
—Lo siento mucho, señora, su acta de nacimiento no coincide con sus partidas matrimoniales.
—Pero si allí están todos los comprobantes. Mi primera partida de matrimonio, el certificado de defunción de mi primer marido, el comprobante de cambio de apellido, la segunda partida de matrimonio y mi segundo comprobante de divorcio. Mis registros de propiedad, las partidas de nacimiento de mis hijos donde figura el nombre de sus padres y abuelos maternos y paternos, ¿Qué más quiere?
—Señora, por favor. Es necesario que traiga un comprobante de que es usted realmente usted. ¿Tiene algún documento de sus padres? Las actas de nacimiento, por decir algo.
—Mire, ellos nacieron en una ciudad que está en un pueblo a cientos de kilómetros de aquí. Eran campesinos socialistas y sus padres, mis bisabuelos, habían sido liberados de la esclavitud que todavía persistía en esa zona a pesar de que la ley se había abolido cincuenta años antes. Apenas sabían escribir. En su época el país era socialista y muchos registros se perdieron con los cambios que ha habido. Considero que con mi partida de nacimiento es suficiente para realizar mis trámites.
—Es una lástima que no pueda recibirle nada hasta que no traiga algún documento de sus padres o abuelos.
—¡¿Cómo dice?! ¿Está usted en su sano juicio? Mire este tablón en donde se enlistan los requisitos para mi trámite. Tengo todo lo que dice aquí. Acta de nacimiento, comprobante de teléfono y predio, comprobantes y más comprobantes. Por el amor de Dios, hágame el favor de recibir mi solicitud. Si no lo hace, tendré que hacer de nuevo los análisis de sangre, del SIDA, de la tuberculosis, de los antecedentes penales, etc. ¿Qué no sabe que cada documento tiene una vigencia de tres meses y que si uno caduca tendré que volver a empezar? Esta es mi última oportunidad. ¡He venido ya cinco veces, llevo un año y medio haciendo esta maldita cola!
Lope, cogió la carpeta y se la entregó a la mujer para que se retirara y llamó al siguiente prospecto.
—Pero, ¿Cómo puede ser tan inhumano? ¡Púdrase, muérase! ¡Maldito perro sarnoso! ¡Que quede en su conciencia lo que ha hecho!
—¡Retírese! ¡Retírese o la sacaremos de aquí a la fuerza! ¡El siguiente, por favor!
La mujer tuvo un colapso y fue víctima de un infarto. Lope escuchó el sonido sordo de la caída del cuerpo inerte, se levantó para ver que las personas auxiliaban a la mujer, cerró la ventanilla y se retiró. Luego, llegó una ambulancia y recogió el cadáver.
En la vida de Lope habían pasado muchas cosas, había sido testigo de los más fuertes escándalos, recibió constantes amenazas que nunca se cumplieron, pero nunca se había muerto nadie por su culpa o, al menos, en su presencia. A lo largo de tantos años de servicio se había hecho indiferente al dolor humano, ayudado siempre de su capacidad para olvidar y aislarse de los sucesos desagradables de su empleo. Le resultaba tan fácil abstraerse de las cosas desagradables que nunca sintió el más mínimo remordimiento.
Un día se paró frente a él una mujer que deseaba entregar sus papeles. Lope, sin levantar la vista, como era su costumbre, revisó la carpeta con los comprobantes y no encontró en primera instancia ningún motivo para rechazar a la mujer. Cuando se disponía a comunicarle a la interesada que se realizarían las gestiones de forma habitual, Lope, levantó la vista y vio el rostro de la demente, que se había muerto frente a él por una deficiencia cardiaca, hacía unas semanas. No lo podía creer. Hojeó los documentos y puso atención en el nombre y fotografías de la persona que tenía enfrente. Se tratará de un error—se decía—, no puede ser que la mujer hubiera resucitado. Cerró su ventanilla y fue con su superior para cerciorarse de que no había un error. Era la primera vez, en casi quince años, que se dirigía a su jefe para pedirle consejo.
—¿Qué le pasa, Lope? ¿A qué viene esta consulta tan absurda? Mire, los documentos están en regla y todavía no ha cumplido con la norma de hoy. Acéptelos y dígale a la señora que venga en seis meses por su cartilla.
—Pero, es que hay un problema. La mujer está usurpando la personalidad de otra.
—Pues, compruébelo y si es verdad eche a esa zorra de aquí.
Lope, salió y miró con atención a la mujer y le preguntó si no había cambiado su nombre o había enviudado. De ninguna manera—le dijo la señora con asombro—. Siempre me he apellidado así. Lope la miró y empezó a sentirse mal porque aunque la voz de la señora era diferente, su rostro era exactamente el mismo de la colapsada. Al final, aceptó los papeles y citó a la mujer para que, dentro de seis meses, recogiera su acreditación. Esa noche cenó como lo hacía habitualmente pero sin apetito.
Al día siguiente, se levantó y ya no pudo sonreír, había perdido de buenas a primeras su capacidad de alegrarse por las mañanas. Durante su jornada de trabajo evitó mirar a las personas que se le acercaban y cumplió con su norma lo más pronto posible. Eso le resultó contraproducente porque fue mirado con odio y victimado con insultos que por increíble que parezca le dejaron una pequeñísima huella en su recuerdo.
La molestia se fue agudizando. Goteando de sudor trataba por todos los medios de deshacerse de las palabras ofensivas y las expresiones desagradables de los solicitantes, pero no lograba borrar los malos sucesos de su recuerdo. Al salir del trabajo, un día caluroso de verano, dio un pequeño paseo y se le olvidó cenar. A la mañana siguiente no desayunó y tampoco comió por la tarde. Después, perdió tanto el apetito que bajó diez kilos de peso y sus compañeros comenzaron a murmurar que se había enamorado y que por fin encontraría la forma de crear una familia.
El tiempo les demostró que estaban equivocados, pues Lope se fue demacrando con mucha rapidez. Por lo regular no hablaba con nadie, pero ahora parecía más mudo que nunca y faltaba al trabajo con bastante regularidad. Estas anomalías decidieron su futuro. Cuando entró a la oficina y se disponía a abrir su casilla, vio una carta de despido. La leyó sin asombro y, con cierto alivio, la firmó. Se la dio al jefe farfullando una excusa y después desapareció. Nadie se interesó mucho por su paradero porque en cierto grado todos presentían que su renuncia estaba próxima. Como nunca había hecho amigos, nadie le llamó ni se preocupó por saber su estado. Así como Lope había podido aislarse del odio de los individuos con los que trataba, así se habían aislado sus compañeros de él.
Al no tener que asistir a la oficina cada mañana, decidió organizar su tiempo ordenando su piso y dedicándose a sus aficiones que eran sólo los paseos y la comida. Lo primero que descubrió, y le causó una gran sorpresa, fue que había una capa de polvo del grosor de un mantel en todos los muebles de la casa. No tenía ni plumero ni aspiradora. Había muchas cosas sucias e incluso carcomidas por las polillas.
Escondidos en algunos rincones había ropa que no se había lavado nunca y zapatos viejos que habían quedado arrumbados para convertirse en bolas retorcidas de piel disecada. De pronto, Lope, se sintió más ligero y con más predisposición para el trabajo y se hizo a la tarea de tirar las cosas inservibles o poco útiles.
Tiró una máquina de escribir pesadísima que no sabía cómo había llegado hasta su habitación, pero que había sido utilizada durante la época de la revolución para escribir los nombres de las personas deportadas a Siberia, tenía el rodillo perforado de tantos golpeteos y le faltaba la letra d, por eso, en muchos documentos apareció la palabra _eporta_o, la cual después se rellenaba a mano por un jefe del Servicio Secreto de Inteligencia.
Echó a la basura una lámpara de pie a la que fue imposible quitarle el polvo porque se había petrificado por la humedad del piso. Miró la alfombra y reparó su atención en los hoyos que había en una franja, la cual era el sendero que habían marcado sus pasos durante los largos paseos realizados durante las tardes ociosas del fin de semana. Lo que lo dejó sin habla, fue el descubrir unas columnas enormes formadas de carpetas abandonadas que las personas le habían lanzado a la cara, en sentido figurado, y que ahora era como tres torres de yeso gris y que las había tomado toda la vida por partes aledañas al muro de una habitación pequeña que le servía de cuarto para los cacharros. Al despojarse de todo el papelerío que tenía acumulado, el cuarto quedó casi vacío. Solo había unos cuantos objetos inservibles que también arrojó al contenedor de basura.
Tiró la alfombra y limpió el piso de parqué de pino que estaba impecable pero se marcaba la calca de sus eternos pasos de los días de asueto. Se tardó más de un mes en dejar su habitación y el salón con aspecto presentable.

Un día, que recordó las palabras de una mujer a la que había sometido para que le sirviera como compañera y esclava sexual, sintió mucho malestar.
“Aunque me obligues a humillarme chantajeándome con la entrega de mis papeles, nunca podrás dominar mi espíritu y en cuanto me libere de ti nunca más encontrarás la felicidad y la desgracia te sorprenderá en el momento en que menos te lo esperes”.
Eso no pasará nunca —le había dicho con sarcasmo—, porque soy insensible a los problemas de los demás. Es mi trabajo y lo hago a la perfección. En cuanto a ti, mientras no me harte de tu cuerpo, no te irás. Ya sabes lo que hacen los policías con los indocumentados prófugos.
Lope no sabía por qué razón había recordado algo que había quedado muerto en su mente, incluso el suceso real se había diluido en su cabeza antes de concluir.
Decidió que lo mejor que podría hacer sería buscar refugio en la lectura. Nunca había cogido ningún libro de su pequeña biblioteca y no sabía qué títulos había, pues la elección le había sido dictada por el azar, ya que en el atrio del edificio los vecinos siempre dejaban libros inservibles o releídos que heredaban a los demás y el cogía algunos.
Era por un lado, un acto de solidaridad y, hasta una forma de compartir opiniones, pero por otro lado mucha gente sentía remordimiento al tirar los libros y sólo dejaba allí lo que no necesitaba.
Así que, era suficiente pasar cerca de los buzones empotrados en la pared, para coger la inusual literatura.
Una criada, que le había servido durante tres meses, puso en un librero los desgastados y desahuciados ejemplares huérfanos de encuadernaciones.
Lope cogió un libro de Goncharov y lo hojeó, paró pronto porque, en la página donde empezaba la historia de Oblomov, se hablaba del polvo y, al instante, lo devolvió a su lugar porque le pareció que un lagrimeo alérgico, surgido del libro, estaba a punto de asaltarlo.
Probó con uno de Chejov y al abrir el tomo cuatro, único con el que contaba, de las obras completas, dio en la página del cuento “La muerte de un funcionario” y sintió náuseas.
Cogió otro libro y se dio cuenta que tenía en las manos una crítica a la sociedad del siglo XIX, redactada en forma de novela por Saltikov Shchedrín, era “Historia de una ciudad”, se le amargó un poco la boca.
Por último cogió una encuadernación impecable sin un solo rasguño, sintió curiosidad y lo abrió. Era “Por el camino de Lenin” de Leónidas Brezhnev, lo trió a un cesto de basura que tenía al lado, después tomó un libro “Siberia tierra de bayas” de Yevgueni Yevtushenko e hizo lo mismo. Al final reunió un gran saco con la mayoría de los libros que había guardado tanto tiempo y que habían sido inútiles tanto por su falta de uso como por el contenido.
Su aspecto empezó a empeorar estrepitosamente y las pocas ocasiones en las que comía con apetito no le proporcionaban la cantidad de grasa necesaria para llenar el uniforme de piel holgada que llevaba y que parecía cinco tallas más grandes de lo que necesitaba.
Miró una foto de sus mejores años en la que estaba festejando el cumpleaños de uno de sus compañeros de trabajo, quien no era su amigo, sino su vecino de casilla. Le asombró que no supiera nada del hombre con el que había estado sentado tantos años. Por casualidad entró en el cuadro. Estaba parado de medio perfil y se veían sus eternos pantalones de casimir, que tenían una apariencia menos marchita que en la vida real.
Además se notaba su presencia gracias a los bien acumulados kilos, unos ciento veinte, por lo menos. Su pelo, como siempre sin lavar, brillaba por el efecto del flash.
Sintió un poco de desagrado porque nunca más volvería a recuperar esa forma saludable y, el simple hecho de saberlo, le marcó más su gesto reacio que antes había sido amenazante y ahora parecía más de dolor que de intimidación.
Decidió salir a tomar un poco de aire y sintió que caminaba más rápido que antes, pero la gente lo evitaba a su paso. Un niño le hizo saber la causa. “Mamá, mira ese señor tan feo, huele mal y parece un cachorro de Shar Pei”. La madre le dijo al pequeño que no fuera irrespetuoso y se alejaron rápidamente. No volvió a salir por las tardes porque aparte del incidente con el niño, una mujer que había padecido infinidad de problemas por su causa lo reconoció a pesar de los cambios y transformaciones tan asombrosos que había padecido.
“¡Maldito, imbécil! ¿Sabe cuántas cosas tuve que soportar por su culpa? Mire, cómo quedé. Estoy tísica y este maldito tic nervioso me da la apariencia de una alcohólica y todo por usted. ¡Lo odio, miserable!” En seguida, la mujer le escupió a la cara y se marchó vociferando.
En la intimidad, el retirado burócrata se dedicaba a luchar contra sus alucinaciones, ya que cuando se encontraba sano olvidaba con prontitud cualquier calamidad, sin embargo, ahora le había dado con fuerza la esclerosis.
El endurecimiento patológico de los tejidos de su cuerpo, en particular, los de la fibra nerviosa ocasionaron que los recuerdos, que habían quedado atascados en algún lugar del cerebro donde se conserva la memoria, salieran disparados directamente a sus ojos estrellándosele con imágenes sugerentes de hechos extinguidos.
Su vida se convirtió en una reclusión en la que lo molestaban las alucinaciones que podían surgir a cualquier hora del día y en cualquier lugar. Nunca más pudo olvidar nada y cada vez los fantasmas de su pasado lo oprimían más. Conforme pasaba el tiempo le era más dificultoso arrastrar su recubrimiento de piel holgada y se hizo nudos con los pellejos colgantes para no tropezarse y caer.

Para su desgracia los martirios y el hambre no lo mataron, sólo agudizaron sus recuerdos, finalmente con la vejez prematura y acelerada que lo desbastó, fue perdiendo la concepción de la realidad y se quedó atrapado en sus infortunios. Murió exactamente el día y mes en que cumplía su quincuagésimo aniversario.

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