Jacinto Cruz es un hombre delgado, de contextura fina y tez morena, con un bigote hirsuto, una barba descuidada, unos ojos negros y profundos, labios delgados y como amoratados, una nariz chata serrana, lleva en el cuello una pañoleta negra, un sombrero plano que cubre su cabeza de cabello negro liso, está vestido para la época de los años 50, una camisa de franela blanca con grandes botones negros, un pantalón kamikaze, nada apretado pero tampoco ancho que no permita ver el cinturón de balas colgando en la cintura, a sus espaldas un rifle esperando ser utilizado sorpresivamente en los momentos en que sufre esos despiadados ataques de carnicero sanguinario, unas botas militares color café que a cada paso hacen retumbar los alrededores, ocasionando en el ambiente una orquesta ruidosa de pisadas infernales e insoportables. Su extraña sonrisa, a veces, leve e irónica, es protagonista de su rencor al gobierno, pero pronto vuelve a esa solemnidad funesta de delincuente despiadado, es un hombre ya maduro, hostigado por las persecuciones de la policía y de los cazarrecompensas, su vida es una diaria persecución, pero nunca hastiado de la sangre y de la muerte.

Está sentado sobre una barrera de costales con arena, es un abandonado vivaque ubicado en una colina del departamento del Quindío, en el lejano país tropical de Colombia, (también se puede ubicar este contexto en los pueblos de Armero y en El Líbano).

En las agrestes faldas de esta tenebrosa colina en medio de la noche reposan los cadáveres de los hombres que él mismo ha asesinado.

En el transcurso de la narración, el delincuente “Sangrenegra”, como se le conoce en la región, descargara su ira contra estos cuerpos inertes, disparando sobre ellos, aún sabiendo que están muertos.

Se escuchan graznidos de pájaros invisibles.

Todo el ámbito de la colina es espeluznante.

Sólo “Sangrenegra” puede con tranquilidad encender un gran cigarro de hojas de tabaco, impasible y sin ningún asomo de sufrimiento o pena. parece que nada ni nadie lo asusta, está en su atmósfera, un reino de muerte y crueldad que le pertenece.

“No es fácil ser Jacinto Cruz. A los 16 años estuve por El Cairo, en El Valle, haciendo de las mías, desde entonces los moradores de estas tierras fértiles empezaron a temerme. En el año de 1948, me llené de rabia y de dolor interior. Mi padre me decía que yo nunca había sido su hijo porque mi sangre era negra y baldía. De ahí resultó que los hombres del pueblo en sus juegos y correrías me llamaran “Sangrenegra”. Después el líder político Jorge Eliécer Gaitán era asesinado en Bogotá. Este hecho ocasionó que se recrudecieran los enfrentamientos entre los partidos políticos de los liberales y los conservadores. ¡Todos por igual, una sarta de parias! Presté servicio militar. Descorazonado por mi vida dispersa asesiné a Gerardo Hoyos, a sangre fría, se convirtió en mi primer homicidio. Él era el hijo de un influyente conservador de la región. Empezaron a ir tras de mí, con el propósito de arrestarme, colgarme o asesinarme si me capturaban. Me integré, al igual que otros hombres de miserable condición, participantes de las chusmas, a la famosa banda de delincuentes de Pedro Brincos. A los años siguientes, el batallón Colombia al mando del coronel José Joaquín Matallana aniquiló mi cuadrilla. Ya estábamos en guerra con la nación, y nosotros éramos unos ávidos campesinos insurgentes, integrando a nuestra tropa a todo el que quisiera dedicarse a la delincuencia y al bandolerismo. Luego los más pobres empezaron a llamarme El Robín Hood colombiano. Pues yo le robaba y le quitaba los cofres y las pertenencias a los ricos para dárselas a los más necesitados. Y esto por años se convirtió en mi lema: “desposeer a los poderosos y llenar a los pobres”. Todo villorrio, comarca o pueblo miserable era mi fortín. Luego conocí otros bandoleros no menos peligrosos y sanguinarios. “¡Prepárese para la guerra, Sangrenegra, usted es el mejor asesino de los nuestros!” Me dijeron Aguilanegra, Malasuerte y Cantinero, unos malhechores salidos de la nada que azotaron por años el interior del país. Eran tiempos de transición política, y por ende, tiempos muy violentos. Como mi cabeza tenía precio y el gobierno pagaba por mi captura o por mi muerte una considerable recompensa, hice pacto de sangre con El Diablo. Él me daba triunfos en mis fechorías y yo le entregaba las cabezas cercenadas o los cuerpos mutilados de mis víctimas. Estuve muy a gusto con este pacto de intercambio. Entonces todo el país tembló ante mi deseo de venganza justiciera. Con mis hombres sembré el terror y la destrucción, y llevé la tempestad de la muerte y de la desolación a sus últimas instancias por las ciudades de Cartago, de Cali, de Ibagué, por Armero y por El Líbano. Todos temían de mí y pronunciar mi nombre era sinónimo de exterminio. “¡Acaba con todos!” Me instaba El Diablo a proseguir. Entonces asaltaba a los terratenientes que fueran, y violaba las hijas de todo paria. Aunque muchos hombres y mujeres de los pueblos decían que yo no pasaba de ser más que un simple malhechor sin alma y un vulgar vándalo extorsionador, entonces para atemorizar con hechos la región empecé a ser más cruel entre todos y me convertí en una leyenda del apocalipsis. Aunque las chusmas decían que simplemente era un vengador justiciero que ayudaba a los pobres despojando a los ricos, aún así nadie me quería vivo. Aunque era entre las glebas serranas un ídolo del fin de los tiempos. Colombia se había convertido en el nido latinoamericano de la violencia. Todos los días, liberales y conservadores morían enfrentados por vanos ideales. Así mismo murieron estos hombres que yacen bajo mis pies. Pero El Diablo también abandona a sus hijos. Es una traición diabólica que debe esperarse, nadie le enseñó al Demonio ser un buen padre protector en el amparo de su sombra funambulesca. Les contaré los pormenores del año en que me abatieron. Corría el año de 1964, Las fuerzas militares del gobierno me cercaron en El Cairo, por El Valle, caí inocentemente de bruces en la emboscada, en ella participó mi desleal hermano Felipe Cruz que estaba cansado de mi infinita lista de crímenes y de mi imperio de horror, el muy descarado e ingrato hermano me delató, brindó a las fuerzas militares el lugar de mi ubicación, dio a conocer mi itinerario rebelde, se había aliado con el alcalde del pueblo. Aunque tenía más hermanos, podía esperar de ellos la traición. En definitiva, Felipe, mis otros hermanos y yo éramos muy desunidos y nos cargamos siempre algo de bronca. Pero yo nunca hubiera traicionado a mi hermano Felipe si él hubiera sido asesino. El día de mi muerte, yo cargaba mi brújula, varios sellos de falsificación y unos binoculares, estaba vigilando por la ladera escabrosa. Nunca imaginé que fuera emboscado y asesinado tan salvajemente. Por eso les digo que no es fácil ser Jacinto Cruz. Esto de la cruz siempre me molestó, pero creo que la cargué hasta el día de mi deceso. Algunos dicen que debí haber pedido clemencia o que se me llevara a juicio, pero esa palabra nunca estuvo en mi jerga. Entonces me enfrenté a los militares y me llevé algunos antes de caer sobre el suelo rocoso de la ladera. Corrió mi sangre negra a borbotones, y formó un inmenso río que poco a poco cubrió las venas abiertas del país herido. Bastante joven me llegó la muerte, pero mi imperio de terror nunca será borrado por el tiempo ni olvidado por las siguientes generaciones, y mi nombre estará inscrito en el Libro Eterno de la Infamia por toda la eternidad. No es fácil ser “Sangrenegra”, mi consabido destino ha sido seguir un camino diferente al de los hombres comunes y ordinarios.

https://www.youtube.com/watch?v=4ndQEdq8zFo

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