—No voy a ninguna parte —dijo ella—. Me quedo aquí.
La chica tenía el pelo rubio y largo. Era delgada y elegante, pero no iba bien vestida. Había elegido un pantalón verde, deportivas y una camiseta blanca.
—¿Ahora vienes con esas? —dijo él.
El chico en cambio llevaba un traje de dos piezas. O bien venía de la oficina, o era una persona con altas aspiraciones, o las dos cosas.
—¿Ahora? Lo dices como si hubiera un momento adecuado para cada cosa, como si tuviera que respetar un horario. Eres ridículo.
—Solo digo que no te comportas como una persona adulta.
Le sorpredió que dijera eso. Sobre todo porque los dos sabían que ella era mayor que él. No es que fuera una gran diferencia de edad, pero sí lo suficiente para que un desconocido lo pudiera notar a simple vista.
Era primavera. Estaban sentados en una terraza del centro de la ciudad, en el último piso del hotel de seis plantas donde se alojaban. Había estado lloviendo, pero ahora el sol secaba la humedad de la superficie de la tierra, del asfalto y de los objetos.
—¿A qué hueles? —dijo ella sonriendo después de aspirar una gran cantidad de aire.
Llegaron hace un par de días. La oficina central del chico —su marido— estaba a unos cuantas manzanas del hotel. Era un hotel elegante, al menos según la idea de elegancia que tienen algunas personas. Pero ella lo odiaba.
—¿Está usted sola? —dijo el recepcionista el primer día.
—No, no estoy sola —estuvo a punto de continuar, de dar una explicación. Pero no lo hizo—.
El hombre sonrío. Le dijo que se llamaba Héctor. Héctor, el recepcionista. Y tendió una mano blanca y generosa, como un extraño animal de oriente que se hubiera doblegado ante su nuevo amo. Después llegó su marido, que acababa de terminar una llamada.
—Ya estoy aquí, cariño.
Aquella noche él estuvo dando vueltas por la habitación. Colocó la percha con el traje en diferentes sitios, como si calculara cuál era el lugar más inteligente para encontrárselo por la mañana. También hizo y deshizo en el baño. A ella le llegaron ruidos brillantes del cristal de los productos de aseo personal. Y habría hecho lo mismo su hubiera habido más habitaciones. Cuando por fin se metió en la cama, se puso encima de ella, que se encontraba estirada, recta, como si estuviera amortajada, y la miró a los ojos. Ella pudo oir su respiración, el olor que había desaparecido por la costumbre y que lo identificaba. Aquella forma que tenía él de mostrase disponible y que a ella le pareció hace tiempo encantadora.
—Mañana tengo que levantarme temprano —dijo. Y la besó en el cuello.
Ella miró hacia la ventana. Las cortinas era de un tejido grueso y caro, pero eran deprimentes. Pensó que alguien las había elegido para reirse de ellos. Hay personas que actúan así. Fuera, la ciudad se asemejaba a una maqueta dentro de una hurna; esa sensación de estar protegida y a salvo, que en realidad es producto del encierro.
Aquella noche no pudo dormir. Llamó al servicio de habitaciones. Pero luego le vino la imagen de alguien llamando a la puerta y de su marido preguntado qué hacía a esas horas levantada.
—Mañana tengo una reunión imporante. ¿Es que no ha quedado claro?
Así que bajó. Se puso una sudadera y unos pantalones de algodón.
—Hola, buenas noches —dijo Héctor.
—He llamado. No puedo dormir —¿Por qué daba tantas explicaciones?—. Quiero una bebida caliente. Una infusión. Pero no quería despertar a mi marido.
En ese momento se fijo más en Héctor. Era una hombre mayor; grande, redondo. Una persona inclinada en un ángulo servicial. A ella le vino un sentimiento de culpa al ver un hombre de la edad de su padre en un trabajo como ese.
—Cuando yo no podía dormir —dijo Héctor poco después con una taza humeante en la mano—. Mi padre me contaba historias. Se sabía un montón. Incluso se inventaba las suyas propias.
—Es curioso —dijo ella. Quería devolverle el favor. Recompensarle por esa sencillez y honestidad que transmitía, y que justo ella parecía necesitar en aquel momento—. Yo hacía justo lo contrario.
De pequeña ponía cada uno de sus muñecos en fila. Los ordenaba por tamaños —como si estuvieran en un auditorio—. Su padre le aplaudía. Le parecía una ocurrencia encantadora. Entonces ella le contaba cada una de las historias de los muñecos. Algunas bastante tristes. Y así, después su padre aplaudía, apagaba la luz y ella caía frita en la cama.
En vez de subir a su habitación lo hizo al último piso. Iba descalza y con la taza en la mano. Había mesas, sillas de jardín y cesped de plástico. A sus pies los ruidos nocturnos de la ciudad. Dio un sorbo a la infusión. Dejó la taza en una de las mesas. Se acercó a la barandilla e intentó mirar hacia abajo, pero una extensión de metacrilato le impedía ver la calle. Se apartó enfadada. Estaba harta de todo esto. De la falsa seguridad. De esa forma de hacer creer a las personas que las cuidan y las protegen, de que las cosas se hacen por su bien, cuando en realidad solo quieren salvarse a ellos mismos. ¿De verdad? ¿Qué creían, que alguien iba a subir por la noche y tirarse? ¿Que alguien iba a cambiar de opinión por esa ridícula pantalla de cristal falso? ¿Que así se salva una vida?
Ella se colocó en medio de la terraza y abrió los brazos, pero cuando levantó la cabeza vio una nube. Era enorme y oscura, a pesar de la oscuridad del cielo. Pudo ver cómo cambiaba de forma y avanzaba por el aire.
—Señora —dijo Héctor—. ¿Esta usted bien?
Había subido al ver que la puerta que conducía al tejado estaba abierta. Héctor, el recepcionista, que solo quería saber si necesitaba algo más, que estaba a su servicio, ahora estaba asustado.
—Sí —dijo ella dando la vuelta a la cabeza, todavía de una forma extrañá, todavía con los ojos puestos en la nube.
Y antes de que Héctor se marchara, una luz iluminó el volumen irregular de la nube y la ciudad, como si fuera el escenario de un teatro, dejando ver algunas esquinas oscuras, implosibles de ver de otra forma. Después un ruido grave en el cielo, como si algo hubiera sido arrojado al vacío.
Al trueno le siguió la lluvia. Héctor pudo verla en la misma posición durante un tiempo, mojada, en mitad de la tormenta; con los brazos extendidos, como un angel, enfrentándose al cielo.
Por la mañana su marido fue a la reunión, y por la tarde le dijo que no iría con él a donde fuera que le enviaran esta vez.
—Sabes que esto es bueno para mí —le había dicho esa tarde en la terraza—. Para los dos. Esto significa más dinero, una posición más favorable. Y esta posición favorable significa estabilidad. Un futuro. Podemos conseguir lo que queremos. Estamos tan cerca.
Al día siguiente Héctor se encargó de que un coche les esperara a su salida en la puerta.
—Deje, yo le ayudo.
Cogió las dos maletas que ella cargaba y las encajó en el portaequipajes. Luego se puso a charlar con el conductor.
—Vámonos de aquí —dijo su marido, que se había acercado por detrás mientras ella miraba a Héctor.
Sus brazos la rodearon y él puso la cabeza en el hueco de su cuello. De nuevo, ella fue consciente de su respiración, de cómo se llenaban y se vacíaban sus pulmones, del cuerpo de él apretándose al de ella.
—Me alegro de que hayas cambiado de opinión.
Su marido le dio un beso en el cuello.
Mientras se alejaban dentro del coche comenzó otra vez a llover. Las gotas caían haciendo un ruido reconciliador. Conforme avazaron, la imagen de las calles de la ciudad a través del cristal del coche se volvió más fragmentaria. Ella pulsó el botón y bajó la ventanilla.
—¿Qué haces? —dijo su marido.
Ella respiró hondo.
Le gustaba el olor húmedo de la tierra.
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