“Tiña un gato branco

Tiña un gato escuro

Xa non teño máis

Eu quería un…”

Esta es la letra de una canción que se suele escuchar en la aldea, los días antes de finalizar octubre, antes de la llegada del Día de todos los Santos.

En esos días el pequeño canto pasea alegre por las bocas de la gente mayor mientras realizan sus labores. Ellos tejen, remiendan redes, recogen castañas, trabajan en el campo y la pequeña cancioncilla se deja oír entre sus labios. También nosotros la entonábamos de pequeños saltando a la cuerda, tapándonos los ojos en el escondite antes de buscar a los demás, tirándonos la pelota, mientras los adultos sentados en sus sillas de mimbre o de pie nos miraban jugar y cantar. Hoy hay pocos niños que la conozcan pero sigue estando en los recuerdos de los mayores

En ese tiempo, los días previos a la fiesta de los Difuntos, las pequeñas tiendas de flores están preparadas para ofrecer sus mejores ramos y coronas a aquellos que ya no están entre nosotros. Los niños preparan disfraces también. Al pasear por la aldea, salen a tu encuentro cancelas y puertas adornadas con dibujos de terror, telarañas pintadas en las ventanas, calabazas animadas con ojos y bocas sonriendo. Una atmósfera envuelta entre los recuerdos y la alegría pagana.

El cementerio que hay en la aldea es pequeño. Nunca nos ha dado miedo. Está situado encima del mar cómo homenaje a los primeros que yacieron aquí. Destinos finales del carácter terrible de la mar cuando se enfada. Ella no perdona nunca. Ese lugar es una señal para el mar, un aviso, una oración también. Los que ya no moran entre nosotros enarbolan las formas alargadas de las sepulturas cómo banderas, las tumbas cómo mantas para resguardarse, los mausoleos cómo castillos; todos ellos aplacan el mar bravío, le rezan, le piden que guarde su genio. Ellos siguen allí, convenciendo al mar, pidiendo su benevolencia.

Hace unos años, en esa época, aparecieron por mi jardín dos gatos. Uno era blanco, peludo, arrogante, desafiante, grande de tamaño, probablemente un macho. Tenía un ojo de cada olor. Uno azul y el otro ámbar. El otro gato era negro, menudo, tímido, escurridizo, de pelo corto, ojos destellantes, quizás una hembra. Cuando salía al jardín y los encontraba, me venía a la cabeza la antigua canción de la niñez. Fueron mis invitados inesperados esos días. Solía ponerles algo de comida al verles, ya que el blanco me la demandaba con maullidos sin parar, persiguiéndome por todo el jardín. Era un cortejo que me halagaba. El galán de los gatos aquí en mi casa. ¡Cuánto honor!- pensaba yo.

Un día, justo antes del día señalado para honrar a los Difuntos, me dirigí a dar un paseo. Después de unos minutos, observé que los dos gatos me seguían. Se unieron en mi recorrido. El blanco después de un trecho, se erigió en cabecilla de la expedición, el negro siguió caminando detrás de mí. Así parapetada por esa extraña escolta felina, seguí mi caminar empapándome del sosiego, de la luz del atardecer.

Al pasar por el cementerio, el blanco de un gran salto, se subió al muro que cerca el lugar, para después en unos segundos, dar otro salto más hacia dentro. El negro hizo los mismos movimientos. Yo me quedé parada fuera, esperando. Al ver que los gatos no volvían, mis labios musitaron la conocida llamada cómo “ misi misi” pero nadie acudió. Curiosa e impulsiva como ellos, no dudé en abrir la puerta de allí. Tuve suerte ya que no estaba cerrada. Me adentré tranquila en ese lugar sagrado, que nunca había poblado mis pesadillas. Los busqué, los llamé por todas partes. Ni rastro de ellos. Hasta que un algo, un roce entre mis piernas hizo que diese un respingo. Era mi galán y su cortejo gatuno. Empezaba a anochecer en el cementerio ya. Sentía algo de frío. Al lado de mí, había una tumba sin nombre, sin fechas, sin nada escrito. El mármol era de color níveo. Resplandecía en la oscuridad que iba ganando la batalla a la claridad. Una lucha diaria dónde el ganador luego es el perdedor de la siguiente.

Los dos gatos plácidos, estaban echados en la piedra y me miraban. Sentía sus ojos en la oscuridad cada vez más amenazadores. Eran pequeños faroles de algún aviso, todavía sin entender.

De repente escuché la canción de mi infancia. La voz que la entonaba parecía venir de todas partes. Una voz fruto de muchas voces detrás, un coro invisible, un susurro en compañía. Un cementerio cantando:

“Tiña un gato branco

Tiña un gato escuro

Xa non teño máis

Eu quería un…”

Pensé que no podía ser el viento ni los sueños. Mi admirado Eolo suele imitar cánticos de pasión desmedida y yo estaba despierta. Sin darme cuenta, empecé a cantarla con aquellos que no podía ver pero que sentía tan cercanos a mí. Después de unos minutos entonándola , tiritando al lado de la tumba con mis compañeros gatunos cómo espectadores, la realidad me dio un toque. La razón me avisó, me empujó hacía la cordura, me alejó de la locura. ¡Basta! Me dijo. Corrí cómo una demente sintiendo detrás de mí un batallón invisible, un ejército de voces que cantaban cada vez más cerca de mí. Susurros en mi nuca, escalofríos, miedo, bocas desconocidas, alientos fríos acercándose más y más mientras entonaban ese cantar.

Llegué a la puerta del cementerio desesperada. La abrí con una fuerza desmesurada que no había sentido en mis manos nunca y seguí corriendo un buen trecho hasta que mi cuerpo no pudo aguantar más. Llorando sin saber el por qué me senté en el suelo. Intenté tranquilizarme. Mis dientes castañeaban. El frío que sentía era mezcla entre mi miedo y la temperatura que hacía en ese momento. En mi cabeza la letra de la cancioncilla no paraba de sonar. Me abracé. Intenté así dominar mi cuerpo, mi mente.

Despacio, sin dejar de mirar a la luna cómo consuelo, arrastré mis pies hacia mi casa. Por el camino, cualquier sonido cómo el ulular del búho, cualquier sombra cómo las inocentes ramas, hacían que me detuviese y que mi palpitar empezase a agitarse de nuevo hasta límites insospechados. Luego al percatarme que no era nadie que me seguía, mis latidos volvían a su ritmo más o menos normal.

Cuando llegué a casa, cerré la puerta con cerrojo. Me acosté vestida debajo de varias mantas, aun así mi cuerpo seguía temblando a ratos. Me quedé dormida, acunada por esa nana extraña, esa petición de locura, esa súplica que me había helado el alma.

A la mañana siguiente el sol lucía orgulloso, nada indicaba que la noche anterior me había leído un cuento de terror. El jardín, mi refugio, estaba intacto. En un rincón de él, seguían los improvisados comederos que había utilizado esos días para mis misteriosos visitantes, ahora desaparecidos.

No tenía ningún familiar en el cementerio cercano a mi casa, aun así me acerqué con unas flores que corté de mi jardín, algo me decía que después de la noche anterior debía de llevar una ofrenda allí y también intentar saber que había sido de los gatos.

El lugar estaba lleno de gente con ramos en las manos, orando al pie de las lápidas o en grupos charlando entre ellos. Busqué la lápida inmaculada, esa incógnita de mármol, mas no la encontré. Pregunté a la gente, nadie sabía de la existencia de esa tumba, tampoco nadie había visto ningún gato por allí. Dejé mi ramo en un rincón. Al marcharme sentí en mi espalda, murmullos, cuchicheos, alguna risa, yo seguí mi camino intentando que mi espalda estuviese recta, que mis pasos fueran los de una persona sensata, lo que llaman normal.

Al pasar por una de las estrechas callejuelas que dan al cementerio, una viejecilla sentada en la puerta, cantaba la canción. Asombrada, no pude evitar pararme para hablar con ella. 

– Buenos días, perdone. ¿Por qué canta esa canción? La he oído desde pequeña cantar cientos de veces por aquí, pero nunca he sabido qué significa.

– Muller, é o canto dos mortos que piden un gato para que non se sintan tan sós.

    Me despedí deprisa y seguí mi camino hasta casa tarareando esa canción…

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