Benedicto Stepanovich levantó su copa para brindar. Se detuvo la música, los invitados llenaron de Champaña y vino las copas de las mujeres, los hombres miraron que estuviera llena de vodka su copa Cordial. Alguien golpeaba con una cuchara un vaso para que se callaran los invitados y dejaran hablar al anfitrión. El lujo de la mesa causaba envidia en los camareros que no concebían que se pudiera desperdiciar tanto caviar, carnes finas y todo tipo de platillos caros. Se oyó por fin la voz profunda de Benedicto. Era bastante alto, había engordado a lo largo de los años, aunque seguía haciendo un poco de deporte y frecuentaba los baños turcos con la esperanza de quemar un poco la grasa que le obligaban a consumir sus amigos y clientes. Empezó deseándole a los concurrentes, mucha felicidad, amor y dinero; luego, enfatizó su deseo de que la gente trabajara con honestidad en su empresa, que sus clientes se esmeraran en ofrecerle sus servicios. Les dirigió las mejores palabras a sus subordinados y pidió que se entregaran los regalos preparados para la ocasión. Cuando todo mundo estaba a punto de llevarse la bebida a la boca, Benedicto se vio asaltado por la nostalgia y pensó que sería un buen momento para hablar del esfuerzo que había hecho para crear su mini imperio comercial.

Queridos amigos—dijo con la mirada inundada de brillo espeso—. Hubo un tiempo en el que fui una persona sin recursos. Mi padre era obrero y mi madre hacía dobles turnos horneando pan. Traté toda la vida de ser un estudiante ejemplar, pero la realidad me llevó por duros caminos. En la época de la Perestroika, la Glasnost, y los cambios duros de los años noventa, tuve que sobrevivir remando contra corriente. En aquella época era difícil dedicarse a un negocio sin que le llegara a uno amenazas de parte de los grupos de crimen organizado. Luego se estabilizó la situación y los más inteligentes y astutos pudieron salir a flote. Entre ustedes veo personas que pasaron por ese período y tuvieron que estudiar desde cero, carreras que servían para el nuevo sistema económico. Yo mismo tuve que dejar mis sueños de ser historiador y me dediqué a la dirección de empresas. Ya tenía capital cuando empecé, pero el camino fue como el de una hormiga que lleva una carga cincuenta veces mayor sobre las espaldas y con esa presión había que cruzar ríos de aguas agitadas, pendientes largas y peligros de depredadores. Por fortuna, salí avante y, si alguna persona me califica de cruel, exigente e inhumano, puede darse cuenta de que tengo que proteger lo que he conservado con todo ese esfuerzo. Por dicha razón, les pido perdón a todos, si es que me he pasado demasiado en mis exigencias; pero me supedito a su comprensión y espero que sigamos colaborando por el bienestar colectivo.

Se llevó la copa a los labios y bebió el vodka a la rusa. Cogió un pepino salado y pidió que le pusieran más carne. A su lado se encontraba uno de sus más apreciados socios. Tenía ganas de conversar con él, pero las palabras pronunciadas en otro brindis y el sabor de la ensalada rusa, hecha estrictamente con la receta clásica, lo transportaron a la época en la que se puso un traje y comenzó a desarrollar su plan para ser rico. Era un tiempo en el que la mayoría de personas trataba de orientarse en el desordenado torrente de acontecimientos. Había avispados que sabían que era el mejor momento para acumular riqueza. Había oído de las estafas que se hacían y se le ocurrió convertirse en representante estatal de protección de la ciudadanía. Ese organismo no existía, por supuesto; pero él lo inauguró. Consultó a sus conocidos abogados y diseñó su fantástico contrato social. El sistema era muy sencillo. Visitaba a los ancianos que no tenían nada más que sus propiedades, y los hacía firmar un contrato en el que le donaban sus pisos o fincas. El papel decía que al firmar entraban en un programa estatal que los protegería con una pensión cuando pasara toda la reestructuración económica. Consiguió que le firmaran unas cincuenta personas y cuando las cosas se estabilizaron, se vio como propietario de casas de campo y departamentos. Se informó sobre el futuro y las próximas reformas económicas, arremetió en los juicios a los que se le citó y convirtió sus bienes y raíces en dinero. Abrió su empresa y comenzó a generar ganancias. Se comenzó a enriquecer y sus relaciones con empresarios y funcionarios lo colocaron en una parte muy fructífera del mercado. Tenía riqueza, poder y respeto. Nunca se había detenido a evaluar su vida, por falta de tiempo o deseo, hasta ese momento en el que le preguntaron si deseaba algo en la vida y contestó que no, que ya lo tenía todo. Fue cuando las palabras de Yevgeny, uno de los empleados de logística, hicieron que se frenara a evaluar algunas cosas.

Lo asaltaron algunas de las convicciones de su juventud que había enterrado en el pasado. Unas estaban relacionadas con Lev Tolstoi, otras con Trotsky, con Krapotkin, Solzhenitsin y Dostoievski. Este último lo hizo sentir como un Radión Raskolnikov que había analizado la política y conducta de algunos grandes millonarios como Henry Ford, Rockefeller, Andrew Mellon, entre otros, y decidió que, si ellos podían jugar con las inversiones, la inflación y el capital, ¿por qué él no tenía el derecho a crear su propio bienestar? Él no había dejado a miles de personas sin trabajo, no había esclavizado a miles de obreros, no había intervenido para que la gente se viera sumida en la más cruda pobreza y explotación. Su único pecado, que no lo era en realidad; puesto que había creado puestos de trabajo y había colaborado con su engrane para el funcionamiento de la economía, era haber mandado antes de tiempo a la tumba a unos vejestorios que quién sabe si se merecían vivir.

Por el efecto del alcohol comenzó a hacer algunas confesiones. Mencionó a algunos de sus enemigos eliminados por mercenarios improvisados, a sus amantes a las que les había proporcionado todo y lo habían abandonado, y todas las personas que tuvieron que ajustarse a sus condiciones. Sintió un poco de remordimiento y se dijo a sí mismo que no sería como el personaje dostoyevskiano ese, que había sufrido una crisis existencial y que había parado en Siberia por confesar su crimen. No, él no era de esos. Decidió que, sin falta, iría al día siguiente a visitar al padre de la iglesia, pondría unas velas en calidad de arrepentimiento, se confesaría para limpiar sus pecados y, como un hombre puro, enfrentaría de nuevo la suciedad de la vida hasta la siguiente nochebuena en la que se confesaría para exhumar sus malos actos.

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