ESTA TARDE BAILE CON EL QUIJOTE

ESTA TARDE BAILE CON EL QUIJOTE

Lilián

27/09/2020

Voy por la calle de los Recoletos en el centro histórico de Toledo y me encamino hacia la Plaza de Zocodover. “Mercado de las bestias” le decían cuando en ese lugar se hacían las ventas, el comercio de ganado y de mercancías.

Cerca de la Catedral compré una navaja toledana para regalo y una bota de vino, como presente. Admiré tapices, esculturas, cerámicas, tejidos y toda clase de artesanías de Castilla –La Mancha. Me llamó la atención la exposición en las vidrieras de trajes medievales para hombre y para mujer, en venta o en alquiler.

Esta tarde, calurosa y soleada, me invita a recorrer calles y callejuelas, el Museo del Greco, la Mezquita de las Tornerías y del Cristo de la Luz, el Barrio de la Judería, el Museo de Santa Cruz, más obras del pintor famoso, conventos, iglesias, monasterios, sinagogas… En su interior, el frescor me recupera el pulso y me embebe el sudor. Me abstraigo de tanta tradición sefardí, de tanto rigor religioso, de tanta Reconquista. Tanta cultura de siglos, cristianos y moros, y la historia agobian mi mente y abruman mi cuerpo cansado. Tanta grandiosidad contrasta con la pequeñez de los paseantes que, como yo, quieren mimetizarse con el monumental cielo azul de Castilla.

Quiero salir otra vez al trajín de la ciudad, el Ayuntamiento y los dibujos y caricaturas del Ingenioso Hidalgo. El teatro Rojas es una romería de lectura silenciosa y continuada de la épica castellana. “Aniversario de la muerte de Cervantes. Día Internacional de Libro” –anuncian en cartelera un variado programa.

Ahora camino hacia la feria; los feriantes ofrecen sus productos y me asombro; una aldeana de falda larga, camisa y cofia invita a degustar una cazuela campesina, entre vapores aromáticos; un mozo de sayo corto con volados y calza, muestra aros, pulseras, anillos, medallones; otro joven de jubón ajustado, babuchas y pantuflos, vende alforjas, bolsos y valijas en telar; una gorda aldeana bizarra se empeña entre sartenes y jamones, mientras el labriego flaco y quijotesco, horquilla en mano, hornea unos gordos panecillos. A su lado, un burro viejo se hunde en una parva de heno oloroso. Más allá, una pareja de artesanos rubios con sombrero de copa puntiaguda y ala corta, confeccionan piezas de vidrio y metal. A sus espaldas, un mate y un termo me llaman la atención, dispuestos entre gemas pulidas y piedras rústicas.

-¿Son argentinos? –les pregunto.

-Sí. Estamos recorriendo España para las fiestas patronales – su entonación no es lengua romance ni genuino español, es auténtico rioplatense.

-Yo también. ¿Me convidan con un mate?- les digo – Los reconocí por el aspecto, la entonación y el equipo de mate. Hace días que no tomo y lo extraño – y ese sabor amargo, elixir de los dioses de las pampas, me quita la sed y me reconforta para seguir el recorrido.

Entretanto, comienzan a oírse unos sonidos dulces mezclados con el rumor de la calle, las voces y el trajinar de los transeúntes. Por un momento, todo se vuelve silencio y muchos corren hacia la calle de la Trinidad, de donde proviene la música. La cadencia de un laúd, los agudos de las chirimías, los graves de un trombón de varas y la rusticidad de los sacabuches de calabaza. Los músicos preceden a los actores disfrazados de caballeros, de pastores, de aldeanas, de labriegos. Entre ellos se destaca una alta figura, gallardo caballero de armadura brillante, peto, espaldar, loriga, morrión y espada enfundada, mas sin escudo, porque no va precisamente a la guerra. Mira con altivez hacia la lejanía, por sobre las cabezas de los curiosos, sin ver, como soñando la libertad; él no sabe que son sólo utopías. A un lado, su escudero Sancho, de caperuza emplumada; el sayo con cuello en lechuguino no alcanza a cubrir su abdomen prominente; capa de vibrante bordó, calzones, medias, abarcas y una amplia sonrisa bonachona. Al otro, una Dulcinea rozagante de cachetes colorados luce refajo a rayas con vuelos, corpiño de terciopelo negro y pechuguín con puntillas blancas; de su cofia asoman unos rulos rebeldes y cubre sus hombros una pañoleta anudada en el torso.

Al llegar a la esquina se detiene la comitiva y comienzan a danzar chansones, villancicos y rondas. El público se aglomera en desorden y confusión, como si el siglo XVII hubiese reaparecido, de pronto, y como si el siglo XXI necesitara un poco de remanso, un trémulo toque suave de cariño o un bálsamo de flauta dulce y romances. De repente, el caballero en extremo delgado, sale de la ronda y sacándose las manoplas, con ademan gentil, me incorpora a la ronda y todos bailamos con los brazos entrelazados al compás de la música. Una ensoñación me arrastra hacia la magia de los siglos, mientras recuerdo un proverbio árabe y escucho la canción que habla de letras, de caminos y de días, de sabiduría, de música, del yantar, de la amistad y de la felicidad.

Un instante fugaz, muy parecido a la felicidad.

“Don Quijote cabalga de nuevo” -es la propuesta teatral que se anuncia. Es el mes de abril. Son trescientos noventa y ocho años desde el fallecimiento de Cervantes.

Me alejo finalmente del bullicio para reconcentrarme y disfrutar de la soledad, en las orillas del rico y dorado Tajo magnifico, a esa hora del atardecer, cuando el sol va escondiéndose. Me parece ver a la distancia, al raquítico Rocinante pastando en la pradera, junto a Sancho descansando a la sombra de un pino albar, solitario, en la llanura igual y extensa. Un poco más allá, el caballero de la armadura afila su espada en la sola piedra redonda al borde del camino polvoriento y luego, de un salto, con inaudita destreza, hacia atrás, embiste el aire, tajeando el horizonte una y otra vez, hacia arriba, hacia un lado, hacia abajo en diagonal, y hacia el otro lado, como si luchara con un enemigo invisible que hay que ajusticiar, y partir al gigante por la mitad del cuerpo. El viento fuerte, las ráfagas, y la distancia no dejan oír el entrechocar metálico de la absurda vestimenta. El sol ya débil, por el poniente aun hace relumbrar su espaldar y su corselete entre la grande y espesa polvareda.. No se distingue a Dulcinea. Tal vez está retozando en la laguna que veo brillar allá, a lo lejos.

-Para que no se oxide su armadura.

-Para que no pierda brillo su espada.

-Para que no se empañe su nobleza.

-Para que no se diluya su osadía.

Todo eso estoy pensando, cuando siento una mano blanda sobre mi hombro y mi mochila.

-Niña, no te quedes sola aquí. Hay muchos truhanes a estas horas. Ven conmigo -y Sancho me lleva a la grupa de su jumento gris, como una dama de alta hermosura, una doncella andante. Enfilamos hacia la llanura manchega y llevo en mi mochila la navaja para defendernos de pillos, de endrigos o de sierpes y llevo también la bota de vino que habrá que llenar para menudear unos tragos durante la travesía, sin fantasmas, ni moros encantados.

El caballero de la triste figura ya no danza. Estará ahora cenando con los cabreros o en la cueva de los Montecinos, para dormir y soñar con el fuego divino de Prometeo. Sancho ríe a carcajadas sonoras de sus propias chanzas y su panza sube y baja como un fuelle resoplón.

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