Veintisiete nombres de Hokusai

Veintisiete nombres de Hokusai

Está hincado, mantiene las manos apoyadas
en los muslos y espera con paciencia el momento adecuado para empezar a crear
su obra. Siempre lo hace de la misma forma. Primero, coloca sus acuarelas en la
escala de tonos adecuada, después pone un lienzo limpísimo perfectamente
doblado sobre el que descansa el pincel, a continuación, su tintero y sus
pequeñas plumas de faisán afiladas con esmero. Repite en su mente los
movimientos de cada línea, repasa los colores y compara las variantes de los contrastes
que expresen mejor su estado espiritual.

Desde que ejecutó su primer trabajo se
puso como objetivo principal verter un poco de su esencia en cada trozo de
tela, en cada hoja de papel de arroz. Tuvo que desdoblarse en más de veinte
formas. Era por eso que toda la gente se admiraba al ver los dibujos que el
maestro hacía. Para él era muy importante desplegar su alma en el trabajo:

“Una obra sin un pedacito de espíritu, no es
más que un bello cascajo. Bien adornado, quizás bello, pero al fin: cascajo”—se
decía.

Ahora estaba calvo y su figura se había
encorvado, la piel le colgaba como si se le hubiera holgado hace mucho tiempo.
Conservaba sólo el brillo intenso de sus ojos de lince y la mirada sabía,
permanecía expectante de la inmortalidad. Sus ojos indagaban el horizonte, el
monte Fuji lo arrastraba con una fuerza avasalladora.

Podía permanecer contemplando los detalles
de los objetos para ornamentarlos en su memoria. Tenía a unos pasos su bello
estanque, el cual había hecho con gran escrupulosidad, las carpas azules y
rojiblancas lo miraban con aprecio, de vez en cuando, daban un fuerte coletazo
para apresurarlo en su meditación, sin embargo, el hombre era inmutable, seguía
inmerso en sus técnicas de dibujo y los movimientos en el aire de su mano,
parecía que practicaba una gimnasia mental y mientras no lograra la condición adecuada
no se arriesgaría a pintar.

“Ya
has llegado al límite —le dijo el dios nipón desde su atalaya—, no queda nada
más que descubrir. Haz tu último dibujo con lo que te queda de alma y te
descubriré los secretos de la eternidad. Verás al cortador de bambú, la luz de
La Luna Kagulya y echarás retoños igual que los ancianos de la leyenda
milenaria. Nacerás en las azáleas, vivirás en los crisantemos y madurarás en
los cerezos”.

Cogió con determinación sus afiladas
péndulas de ave y trazó dos líneas que se unían en el horizonte. Luego dibujó un
monte hermoso con la nieve hasta las faldas. Decoró el cielo con un azul
milagroso, las hojas de los cerezos eran blancas con polen rosa, la hierba y
las piedras parecían más reales que las de verdad. El anciano maestro, al
terminar su obra, se levantó y avanzó por la vereda dibujada. Una voz lo
acompañaba en su viaje. Sentía un viento tibio, la seda de su bata le
acariciaba la piel, sus pies pisaban los pétalos de las azáleas que formaban a
su paso una alfombra natural, una música suave de flauta de bambú lo arrullaba en
su meditación y lo dirigía hacía el hermoso destello que lo jalaba. Vio desde la
cima toda su fecunda obra. Es magnífica—pensó—, llena de espiritualidad y
armonía. Decidió que había valido la pena poner tanto amor en su trabajo, llegó
al pico de la montaña y recibió el abrazo esperado de su desperdigada alma.

Sonrió y, transformado en grulla, voló hacia el sol.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS