Michi y la relatividad de la gravedad

Michi y la relatividad de la gravedad

Nacho Cañas

10/11/2020

Todo sucedió despacio pero tan rápido como mi cuerpo permitió mi lento movimiento. La bisagra gritó anunciando mi nombre como aquellos mayordomos que prevenían a la alta sociedad de la llegada de un nuevo invitado. Me estremecí. La luna era un foco que me invitaba a salir a escena. Dicen que lunático es aquel que “padece locura, no continua, sino por intervalos”, y así debía ser. Debía estar loca para hacer aquello. Aquellos vaqueros me apretaban, no por haber engordado, si no porque estaba acostumbrada a mis tres chándales que me habían acompañado durante tanto tiempo. Gris, melocotón y gatos eran mis tres outfits de la última temporada. Todos tenían dos cosas en común, eran cómodos y tenían un pequeño arsenal de pañuelos de papel arrugados escondidos en sus bolsillos. Pero ahora era una persona normal. Ahora parecía una persona normal. Vaqueros, botas de montaña y una sudadera con capucha que había comprado de emergencia aquella vez que se me ocurrió visitar la sierra en manga corta. Hacía tanto tiempo de aquello. Aquel entonces si que era una persona normal. Ahora tenía el síndrome del impostor. No era normal. Pero iba a serlo. Podía con ello. Cerré la puerta tras de mi como la pesada losa de un panteón. Y entonces la calle. No había elegido esa hora aleatoriamente. Las cuatro de la madrugada es una hora muy tardía para los trasnochadores y muy temprana para los madrugadores. Pero era mi hora ideal. Tras varios meses de confinamiento, habían llegado las franjas horarias y más tarde, la libertad. Pero no para mí. Yo había permanecido en mi pequeño apartamento, pidiendo la compra online y relacionándome con mi querida Michi. Michi estaba encantada de que estuviera en casa todo el día, y me lo demostraba ronroneándome al oído cada vez que me iba a la cama. Y precisamente por Michi, tenía que salir. Llevaba unos días poco activa y hacía mucho que no iba al veterinario. Tenía que llevarla. Pero para poder hacerlo antes tenía que poder salir yo. El viento me dio una bofetada de frío que me despejó y me devolvió de mis divagaciones. La plaza, vacía como un teatro esperando a sus actores, me llamaba. Una sensación de irrealidad flotaba en el ambiente. Algo que solo ocurre cuando llevas mucho tiempo temiendo algo y te encuentras en dicha situación. Y entonces caminé. Un paso. Dos. Tres. Treinta y seis. Newton me esperaba con una manzana cayendo eternamente de su mano y demostrándome que la gravedad existía, pero que mi miedo a los espacios abiertos ya no. Respiré hondo y alcé mi vista hacia aquel dolmen que coronaba el cielo y que me aportaba un pequeño descanso en el que apoyar mi mirada ante la inmensidad del negro cielo. Y entonces respiré hondo y recordé. Recordé la primera vez que me mareé en la calle. Recordé la vez que me diagnosticaron con aquella terrible palabra: Agorafobia. Recordé la pandemia. Recordé millones de personas encerradas conmigo. Recordé ser libre.

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