Carmen termina de adobar el pollo y pone el aceite a calentar. Los pedazos de carne le parecen hermosos, su trabajo está comenzando a tomar forma y sabor. Cuando la grasa está lista, echa la primera pieza y se aleja un poco para evitar las salpicaduras. Una a una las coloca todas y las cubre con la tapa de cristal. Se queda quieta, mirando el freír de la carne que se va recogiendo hasta ser solo la mitad de lo echado segundos antes; en esas nuevas dimensiones le recuerdan la escena de la película donde el asesino extirpa un fragmento de cerebro a su víctima, lo fríe y luego se lo da a comer. Sonríe con la boca aguada, traga la saliva con sabor a ajo y limón y destapa para dar vuelta al pollo. Ojalá la realidad fuera volteable, ojalá una no se quemara en su aceite, piensa y mira al pasillo donde Pedro está sentado en su sillón, perdido en algún lugar inaccesible para ella. Esto ha durado todo el último año: llega y se sienta, ausente. Qué no daría ella por saber lo que piensa su esposo.

El pollo va dorándose como él prefiere, no muy frito para que sea blando y gustoso. Carmen conoce a Pedro, o al menos eso ha creído durante un tiempo. A menudo se dice que él siempre ha sido parco y taciturno, el misterio es su atractivo principal. Lo justifica pensando que son los años, a los cuarenta ya no se es el mismo. Pero al verlo así, tan lejos, el discurso flaquea y siente el peso de la soledad. Saca los primeros trozos fritos a la medida del paladar de su marido. Su color la hace evocar otra vez aquella escena de la película. Mira lo que todavía se fríe, bien hecho para ella, traga más saliva de ajo y viene otra imagen junto con la que regresa al paladar:

Ella, su espalda, yendo hacia Pedro lentamente hasta tener a unos pocos centímetros su nuca. Al percatarse de que ha dejado el instrumento para extraer lo deseado, regresara a la cocina sin hacer ruido, a coger el cuchillo. Con cara de villana retornase donde la nuca. Primero una caricia con ternura, porque él no debe sospechar de sus intenciones. Luego, con los dedos, buscar el punto donde se unen las capas del cráneo, sentir la hendidura de la entrada al misterio y dibujar un círculo justo en ese sitio con la punta del cuchillo, antes de comenzar a cortar. Si cortara en redondo, su marido perdería esa porción de piel, casi como una tonsura; mejor levantar un cuadrado pequeño de cuero cabelludo, abriendo una puerta, introducir la punta del cuchillo por la hendidura, un poco más, hasta hacer un agujero por el que pueda sacar un pedazo de cerebro, de seguro chorreante de una baba amarillenta, que latiese unos segundos en su mano. Pedro permaneciera inmóvil durante todo el proceso, ausente. Ella, habiendo colocado el cuero cabelludo en su lugar con cautela de cirujana, regresara a la cocina, destapase el aceite para echar el trozo de cerebro que comenzaría a despedir un aroma distinto al de los pollos, muy parecido al olor a quemado.

Carmen aguza el olfato y mira el sartén, hace un movimiento rápido y saca sus trozos que casi se achicharran por tanta fabulación. Ríe a carcajadas mientras apaga el fuego. Observa el pasillo en busca de una reacción del marido ante su escándalo, pero no hay señales de que la oyera. Tal vez si comiese un pedazo del cerebro de Pedro podría saber qué es lo que piensa. Sirve la comida y se lava las manos. Cuelga el delantal y mira el cuchillo sobre la meseta. Se sienta a la mesa unos minutos en espera de que el olor a refrito se valla de la cocina, sabe bien lo mucho que a él le molesta. Por lo menos ella conoce sus gustos, sabe lo que le molesta. Eso ya es algo, pero no suficiente, se dice lanzándole un suspiro a quemaropa que debe haber muerto en el camino porque no percibe respuesta alguna de su destinatario.

El olor es más tenue. Carmen va al baño, aparta la falda y siente la taza fría pegarse a sus nalgas, escucha su orine chocar contra el agua que lo recibe, abre las piernas para ver entre ellas cómo se mezclan los dos líquidos, debe tener algún problema en los riñones, está orinando muy oscuro. Se levanta, sin acomodarse las ropas, arregla su peinado frente al espejo y muerde el labio concentrada en sus ojos. Los del reflejo la cuestionan, ya no son suyos. Hay otra persona en ese cuadro, una que manda a hacer algo para cambiar la rutina. Escucha un pito agudo en los oídos. Le duelen. Siente un rapto de lucidez como si todo el conocimiento del mundo le viniera de golpe en un latigazo en las sienes, y duele solo un segundo con una intensidad ajena para ella. Al pasar la molestia se desnuda y aprieta la mordida sobre el labio hasta sangrar. Se limpia con la lengua el sabor a hierro, traga; regresa a la cocina, toma el cuchillo y corta la liga que le recoge el moño, lo pone de vuelta en la meseta. Con ambas manos se divide el pelo en dos partes, dejando una raya en el medio por la que palpa el cráneo en busca de la hendidura. Al centro de su cabeza la descubre y coge el cuchillo, tantea con la punta hasta coincidir con el desnivel en el cráneo, aplica una fuerza ajena aunque suya y poco a poco introduce la mitad torciéndolo como un taladro de mano para perforar en círculo. La sangre corre caliente por la raya, llega al cuello y baja por la canal de la columna para perderse entre sus nalgas y seguir pierna abajo hasta el piso. Ya está, piensa. Va tambaleándose hacia Pedro, se acerca a su cara y le dice al oído: “No te asustes, por favor, y haz lo que te pida”. Él no responde, pero al verla desnuda con las manos llenas de sangre intenta abrir la boca cuando ella se la tapa con un beso, mientras le toca la portañuela con torpeza. Pedro siente subir por su espina un calambre que lo inmoviliza y le endurece el sexo. Carmen lo nota, abre el zíper, desabotona y le baja los pantalones. La carne aún medio flácida del marido parece un animal rastrero, indefenso. Lo acaricia con una mano, dejándoselo erecto, rojo. Se arrodilla, le da la espalda y él ve el hueco en la cabeza, su mandíbula desciende por el asco y frunce el ceño, pero otro calambre le sube por las piernas cambiando el gesto a una sonrisa mecánica. Ella arquea el torso y gira la cara para mirarle a los ojos al susurrarle: “Métemela por ahí”. Se toca el hueco en el cráneo y mete un dedo, luego dos, para enseñarle cómo hacer; los dedos agrandan el agujero, al sacarlos aparece una burbuja parda que explota como si lo de adentro hirviera. Él obedece, coge la cabeza de su mujer con ambas manos y mete primero solo el glande, bloqueando el fluido. En el primer impacto ella abre la boca y sus pupilas se dilatan. Con cada penetración empieza a salirle un chorro viscoso por las orejas, la nariz, corre por las comisuras de la boca y se empasta en el pelo pegado al cuello, queda seco en unos instantes y se siente el picor de la piel apretada. Pedro acelera el ritmo de las arremetidas. El cerebro de Carmen es una masa cada vez menos sólida. El falo también sangra por la fricción con los bordes del cráneo, su prepucio desecho cuelga en girones como una camisa desgarrada por el paso del tiempo. Ella abre la boca un poco más, dejando salir un sonido casi musical. Su marido cierra los ojos en espera del espasmo ya cercano, le aprieta la cabeza en busca de apoyo y equilibrio. Se contrae, el calambre ahora sube y puede ver las luces de colores al pasar de neurona en neurona. Eyacula entre temblores y el semen se mezcla con el batido de la materia gris de su mujer, cuyos ojos amenazan con saltar de sus órbitas, mientras de la boca, sin mover los labios, cual si fuera una bocina, le sale ahora la voz de Pedro que dice un poema. Ella no lo entiende bien porque lo escucha al tiempo que brota por sus oídos la simiente; se desespera, sabe que el líquido es la fuente de la verdad. Él saca su miembro del hueco, se arranca un trozo de piel colgante, acaricia sus testículos y vuelve a perderse otra vez. La hendidura cierra lentamente sin sangrar y Carmen cae de costado. Su cabeza golpea duro contra el suelo. Con el golpe la reproducción del texto salta como un disco dañado y comienza desde el principio: Una hora se extiende en la manecilla de mi reloj, una hora perdida por la mujer que ya no eres, ya no soy el hombre provisto de la vena y la gloria, ya no somos la mañana de salud para siempre, si vinieras a ver los puntos ahogados en mi pared no tendrías otro remedio que matarme, el silencio protege lo que resta de mí, si te lo dijera sería palabra de polvo como eso que fuimos.

Pedro va al baño arrastrando las ropas enredadas en los pies. Levanta la tapa del inodoro, orina sin mirar, mojando el borde y salpicando el piso y su pantalón, al terminar lo suelta con dos patadas dentro de la tina. Sube los calzones que se pegan a la ingle al rozar la sangre en la entrepierna. Se lava las manos sin echarse agua ni jabón. Hace lo mismo con la cara. Luego camina en sig sag hacia la mesa donde está servida la comida. Se sienta, mira el plato y después al pasillo, espera por su esposa para comer juntos, como siempre, aunque tiene mucha hambre. Coge con torpeza los cubiertos, pesan. Suspira y lleva el primer bocado en un esfuerzo, como si hiciera el teatro del avioncito para sí mismo; ya en la boca lo mastica sin ganas hasta sentir el sabor: el pollo quedó como le gusta. Traga.

Carmen, tirada en el piso, cierra los ojos y se abraza las rodillas, comienza a sentir frío. Las palabras de Pedro escapan de su entendimiento junto con el semen. Aunque lo intente, no podrá siquiera recordarlas. Quiere pararse, no puede porque el cuarto baila a su alrededor. El techo le regala un momento de quietud. Las tripas le rugen. Debe ir al comedor. Se aguanta del sillón y logra incorporarse con una punzada en el pecho. Todo duele. En su cabeza martillan unas palabras sueltas, no logra fijarlas lo suficiente para saber qué dicen y tampoco le despiertan verdadera curiosidad; en cada golpe el dolor se agudiza, pero es la hora de la cena y a Pedro no le gusta comer solo, piensa y camina hacia la mesa, apoyada en la pared, dejando a su paso unas manos rojas, más borrosas en la medida que se acerca a su destino. Antes de llegar se detiene y aparta los pelos de sus senos. Entonces sigue y se sienta frente a él que mastica, perdido. Por un instante se miran a los ojos, luego cada quien regresa la vista a su plato. Ella coge el tenedor con la mano temblorosa y pincha un trozo, se lo lleva a la boca y tantea hasta ponerlo dentro. Mastica suave y piensa que, definitivamente, su pieza no quedó muy buena.

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