Su barba y su melena expuestas al viento. Sus oídos endulzados con el canto de los mirlos y cacatúas que habitaban aquellos bosques milenarios. El sabor de la hierbabuena salvaje en su boca.

– ¡Manolo! – se escuchó desde la cocina – A cenar.

El hombre apagó el ventilador, quitó el cd de sonidos de la naturaleza y se sacó el chicle de la boca.

– ¡Ya voy, mi amor!

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