TODO VA A IR BIEN

Tenía tan sólo diez años y no recuerdo muchas cosas de aquella época con exactitud. Son como imágenes vagas y difusas de pequeños acontecimientos sin importancia, sensaciones de aquel niño que fui y para el que cualquier experiencia resultaba nueva y contradictoria. Pero hay un suceso en concreto que no puedo olvidar, el momento en que tomé conciencia de que ocupaba un espacio y un tiempo específicos, de que podía jugar un papel en el orden y el equilibrio de las cosas que me rodeaban, de las causas y consecuencias que había detrás de cualquiera de mis actos, de las grandes repercusiones que adquirían mis insignificantes decisiones, y tuve conciencia por primera vez de eso a lo que llaman «destino», ese paquete de experiencias o anécdotas inevitables que nos marcan de por vida, condicionando o influyendo nuestros actos futuros.
Mis padres habían tenido un accidente. Eso es lo único que me había dicho mi tía Maribel mientras me sacaba de la cama y me vestía con dificultad, colocándome las mangas del abrigo, el gorro y la bufanda con las manos temblorosas. Jamás la había visto así. Tenía el rostro más blanco que de costumbre, sudaba, y los ojos le brillaban de un modo extraño. Lo que veía reflejado en su rostro era miedo, pero aún no lo sabía.
Bajamos precipitadamente a la calle. Mi tía me arrastraba del brazo sin darse cuenta de que con las zancadas que estaba dando me estaba obligando a correr para no caerme al suelo.
Era pleno invierno, hacía mucho frío, y apenas había amanecido. Llegamos a la calle principal del barrio, y me sorprendió que nos hiciera cruzar lejos del paso de cebra con el semáforo en verde para los coches. Cada uno de esos extraños comportamientos me iba poniendo más y más nervioso. Sin duda, algo terrible había sucedido. No paraba de preguntarme para mis adentros si mi padres estarían bien, y posiblemente, ella se preguntaba lo mismo, o quizá sabía algo más, ya que le habían llamado por teléfono para informarla.
Cada exhalación que salía de mi boca por encima de la bufanda se convertía automáticamente en una nube de vapor. A menudo me gustaba fingir que tenía un cigarro invisible entre los dedos, hacer que fumaba y que ese vapor era el humo que echaba después de la calada, pero ahora no me apetecía jugar. Mi tía no dejaba de decir palabrotas que nunca le había escuchado y frases que no entendía, frases del estilo de: «Es que nunca encuentras uno cuando lo necesitas».
De repente, un taxi frenó en seco, torció hasta el arcén y paró frente a nosotros. Estábamos plantados junto a la ventanilla de atrás esperando a que los pasajeros terminaran de pagar y se bajasen del auto, cuando a través del cristal vislumbré por primera vez en mi vida la mirada que perseguiría por el resto de mis días. Sus ojos eran oscuros, pero de alguna forma extraña, bajo el reflejo de las farolas, parecían azules. Creí que era un fantasma o una alucinación. Si es posible que a mi edad alguien tenga ya una imagen perfecta y detallada de su media naranja, yo me acababa de topar con ella. El impacto de ver un rostro que ya había imaginado en otras ocasiones se recrudeció cuando la puerta se abrió y salió una niña que medía lo mismo que yo. Sonó un trueno. Ya olía a tierra húmeda pero estaba a punto de echarse a llover.
Duró un instante, pero fue como si se hubiera parado el tiempo. Todo transcurrió a cámara lenta. Sus párpados cerrándose y volviéndose a abrir con las pestañas tan largas como dos rastros de luz en la oscuridad, su pelo negro oscilando y enredándose con el viento, su boca minúscula esbozando un círculo de sorpresa, y su sonrisa posterior, estirándose lentamente mientras una de sus manos se apartaba un mechón deslizando los dedos por detrás de la oreja.
Mi tía me metió en el asiento de atrás casi de un empujón, me abrochó el cinturón de seguridad y luego se sentó a mi lado.
—Al hospital de la Moncloa, rápido por favor —fue cuanto dijo.
—¿Pasa algo señora? —preguntó el taxista.
Mi tía no respondió. Ese hospital era donde trabajaba mi padre de enfermero. Seguro que sus compañeros lo cuidarían bien, pensé.
No podía dejar de observar a mi tía con los ojos muy abiertos. Miraba más allá de la ventanilla, se retorcía las manos y a ratos se mordía las uñas, se frotaba la frente, y se peinaba el pelo con compulsión. A ratos movía los labios como si estuviera diciendo algo pero yo no escuchaba nada.
Después de diez minutos, el vaivén del automóvil hizo que me entrara sueño. La calefacción estaba muy fuerte y como tenía calor me quité el gorro y la bufanda. Apoyé la cabeza en el cristal de la ventanilla de atrás, justo donde antes había estado la imagen distorsionada de aquella niña preciosa. Al otro lado, fuera, llovía con tal violencia que daba miedo. Siempre me había gustado echar el aliento en los cristales de los coches y dibujar cosas en la superficie empañada, para luego ver cómo iba desvaneciéndose lentamente como por arte de magia.
Me llegó un leve susurro. Mi tía estaba murmurando algo, una pregunta que se repetía a sí misma una y otra vez, y que aguzando el oído, por fin llegué a comprender: «¿Qué pasará? ¿Qué pasará?». Casi al mismo tiempo me vino un bostezo y me llenó la boca. En lugar de aguantarme, lo liberé contra la superficie de la ventanilla deliberadamente con la intención de empañarlo, pero cuando esto sucedió y alcé el dedo como para dibujar algo, descubrí una frase perfectamente escrita en la superficie, unas palabras torcidas que alguien había dibujado en algún momento impreciso antes que yo. Entorné los ojos como si estuviera analizando uno de esos rompecabezas del colegio, y en seguida lo entendí. La frase decía: «Todo va a ir bien».
No podía creerlo, qué casualidad. Relacioné las dos cosas sin querer. Mi tía preguntándose qué pasaría y aquella coincidencia a modo de respuesta providencial en el cristal. Cogí su mano. Ella me agarró con firmeza, me miró con preocupación y esbozó una sonrisa forzada. Dudé un instante, pero finalmente, le dije: “Todo va a ir bien», y mi voz sonó como la de un autómata, un loro que repite la lección, o más bien, como la de un brujo que pronuncia un sortilegio. Nada más escucharlo, ella suspiró profundamente, dejó caer una lágrima y me abrazó con fuerza.
Cuando llegamos nos informaron de que solamente mi padre evolucionaba satisfactoriamente, que podíamos ir a la habitación donde estaba ingresado, que nos estaba esperando, y la enfermera simplemente se limitó a decir que todo iba a ir bien. Estaba terriblemente preocupado por mi madre, pero aquel comentario me hizo sonreír.
Mi padre estaba irreconocible, bien jodido como nos dijo él mismo con la voz ronca y arenosa. Enchufado a la máquina que le registraba las constantes vitales y colgado de la vía que le suministraba suero, analgésicos, tranquilizantes y otros medicamentos por vena, con un vendaje que le recorría medio cuerpo, la piel del rostro hinchada y amoratada y el pelo de la cabeza afeitado, daba miedo. La impresión fue tan fuerte que jamás olvidaré esa imagen. Fue una situación tan poco convencional que nadie reparó en que un niño debería haber esperado fuera, tampoco mientras mi padre le describía a su cuñada con lentos esfuerzos, pausas prolongadas y arrastrando algunas vocales, el modo en que un borracho se había saltado un semáforo en rojo en un cruce arrollándolos por el lado derecho, sacándolos de la carretera en varios trombos y dejándolos inconscientes en el acto. Menudo hijo de la gran puta, le escuché decir, ojalá se haya muerto porque si no me lo pienso cargar yo. Fue en ese instante cuando mi tía desvió la atención hacia mí y le pidió a mi padre que lo dejara por el momento. Mi padre me indicó que me acercara, me encaramé como pude al borde del colchón y lo besé en la mejilla.
—¿Sabéis dónde está mamá? —preguntó entonces.
—En la UCI, no admiten visitas —le informó Maribel.
—Eso ya me lo han dicho.
Me mandaron al pasillo con delicadeza y cerraron la puerta pero pegué el oído desde el otro lado. Mi padre estaba tremendamente enfadado y no pude entender todo lo que decía porque la tormenta arreciaba fuera y repiqueteaba sobre los muros y las ventanas, pero en líneas generales se quejaba de que nadie en el hospital quisiera hacer lo que era su voluntad, y en ese momento cargaba contra mi tía por desobedecerlo igualmente y llevarle la contraria. Sólo admitió una de las peticiones de mi padre porque no fue capaz de negarse. Esa noche, yo dormiría junto a él en aquella habitación que me producía escalofríos, tumbado en el sillón reclinable que había junto a la ventana. No tardaría en comprender lo que quería y lo que había detrás de un interés tan egoísta como el de que su hijo pasara la noche en sitio así.
—Óliver, tienes que ser fuerte ¿vale? Ya sabes que en esta familia somos valientes —me dijo al rato de quedarnos solos, susurrando como el viento por debajo de las puertas de una casa deshabitada.
Asentí como solía hacer cuando mi padre se armaba de solemnidad y me hablaba sin que pudiera llegar a captarlo del todo.
—¿Te han dicho lo que le pasa a tu mamá?
Sólo de imaginarlo me estremecía, me ponía a temblar y me entraban ganas de llorar. Prefería que no me hablaran de ella, pensar que me la encontraría en casa al regresar. Jamás habría soportado verla en circunstancias parecidas a las de mi padre y me habría dejado secuelas irrecuperables. Esta vez negué despacio con los ojos muy abiertos y los labios apretados hacia dentro.
—El corazón no le funciona.
¿Pero estaba bien no? Si todavía estaba encamada en una de las habitaciones del hospital es porque había esperanza. ¿Cómo puede alguien sobrevivir sin corazón? Mi padre me dio la respuesta como si me hubiera leído el pensamiento.
—Vive enchufada a una máquina, pero eso no es forma de vivir.
No, claro que no, pensé mientras decía que sí con la cabeza, incapaz de hacerme una idea de lo que me estaba describiendo, no con mi madre como protagonista. Sólo una palabra me martilleaba la cabeza, posiblemente la primera que aprendí en mi vida, pero esta vez con significados diversos y ocultos entre sus letras: mamá, tengo miedo, mamá, vuelve pronto, mamá, dime que es mentira, mamá.
—Tiene mal los huesos y unos cuantos golpes pero cualquiera se recupera de eso, el problema es que nadie puede vivir sin corazón.
¿A dónde quería llegar? Me estaba dando miedo. Esas confesiones murmuradas en mitad de la noche, en una habitación fría y sórdida, en un ambiente que olía a antiséptico y rodeados de objetos desconocidos y amenazantes, con la escasa luz del cabecero dibujando sombras extrañas en las paredes. Seguí callado. No habría podido hacer otra cosa ni aunque me lo hubiera propuesto.
—¿Recuerdas lo que te conté sobre nuestro grupo sanguíneo?
Mi padre y yo éramos los únicos Cero negativo de la familia, en realidad los únicos que había conocido nunca, y eso nos convertía en donantes universales. Asentí sin perder detalle.
—¿Crees que es una casualidad que yo sea tan pequeño y tu madre tan grande?
Lo de que mi madre le sacara una cabeza, tuviera una complexión ancha y pesara veinte kilos más que él, era una de tantas rarezas que los hacían peculiares a ojos de los demás. Cuando dos personas tan ocupadas como para no tener patrones o clichés con respecto al sexo opuesto se encuentran y se enamoran, el resultado puede ser tan impredecible como éste. No era tan pequeño como para no intuir de alguna forma lo que estaba pensando.
—Tu madre necesita un corazón para vivir —repitió un par de veces como un mantra, y tras una pausa larga que me arrancó el aliento, añadió—: Y yo se lo voy a dar.
Tardé un rato interminable en asimilar lo que sugería mi padre mientras él no me quitaba el ojo de encima, analizando en aquel caso, la ausencia de reacciones por mi parte.
—¿De dónde lo vas a sacar? —pregunté tímidamente, temiendo la respuesta. Un trueno que duró varios segundos hizo temblar los cimientos del hospital.
—Le voy a dar el mío.
Un paréntesis de silencio denso y pesado cayó sobre nosotros como si el edificio se estuviera derrumbando. Tenía que ser una broma macabra, una pesadilla de la que despertaría sudoroso en cualquier momento. Tenía miedo de hablar, de moverme, de respirar, quería salir de allí, desaparecer del mundo por primera vez en mi vida. Todavía no sabía lo que era sufrir pero estaba a punto de averiguarlo.
—Hijo, ¿estás bien?
No quería contestar, por supuesto que no estaba bien.
—Tienes que reponerte a esto.
¿Cómo?
—Échale cojones, te necesito, no hay tiempo que perder, corazón.
Esa frase de mi padre, como si los cojones tuvieran algo que ver con nada, y esa coletilla cariñosa que utilizaba con sus allegados más cercanos al final de las frases y que tanto venía a cuento ahora.
—Sólo tienes que hacer lo que te diga.
¿Qué podía hacer un niño de diez años que no fuera obedecer a su padre? A esa edad uno siempre piensa que se le puede estar escapando algo. Quizá el viejo tenía un plan maestro que yo desconocía y que por supuesto no terminaba de la forma que parecía.
Las tres primeras órdenes eran bastante sencillas y mecánicas. Abrir ambas hojas de la puerta de la habitación quitando el seguro que las anclaba al suelo, retirar el freno que inmovilizaba la cama, y lo más farragoso y delicado, descolgar las bolsas que colgaban de la barra de suero y colocarlas bajo la sabana al lado de mi padre, así como desenchufar los cables que lo tenían ligado a la máquina que registraba su tensión arterial, siguiendo sus instrucciones meticulosamente para que no saltara la alarma del aparato y aparecieran las enfermeras del turno de noche.
No es que lo tuviera todo calculado, seguramente improvisaba sobre la marcha, pero para alguien que llevaba trabajando en aquel hospital más años de los que yo tenía, esa clase de maniobras no suponían ningún misterio. Escuchar sus indicaciones sabiendo que estábamos de alguna forma infringiendo todas las leyes sociales y morales habidas y por haber, resultaba espeluznante y me tenía los nervios de punta.
Arrastré la cama hasta el pasillo. Me colé subrepticiamente en una de las habitaciones de al lado y di al pulsador rojo que me había mostrado mi padre para que las auxiliares de guardia fueran a distraerse con otros enfermos mientras nosotros volábamos hacia el ala noreste que supuestamente estaba en obras. Los susurros jadeantes de mi padre en aquellos pasillos tétricos y solitarios, dándome ánimos y jaleando nuestras huida como si fuera un juego casi me hicieron llorar.
—Hay que subir a la cuarta, ahí hay unos ascensores.
No pesaba demasiado y se deslizaba con relativa facilidad, pero me estaba cansando de contenerla para que la inercia no se la llevase en las encrucijadas. Mi padre iba dedicándome elogios para animarme y peor aún, comentarios cariñosos que sonaban a despedida. Yo tenía los sentidos en colapso, ocupados al cien por cien en no chocar con ningún obstáculo. No sé si los hospitales acumulan la mala onda de las energías que albergan pero aquella planta destartalada, con los quirófanos vacíos, como si hubiera caído una bomba o fuera el fin del mundo, me contagiaban un ánimo confuso y me hacían estremecer.
—Ahí soldado —chistó mi padre desde la camilla.
Llamé al ascensor y la espera me resultó interminable. Apareció una pareja de una edad aproximada a la de mi padre. Las piernas me temblaban esperando la pregunta lógica: ¿Qué hacéis aquí? Pero mi padre se adelantó.
—Pasen pasen —dijo cuando las puertas del ascensor se abrieron—. Estamos esperando a un celador.
Nunca había visto mentir tan descaradamente a mi padre, la persona más íntegra que había conocido. Hasta eso me daba miedo. Los visitantes cambiaron automáticamente el gesto, de una mueca torcida y arrugada de duda a una sonrisa afable.
—Muy bien chiquillo, sigue cuidando de tu papi, seguro que pronto se pone bien —dijo el hombre antes de que se cerraran las puertas.
Si usted supiera, pensé, más bien pretende todo lo contrario.
—Vamos, vuelve a apretar el botón.
Mientras subíamos en el gran montacargas, mi padre me dedicó una nueva frase gloriosa que marcaría el resto de mis días.
—No hay nada imposible, no permitas que nadie te convenza de lo contrario.
Era como si esa confesión hubiera destapado la caja de los consejos que aún le quedaban por decirme y ya no tendría tiempo de hacerlo. Cada advertencia sonaba a despedida y se me clavaba en las tripas como un punzón de hielo. Realmente me dolía y pensé que me estaba poniendo enfermo. Me miré en el espejo del ascensor. Estaba pálido como un folio. Tenía ganas de vomitar.
—Esta vida es una jodienda hijo, y van a querer joderte todos los días.
Nunca me había hablado con un lenguaje tan crudo, como si se hubiera olvidado de que era un niño o como si dadas las circunstancias no consiguiese medir las palabras.
—No dejes que te arrebaten la ilusión.
Mi padre dejó caer el brazo por un lado de la cama, lo dobló hacia atrás y me acarició la cabeza. A menudo jugábamos a hacernos cosquillas en el pelo, primero yo a él y luego él a mí. Ahora, la sensación de sus dedos enredándose con mi flequillo me transmitieron una sensación fría y lúgubre.
—Persigue lo que quieres hijo, no dejes de tirar para delante.
—Basta —lo corté. Aquello parecía una película de sobremesa que no quería protagonizar.
La puertas se abrieron inesperadamente, y frente a nosotros apareció la oronda figura de un guardia de seguridad. Me asusté tanto que casi me hice pis encima. Mi padre me habló como si aquella situación fuera lo más natural del mundo.
—Vamos Óliver, tu madre nos está esperando.
El guardia frunció el ceño y observó cómo salíamos del montacargas. No tendría más de treinta años. De repente levantó el brazo, agarró la barra lateral de la camilla y me obligó a detenerla. La voz del viejo resonó grave y rotunda como cuando se enfadaba con alguien y pretendía persuadirlo de que hiciera su voluntad.
—Hijo —dijo. Yo agachaba la cabeza, esta vez no se refería a mí, sino que se estaba dirigiendo hacia el joven celador, con la misma condescendencia y el mismo tono fraternal que usaba para convencerme de algo. Si aquello no funcionaba, nada lo haría—: Comprendo que tienes que hacer tu trabajo, pero tengo que ir a ver a mi mujer y no voy a permitir que nadie me lo impida.
Aquella manifestación podía haberle parecido insultante. El guardia podía haber encajado fatal aquel órdago. Era una frase altiva y desesperada. ¿Qué podía hacer un pobre enfermo contra un guardia un poco enorme y en plenas facultades? Nada. Aún así funcionó, y me acordé instantáneamente de la anterior sugerencia de mi padre: “No hay nada imposible”. La forma de decir las cosas es a menudo más determinante que lo que se pretende expresar. El joven soltó la cama y se apartó a un lado. Quizá lo hizo por indiferencia, ¿qué necesidad tenía de enfrentarse a un hombre enamorado y testarudo? No estaba haciendo nada malo y era más fácil ignorarlo. O quizá por un momento sintió que en una pugna por devolver a aquel hombre a su habitación, perdería, quizá por un segundo sintió que al intentar impedirlo realmente estaría luchando contra algo mayor, remando contra el destino. Sí,
todavía sigo pensando que en muchas ocasiones la vida nos hace participar del destino de otras personas, y es muy fácil sentir lo incómodo de resistirse a él, obstaculizarlo, pretender que no se cumpla. Mientras arrastraba la camilla alejándonos de allí, con la mirada del guardia clavada en mi nuca, tuve por primera vez la certeza de que todo saldría bien, bueno, bien no, pero sí como mi padre había previsto, nada lo detendría, tuve la intuición de que lo estaba a punto de suceder tenía que suceder por algún motivo.
—Ya casi llegamos —me avisó mi padre.
Debía notar que perdía fuelle, empujaba con menor ímpetu y la cama se desplazaba cada vez más despacio. Estaba agotado pero el inminente encuentro con mi madre me puso muy nervioso y me aceleró el pulso.
—¿Qué día es hoy? —me preguntó.
—Martes —respondí haciendo verdaderos esfuerzos para acordarme.
—¿Pero qué día? —insistió.
Se suponía que el viernes 16 tenía un examen de mates en el colegio así que hice el cálculo:
—Trece.
—Perfecto.
La sala de espera de la unidad de cuidados intensivos no estaba vacía. A mi derecha un matrimonio se abrazaba apoyándose el uno en el otro para estar lo menos incómodos mientras trataban inútilmente de conciliar el sueño en esas sillas de plástico duro. La mujer alzó la cabeza y nos miró entornando los párpados, con cara de estar viendo un espejismo, luego llamó la atención de su marido tirándolo de la manga de la camisa. Estamos parados frente a unas puertas automáticas en las que un cartel prohíbe claramente la entrada al personal no cualificado. Bueno, mi padre lo es, pensé. Otro papel informa de la forma adecuada de vestirse para entrar en esa zona restringida.
—Voy a salvarle la vida a la madre del muchacho —le oí decir abiertamente a mi padre.
Me asomé para ver la reacción del matrimonio. No daban crédito. Seguro que todavía pensaban que era una pesadilla, que mi padre era un ángel o un demonio. Yo mismo dudaba de que fuera real. Lo único que eran capaces de hacer era asentir en silencio. Aprendí que la sinceridad puede ser lo más sorprendente para los demás y lo más efectivo a la hora de conseguir cualquier objetivo. La sinceridad cruda y descarnada seduce. Admitir nuestras debilidades y reconocer lo humano que hay en nosotros es un arma infalible, pero esto no lo descubriría hasta mucho más tarde.
—Óliver, dale a ese pulsador.
Me costó encontrar un botón alargado que había junto a la puerta. Al presionarlo, las dos hojas correderas se abrieron. No hacía falta que me diera instrucciones y me apresuré a empujar la cama hacia el interior. ¿Cuántas pruebas más tendríamos que superar? Como siempre, la respuesta vino desde la cama como un susurro jadeante.
—Ahora viene lo más difícil, ayúdame a levantarme.
A duras penas logré sujetar a mi padre mientras se deslizaba por el borde del colchón y alcanzábamos la silla de ruedas que había aparcada junto a la pared. Estábamos a punto de entrar en la oscura sala donde descansaban los pacientes que peleaban en silencio con la muerte cuando un cirujano de guardia con la bata blanca, el fonendo colgado del cuello, gorro y mascarilla, salió por la puerta principal y se topó con nosotros. Recuerdo que pensé que todo se había acabado, que la loca empresa de mi viejo había llegado a un callejón sin salida, y para ser honesto, respiré aliviado. El doctor permaneció varado a nuestro lado durante un minuto eterno en el que sus ojos y los de mi padre parecían hablar sin decir nada. Fue mi padre el que rompió la tensión creciente que se desplegaba entre los dos, y fue para revelarse con la rigidez y la convicción con que lo había hecho hasta ahora, sin ceder ni un milímetro de su integridad.
—Esto no es asunto tuyo.
—No puedo dejar que lo hagas —contestó el médico colocando la mano sobre el hombre de mi padre.
O sea, que el tipo lo conocía y estaba al tanto de toda la situación. El mundo se estaba volviendo loco, y yo estaba perdiendo la esperanza de que alguien nos detuviese.
—En realidad no puedes evitarlo.
—Yo también la quería pero esto está más allá de nuestro control.
—¿Con otro corazón sobreviviría?
—Sabes que en medicina no hay verdades absolutas.
—¿Sobreviviría?
—Tiene una contusión cerebral, medio pulmón desecho, cuatro costillas rotas, insuficiencia renal, nunca volverá a ver de un ojo, y el resto de daños colaterales, imprevistos o derivados del coma inducido me los reservo.
—¿Pero sobreviviría?
—No sabemos en qué condiciones.
—Prométeme que la operará Marañón.
—Lo que propones es una locura.
—Prométemelo.
Mi padre alzó la voz casi hasta un grito de desesperación. Yo presenciaba la escena atónito, asustado, sin imaginar el alcance de lo que hablaban.
—Joder te lo prometo.
—Óli, vamos para dentro.
Desperté de una alucinación con el imperativo de mi padre pero cuando fui a empujar la silla hacia delante el doctor se interpuso y se arrodilló frente a nosotros.
—Te ruego que te replantees todo esto.
—Óliver —fue cuanto dijo tajantemente mi padre.
Agaché la cabeza avergonzado y con cautela empujé la silla de ruedas sorteando al médico y penetrando en la sala oscura de la que había salido un rato antes. Me cuesta imaginar el dilema moral al que se enfrentó aquel compañero de mi padre antes de rendirse al sentimiento de culpa y los remordimientos, el calvario que recorrió durante los cinco minutos que aguantó sin delatarnos y conectar la voz de alarma y los mecanismos de acción. Lo que no sabía era que mi padre había previsto también ese momento de debilidad. La mente se enciende y conecta miles de factores vertiginosamente cuando estamos entre la espada y la pared, afrontando encrucijadas de vida o muerte.
—El doctor Torres nos ha dado permiso, venimos a despedirnos —escuché decir a mi padre dirigiéndose a las dos enfermeras del turno de noche que supervisaban la sala de cuidados intensivos desde la mesa del fondo.
Las dos mujeres se miraron con escepticismo pero pronto regresaron a su lento paseíllo rutinario por los monitores de la sala. Cuando uno se atreve a acometer empresas inéditas y a recorrer caminos inexplorados, cuando uno hace cosas que no son habituales o que parecen imposibles, juega con ventaja porque nadie creerá que es cierto, porque en realidad nadie confía en lo extraordinario, es más fácil y seguro tener fe en lo cotidiano. Que alguien hubiera transgredido las normas del hospital haciendo algo tan poco previsible era algo impensable. Para las enfermeras era más razonable creer que habían dado permiso a mi padre, dado que formaba parte de la plantilla, para visitar a su mujer fuera del horario establecido. Se había corrido la voz y todo el mundo hablaba del trágico accidente. Trabajar en un hospital, o que tu marido sea médico, pensé, no te exime de ser susceptible a la enfermedad o la muerte con igual abuso o indiferencia. Las dos chicas chismorreaban seguramente sobre estos asuntos u otros parecidos mientras nos escabullíamos detrás de la cortina.
—¿Me puedes leer lo que que pone en esos recipientes que cuelgan de ahí y en los frascos del cajetín del fondo? —me susurró mi padre mientras se acurrucaba junto al brazo de mi madre.
Estaba a punto de vivir una de esas experiencias que salen retratadas en los noticiarios y que parecen mentira, una de esas realidades que superan cualquier ficción. Estaba conmocionado. Es imposible explicar lo que se sentí al ver lo único que consideraba inmutable, invulnerable e imperecedero, mi madre, destruída frente a mí. Nadie debería ver a su madre llena de heridas, lánguida, exánime, inconsciente, pero eso es precisamente lo que vi, una imagen que no se me olvidará en la vida y que me dejó sin ánimo ni fuerzas para seguir. A pesar de ello, la voz de mi padre me hizo reaccionar al fin y sus disparatadas intenciones me parecieron terriblemente ineludibles. Ver a mi madre descompuesta me convirtió automáticamente en el cómplice de mi padre. Leí diversos nombres técnicos en etiquetas de diferentes tamaños y colores pero sólo soy capaz de acordarme de los que mi padre me pidió que le acercara.
—Tiopental sódico, bromuro de pancuronio y cloruro de potasio.
Ésos fueron los ingredientes que el viejo eligió cuidadosamente para envenenarse mezclándolos en cantidades excesivas en un par de jeringas. ¿Cómo había adquirido mi padre los conocimientos necesarios para saber cómo suicidarse sin dolor o sin que supusiera un riesgo para los órganos que pretendía transplantarle a mi madre, cómo siendo un simple enfermero, eso es algo que se llevó a la tumba? Según mis posteriores deducciones, la verdad es que no lo sabía exactamente pero contaba con la suerte de los locos enamorados, y por supuesto, le dolió, claro que le dolió.
—Cuenta hasta ciento veinte y llama a voz en grito a las enfermeras.
—Papá —dije con la voz temblorosa. Estaba muerto de miedo.
—Es importante que les digas que estoy muerto y que les entregues esto —añadió mientras me daba un papel cuidadosamente doblado que guardaba en la mano.
—¿Qué es?
—Un consentimiento firmado, mis últimas voluntades.
—Papá.
Estaba a punto de echarme a llorar.
—Tranquilo Óliver, no te preocupes corazón, tu madre cuidará de ti, todo va a salir bien.
—Es que no puedo, no entiendo, papá —me faltaban las palabras, estaba seco de ideas, la voz de mi padre era hipnótica, aquella sala siniestra y mi mente estaba llena de sombras.
—Al final hijo mío, justo al final, cuando ya no queda tiempo —empezó a decir ignorando la ansiedad que me producía todo aquello, mis lágrimas, mi palidez, mis temblores, volviendo el rostro hacia el cuerpo que yacía en la cama, mirando a mi madre con una intensidad y una mezcla de nostalgia y melancolía que no he vuelto a conocer—. Lo único que queda, lo único importante, lo único que nos acompaña, es el amor.
Comencé a sollozar, moqueando por la nariz y haciendo ruidos. Mi padre me arrastró hasta su lado. Sabía que las enfermeras no se extrañarían dadas las circunstancias pero me abrazó fuerte hasta que me cortó el aliento y pude reponerme.
—El amor es suficiente —terminó diciendo como si delirara antes de tiempo.
Acto seguido, y no recuerdo las palabras ni lo que sucedió en aquel breve impasse, mi padre se inyectó cuidadosamente las sustancias que había preparado.

La forma en que miró a su mujer, cómo la cogió de la mano y le acarició el rostro, borraron de mi mente toda clase de prejuicios, rechazo, reproche o desaprobaciones en el futuro. Quizá tenía razón. Quizá cuando alguien hace algo por amor sin hacer daño a los demás queda automáticamente exculpado de los cargos que pudieran imputarle. Mi padre lloró y sonrió a partes iguales mientras se moría. Conocía sus infinitas historias, las que seguramente ahora recordaba en un último vistazo en retrospectiva. Cómo se habían conocido, como había conseguido seducirla, como se habían besado, sus primeros viajes, su primer negocio, su primera casa, su único hijo, anécdotas sobre lo cotidiano y lo divino que habían compartido, cómo se habían dedicado todos los días de su vida.

No me cupo duda de que había llegado el momento. Es difícil de explicar. No noté que sus pupilas estaban dilatadas ni que sus músculos se habían tensado en una rigidez mortuoria, ni si quiera el hecho de que no se moviera ni respirara me impulsó a levantarme y acercarme andando muy despacio hasta la mesa donde las enfermeras revisaban sus notas, como si fuera un autómata sin voluntad, desganado, sin fuerzas. No, no fue eso. Hubo algo más, como un presentimiento, una intuición afilada que se me clavó en el pecho y que me indicaba que mi padre se había marchado, casi hasta la responsabilidad de que a mí madre no le sucediera lo mismo.
—Mi papá se ha matado para salvar a mi mamá —dije extendiendo una mano con el consentimiento informado donde el viejo había detallado sus últimas voluntades.
Lo sé, fue tremendamente dramático, pero en verdad dije eso. El tumulto que se formó en pocos segundos me apartó a un lado de la sala y pronto alguien me sacó fuera. Lo último que vi fue los cuerpos de mi padres, uno al lado del otro, aún cogidos de la mano, luchando por su vida. Pelear y perseguir imposibles, eso es todo lo que hicieron en su vida, lo que venimos a haber todos a este mundo extraño.
Me acurruqué en una esquina de la sala de espera, sintiéndome huérfano por primera vez en mi vida, completamente aterrorizado. La vida me ha dado muchos palos desde entonces pero no recuerdo haberlo pasado tan mal nunca, tiritando como un cachorro abandonado y muerto de frío, con los dientes castañeteando de tal forma que reverberaba en toda la estancia. Cogí unos panfletos de propaganda que había en la mesa de al lado y comencé a romperlos en pedazos. Me gustaba la papiroflexia, una de esas rarezas que hacían sentir orgullosa a mi madre pero que me hacían parecer un friqui marginado y con problemas ante los compañeros del colegio. Doblé decenas de papeles haciendo barcos, pajaritos, sombreros, flores, aviones, ranas. Los hacía y me los metía en los bolsillos, me relajaba tener los dedos y la mente ocupada, como si fuese una máquina.
Pasaron varias horas de suspenso en las que no fui capaz de levantarme para ir al lavabo así que terminé haciéndome pis encima. Cuando el trasiego de personal entrando y saliendo de la unidad especial cesó, giré la cabeza hacia un lado y vislumbre la imagen de una niña que debía tener aproximadamente mi edad. No podía ser verdad. Los ojos azules del taxi y esa cara angelical, la misma niña que me había cruzado hacía varias horas. Estaba de rodillas en la fila de asientos de la sala de espera, junto a la máquina expendedora de refrescos, acababa de empañar el cristal que tenía sobre su cabeza haciendo mucho ruido al exhalar el aire con fuerza, y con la mano muy estirada hacia arriba, había deslizado el dedo sobre la superficie para dibujar un corazón. Cuando se dio la vuelta y se sentó de golpe, lo primero que hizo fue darse cuenta de que alguien la había visto y me miró directamente a los ojos. Se me hizo un nudo en el estómago. Pensé que desviaría la mirada avergonzada, pero al contrario, me sonrió justo antes de que el doctor Torres se interpusiera.
—Óliver, ¿me escuchas?
No podía apartar la mirada del fondo en el que la niña juntaba las manos por los pulgares, y sonriéndome con complicidad, movía los otros cuatro dedos como si fuesen las alas de una mariposa, trazando tirabuzones en el aire. Yo lo veía todo a cámara lenta, como un sueño en el que el tiempo se deshacía despacio.
—Ha funcionado, el loco lo ha conseguido, ¿me oyes? El comité dijo que sí, y Marañón accedió a operarlo. Todos le queríamos, ¿sabes? Es pronto para saber qué pasará…
El tipo tardó un rato en darse cuenta de que no me estaba enterando de nada, de que en realidad ni siquiera le estaba escuchando, de que aunque la niña que hacía dibujos en las
ventanas me había hechizado, por dentro seguía deshecho, muerto de miedo, de que era demasiado joven para entender lo que decía o afrontar un golpe tan macabro.
—Este niño ha sufrido un trauma serio, llevadle a pediatría y buscad un psicólogo —le oí decir a una enfermera que me observaba con una mezcla de lástima y curiosidad.
Mientras algunos auxiliares del personal de noche se arremolinaban alrededor del doctor Torres mirándome, agachándose frente a mí, revolviéndome el pelo o dedicándome palabras de aliento con ese tono pueril que se suele utilizar con los bebés, yo seguía torciendo la cabeza para ver a la chica de mis sueños, que ahora estaba de pié, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, y observaba la escena confundida. Me preguntaba por qué no nos podían dejar solos, por qué, si todo era posible como me había dicho mi padre, no se apagaba el ruido y se marchaba todo el mundo, para dejarnos jugar todo el tiempo que se nos antojara. Hizo el amago de aproximarse, pero a mitad de camino, su madre la reprendió y agarrándola del brazo la atrajo de nuevo hasta los asientos de su zona. Un impulso me guió entonces directamente hacia ella entre piernas y brazos de adultos que se cernían sobre mí, pero uno de esos brazos me sujetó de la pechera como una rama de un acacia enganchándoseme a la ropa. No me dejaban hacer lo único que quería hacer, lo único que probablemente habría conseguido apartar mi mente de un círculo vicioso de funestos pensamientos.
—Ahora te van a acompañar a un sitio muy chulo —me decía una de las enfermeras que se habían incorporado por la mañana, dirigiéndose a mí como si fuera tonto—. Tu mamá se va a poner bien.
—Claro, todo va a salir bien —añadió un compañero suyo frotándome la espalda y dándome unos golpes en el hombro.
Por supuesto, pensaba mientras me hablaban, eso ya lo sabía, lo había leído en el vaho de la ventanilla de un taxi. El mensaje que aquella niña había dibujado en el cristal antes de que me subiera y bostezara en su superficie reaparecía como un mensaje esperanzador en mi memoria. Pero, ¿qué significaba aquello exactamente? ¿Y mi padre? La necesidad de acercarme a esa niña y hablarle se me presentaba como una prioridad fantástica, absurda, como si al hacerlo pudiera conseguir que todas las piezas encajaran en su sitio y mis padres volvieran a vivir sin un rasguño. Nada cambiaba lo que acababa de ocurrir pero así me engañaba yo entonces, pensando en el amor y sus milagrosos efectos.
—Las cosas van a cambiar durante un tiempo —iba diciéndome una señora con bata blanca y cara forzadamente cordial, mientras me arrastraba del brazo por el largo pasillo de la cuarta planta.
Evitaba mirar a las habitaciones en penumbra que había a los lados para no ver a los enfermos agónicos, molestos, tristes, o delirando en sus respectivas camas con sábanas amarillentas. Casi no escuchaba lo que me decía la psicóloga. Mi mente estaba en otra parte, lejos del drama que acaba de vivir o del que se avecinaba. Pugnaba en silencio, como en otras ocasiones, por atreverme a hacer lo que mi instinto me dictaba. Hacer lo que requería un instante de valor, lo que a priori parecía una locura o una equivocación, siempre me había reportado resultados positivos. ¿Qué más justificaciones necesitaba? Mi padre, y esta forma de razonar o esta especie de silogismo facilón se convertiría en un acicate recurrente a partir de entonces, no lo dudaría, pensé.
Me zafé del brazo de la psicóloga con un tirón enérgico, me di media vuelta y corrí retrocediendo a través del pasillo. Tuve que esquivar un carrito con sábanas sucias y productos de limpieza, y a un par de enfermeras que salían de una habitación. Fue entonces cuando la vi, al otro lado, corriendo hacia mí del mismo modo. No era tanta distancia para que lo recuerde todo tan lento, como si pasaran varios minutos hasta encontrarnos. En realidad fueron segundos. La doctora detrás de mí y la madre de la niña, se detuvieron al ver que la carrera improvisada tenía un fin inocente.
Cuando la tuve delante, todo mi arrojo flaqueó y agachando la cabeza, me quedé sin palabras. ¿Qué podía decirle? Si pudiera le susurraría al niño que fue a través del tiempo:

“Dile que te gusta, que gracias, que es muy guapa, que te encantaría volver a verla”. Éramos tan pequeños. En lugar de eso, saqué el enorme montón de papelitos cuidadosamente doblados en múltiples y simpáticas formas y se los entregué. Sus dos manos extendidas boca arriba se llenaron de minúsculos barcos y aviones, ranas y pajaritos. Sonrió, eso es cuanto hizo, pero también le dio tiempo a darme un beso en la mejilla antes de que su madre la apartara de mi lado y se la llevara abruptamente lejos de allí.

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