EL MISMO SUICIDIO EN CADA ENERO

He escuchado más de una vez que el mundo es del tamaño de un pañuelo y al mismo tiempo he puesto en duda tal afirmación porque me consta que la bola sobre la que vivimos tiene más de cuatro esquinas y principalmente la gente que la habita, además de que nunca fui víctima y tampoco testigo de un solo hecho que me demostrara su pequeñez… hasta hace apenas unas horas. Y todo porque tengo memoria de elefante, lo mismo para lo bueno como para lo malo; y me refiero a lo que incluso debiera sepultar bajo gruesas capas de olvido.

Pero mejor voy hacia atrás para empezar por delante y así enderezo la historia. Sí, el caso es que mi mujer y yo hemos venido a Mallorca huyendo de la actual nevera en que residimos, de la feroz compraditis navideña y sobre todo del peligroso y ensordecedor ruido por los millones de euros lanzados al aire –desde mucho antes del 31– para que estallen por allá arriba y creen las fugaces preciosuras de los fuegos artificiales.

Debo aclarar que la idea de correr a refugiarnos en la mayor de las Baleares, en el Mediterráneo, no nació de repente sino que fue un plan trazado cuidadosamente desde la última vez que visitamos Cuba, cuando vimos una vez más la estatua en bronce de fray Junípero Serra, a un costado de la Basílica Menor de San Francisco de Asís, en Habana Vieja, y ese día confirmamos que el conocido misionero franciscano había nacido en la ciudad llamada Petra…

El nada pequeño monumento colocado en aquella plaza habanera es una copia del original –obra del escultor vasco Horacio de Eguía–, que se encuentra ante el convento de San Francisco de Asís, en Palma de Mallorca, iglesia que ya conocíamos por dentro y por fuera. Con más razón a mi mujer le urgía ir al encuentro de su antiquísima “tocaya”, andar por las callecitas y acariciar los vetustos muros de las viviendas; ha deseado igualmente visitar la monumental Petra, en Jordania, pero los conflictos bélicos y los secuestros en aquellas regiones han sido un muro demasiado alto para tan románticas aspiraciones.

Así pues, habiendo aterrizado en este pedazo del territorio español hemos venido a la mayor brevedad al hotelito ya reservado para abandonar el equipaje en la habitación y aprovechar el buen tiempo en la calle, que los 18°C de aquí son para nosotros la más grata temperatura del mundo porque tres horas atrás hemos dejado -1°C en nuestro barrio al norte de Berlín, cuyo cielo apunta a la tristeza por la mucha grisura junto al viento húmedo que se le mete a uno en los mismísimos huesos. Y ahora resolvemos con ligeros pulóveres de mangas largas.

Además, es bien lindo andar por estas aceras sin el ruidoso ajetreo de veraneantes pasados de tragos, ni de compulsivos compradores de última hora para regalos que en verdad nadie necesita y cenas que exigen digestivos asociados a cada plato. Como para agradecer a quien fuera el niño Jesús de Nazaret, cuyo cumpleaños número dos mil y tantos muchos celebran sin saber por qué, ni a nombre de quién es el festejo y por eso las rúas de esta apacible ciudad están ahora vacías y nosotros podemos disfrutarlas a fondo.

Es poco antes del mediodía en esta parte del mundo y nos apuramos a la estación ferroviaria donde abordamos el moderno transporte que nos lleva, en poco más de hora y media, a la pequeña estación de Petra, en el mismo centro de esta isla de Mallorca. Es un trayecto que no me resulta aburrido pues nunca antes lo había visto, pero es en verdad muy aburrido porque es la misma llanura de cualquier otro país, con los mismos arbustos de cualquier otro país.

Descendemos del trencito en la estación, que es un simple andén, con el sol derramándose sobre nuestras cabezas y nos despojamos de los pulóveres aunque el censor de temperatura en mi celular continúe indicando 18°C.

A mi mujer le salta el corazón de puro gozo pues hace realidad uno de sus muchos sueños. Yo voy con ojos abiertos para que no se me escape nada interesante aun cuando haya gorriones como en cualquier otro sitio, fachadas de viviendas similares a las de cualquier otra ciudad y cuyas puertas y ventanas permanecen cerradas y ni un solo portal en el que uno pueda guarecerse del sol y la lluvia. Pero calles limpias aunque vacías de vida. Ni que fuera una ciudad fantasma, aunque no porque los fantasmas no conducen autos y hay algunos parqueados por ahí.

Andamos como al descuido por este viejo conglomerado urbano, mas en verdad tenemos un objetivo y es visitar la casa-museo donde naciera Miguel José Serra Ferrer, quien cambió su nombre el día que abrazó el sacerdocio llamándose fray Junípero Serra. Así que avanzamos por estas callecitas temiendo haber llegado al fin del mundo pues no se ve un alma. Y haciendo uso de un mapa de la localidad llegamos a la casa-museo, pero un simple letrero indica que también está cerrada. Miro mi reloj: faltan siete minutos para la una de la tarde. Increíble, la sagrada siesta española paraliza a este país.

Volvemos por donde hemos venido y descubrimos un árbol aledaño a la iglesia bajo cuya fronda nos sentamos a beber del jugo comprado a última hora, cuando lo vemos. Nos damos codazos pensando en lo mismo, en que se trata de un fantasma. Pero los fantasmas no son tan grandes, ni se sientan en taburetes recostados a las paredes, tampoco fuman enormes cigarros, digo un gran tabaco de por lo menos veinte centímetros de largo y tampoco se abanican con periódicos abiertos. Y una especie de disparo me activa la memoria: ¡Caramba, si es el mismo! Pero no, imposible, no puede ser…

Andaba yo en veintitrés años de edad cuando fui a trabajar a Nuevitas, ciudad portuaria al norte de Camagüey. Conocí allí al escritor Enrique Cirules, autor de “Conversación con el último norteamericano”, con quién aprendí más de cuatro cosas. Un día señaló a un hombre grande como un templo, que fumaba un enorme tabaco y se abanicaba con un periódico, y dijo que había sido un negociante de muy buen humor todo el año, pero se malhumoraba de mediados de diciembre en adelante y era cada vez peor hacia el fin del año. Hasta que en enero quería suicidarse, pero siempre le salvaba un milagro…

Petra califica de tonterías cuanto digo y ríe; espero que no sea de mí.

Mirando ahora a este “armario”, de largo y humeante tabaco, pienso en que es raro pues no hace como los demás petrenses –gentilicio de los habitantes de Petra–, quienes han ido religiosamente a su siesta. “¿Será posible entonces que no sea de aquí y la costumbre no tenga nada que ver con él?”, digo a mi mujer. Ella replica que abandone las conjeturas, no soy Sherlock Holmes y mejor nos acercamos al andén a la espera del trencito para volver a la ciudad grande. Pero yo estoy empeñado en sacarme la espina de la curiosidad pues descubro amargura en ese típico rictus creado con las comisuras de los labios del grandote, quien nos observa de cuando en cuando como si algo le picara dentro, tan extrañado como yo.

Hasta que no podemos más, él igual que yo, y nos paramos a la vez para acercarnos uno al otro. “No son de por aquí…”, afirma más que indaga. “Lo mismo que usted”, digo al escuchar su acento por allá arriba y ante mí. Es sin dudas de ningún tipo un cubano más de la estampida general a partir de enero de 1959 y desde nuestra isla caribeña, cuando en enero de aquel año triunfó la revolución. Pero este no tiene nada de excepcional; recuerdo, por poner ejemplos, que un compatriota es guía de camellos en Egipto, otro busca oro en Alaska y uno más practica la docencia en la Sorbona…

“¿Desean un restaurante?”, pregunta aun cuando revele en el tono cansado que no le interesa indicarnos dónde está, ni si en verdad hay alguno. “No”, digo yo. “Solo queremos conocer el pueblo”. Y el desánimo termina por aplastar al grandote, quien es de ojos claros y pómulos encarnados. Yo siento muy pero que muy adentro de mí mismo que es el mismo hombre de la extraña historia de fin de año referida por Enrique Cirules, más de cuarenta años atrás, lo cual es imposible porque éste se acerca a esa cifra pero no la rebasa. Y le digo así: “Discúlpeme, usted, ¿pero puedo hacerle una pregunta?” “Sí…” “Por esas increíbles casualidades de la vida, ¿es usted oriundo de Nuevitas?” “¿En qué me lo conoció?”, inquiere él, sorprendido.

Le hablo entonces del abatido personaje que vi en aquella ciudad cubana, tan parecido a él. “Era mi padre”, confiesa. “Perdóneme que le haga otra pregunta…” “Sí, diga.” “¿Por qué su padre se sentía tan mal a medida que avanzaba el mes de diciembre?” “Es lo mismo que me pasa a mí” “¿Y qué le ocurre a usted?” “Nada, que la gente bota el dinero a finales de diciembre, lo gasta a raudales y en cualquier cosa, y en el mes de enero no tiene ni un centavo…” Yo le miro sin comprender el fondo de sus palabras. “¿Pero en qué le afecta eso a usted?” “¡Hombre, pues que yo poseo un restaurante con mi primo y sé que en enero no va a venir nadie!”

Yo me aguanto la carcajada para que no vaya a pensar en una falta de respeto, pero es que me acuerdo de las palabras de una alemana casada con un amigo cubano. Cada viernes en la tarde, “A” llega a su casa procedente del trabajo y muy triste se expresa así: “Ya se me está acabando el fin de semana.” Y a este ser humano grandote ya le está saliendo mal el mes de enero cuando ni siquiera ha terminado el mes de diciembre. La verdad es que me da mucha lástima, pero me animo a pensar que no va a suicidarse como su padre, en cada enero…

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