No es un sueño

—¡Dios te perdone!

Fueron las últimas palabras que escuchó antes de que el guardia entrara. El sacerdote aún permanecía en la jaula. Estaba pasmado como esperando alguna respuesta. El guardia, totalmente mudo, puso los grilletes en las manos y los pies del prisionero. Le sujetó con fuerza por el antebrazo izquierdo y, casi cargándolo, lo sacó al pasillo. El corazón del preso se aceleró. Sus pupilas denunciaban la angustia y los pequeños cráteres de su piel empezaron a sudar. Las gotas de sal creaban mares en el piso. Una colección de imágenes desfilaban por su cabeza: el llanto de su madre, los reproches de su padre, la traición de su mujer…El camino hacia la sala había llegado a su final. Entraron. Lo acostaron en una camilla cubierta con la sábana a rayas que su madre le había traído. Algunas lágrimas decoraban su rostro. Lo ataron. Mientras conectaban a su cuerpo los tubos por donde viajaría la muerte, un espantoso escalofrío se apoderó de él. Taparon sus ojos. En la oscuridad encontró los rostros de sus víctimas: hombres, mujeres, niños, todos mutilados. Respiraba profundo. Sus suspiros mataban el silencio de la habitación. Hasta que al fin el veneno se robó su aliento. Entonces despertó. Y el sacerdote le dijo:

—¡Dios te perdone!

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