Ofir de Salomón, hijo de david.

Ofir de Salomón, hijo de david.

Rodrigo Durán

01/04/2018

Había yo pasado los setenta de mi edad, y vivía semirretirado en la ciudad española de***, capital de provincia, sin mal pasar, que era soltero. Con salario mediano, y unas rentillas remate y mejora del ordinario, sin mujer ni hijos, que son desaguadero, aunque nobilísimo, de casi inexhausto raudal, iba gastando la vida de manera que no dejaría tras mí memoria de grandes empresas, ni dolor por malas acciones, dentro de lo que es dable a la flaqueza humana.
No siendo tímido por extremo en materia de mujeres, siempre me he guardado de los enredos y desabrimientos que los amores de diferente laya acarrean, sobre todo los que discurren por lo serio y formal, y haz de la Iglesia. Fui mal o bien fortunado de no pagarme de quien de mí se pagaba, ni de que gustara de mí de quien yo gustaba, graveza que sobrellevan los que, sin ser hermosos, tienen claro y distinto entendimiento de hermosura. Ya la venus, por la edad más que provecta y ceguedad mías, me ha abandonado para siempre, por lo que doy gracias a Dios, aunque guarde en mí los dulces recuerdos que la fácil diosa arrastra consigo.
En la primera juventud fui tentado del gran mundo. Tentación que no me singulariza ni excepta, pues la sufren la gran parte de mozos, sobremanera los más que medianamente leídos, como yo era. Pero esta tendencia o afección, pasó en cuanto probé el viajar y recorrer mínimamente tal cual otra partida de nuestro orbe. Donde no, hubiera ensalzado, sublimado y mejorado por exceso en mi imaginación las regiones que más que en ensoñaciones, no había visto. Tampoco descollaba yo por hermoso, agudo, ni rico, que son éstas, prendas que ayudan a conllevar las desazones y movimientos del mucho viajar y trasponer, y las vuelven dulzuras, halagos y caricias, comúnmente. Pero Viena, donde conocí a don Luis, me resultó fría, así en el clima como en el carácter de las gentes; Londres, húmeda y malsana; y Río de Janeiro, calurosísima, e infestada de bichos e insectos que, por muy colorados, no dejan de ser a mi sentir asquerosos. Y las tres, de vida muy cara para un agregado a medio sueldo como yo, sin que me mostraran más rostro que el amargo o, como mucho, el indiferente. No las culpo, sino a mi corto valer y escaso mérito, mi gesto adocenado y pensamientos ya cuanto vulgares, que no se despeñaban de pedestres, ni se alzaban a las mayores cumbres, sutilezas, ni ambiciones.
No vi más mundo porque, en cuanto pude, hice asiento en España, sin más querer hacer experiencia, ni pesquisar extranjeras costumbres, bellezas peregrinas, ni guisos a que mi paladar era desusado. En verdad no me pesa, y no habría alzado la pluma, ni hecho esta mínima presentación de mi persona, si don Luis no me empuja y fuerza a ello. Que no es humildad sofiticada lo manifiesta y patentiza el que calle y vele mi nombre, patria chica, y padres que me trajeron al mundo, ni son de tomo ninguno para el discurso y progreso de esta historia.
Tampoco estoy en estado de ponderar mis circunstancias, ni hay por qué levantar un caramillo de fingimientos. Los achaques y alifafes a la vejez anejos, me traen asendereado y flojo; la vista, que a más de cuatro palmos no deja averiguar ni discernir un rostro de otro, ni consiente que lea sino poco a poco y con una lente gorda de muchos aumentos; la flaqueza de las piernas, y la sordera, a más de agriar o acibarar el carácter, suspenden primero, e impiden después, el comercio humano. Perdida la gana de salir y pasear, y con ella la de acudir a tertulias o cafés, giras o cuchipandas; hace años que no concurro a este género de establecimientos, ni funciones. Imposibilitado también de acudir al teatro aunque, en verdad, si la obra es buena, más se le toma el pulso y se acrisola el mérito poético leída, que representada.
Nunca hubiera sido amigo de representaciones, si no porque las actrices, cantarinas y danzantes alegran las pajarillas al más pintado, ya adusto, ya eutrapélico. Que las hay cuyo sueno y timbre no es armonioso, pero ninguna que sea fea, y cuyos palmitos y meneos mejoran y hermosean la dicción y canto, y regocijan al público. Poco da que el poeta ponga en su boca desatinos, que su dulzura todas las faltas cubre y sobredora. Pero, como dije, los años inhabilitan los sentidos.
A la tornada de Río, sí que frecuentaba algún que otro café. Al fin al fin, aparecía como joven viajado, y hombre, si no de acción, de mucho mundo. Bien hueco me ponía cuando las amistades y contertulianos me interrogaban sobre mis andanzas. Pero los lances y aventuras enseguida perdieron la sal y chispa, que no eran muchos, ni yo actor principal en ellos, sino mero figurante. Y, por repetidos y sabidos, hastíaban la curiosidad del auditorio.
He aquí, pues, mi estado: atrabiliario, desmazalado y sin pasar necesidad, cuando una última ocupación o entretenimiento vino a divertirme de la soledad y enfado que, con los años, van dando las cosas: Ello es, que cumplidos los setenta años, recibí un paquete, sin señal ninguna que declarara quién lo enviaba, sino el membrete con mi nombre y apellidos, y que dejaron en la portería de la casa de huéspedes donde yo hacía vida, lo menos veinticinco años atrás. En sí contenía un libro manuscrito de memorias y viajes, y una carta misiva, sin sobrescrito, pero cuyo autor, yo colegí, por la pulcra y cuidada letra, que era mi amigo antiguo, y muy querido, el cordobés don Luis de Cabra, de quien ignoraba por completo sus hechos desde mi tornada a España, hacia 45 años cabales, y no era cierto de si era muerto; o huido, y quién sabe dónde se habría ocultado. El libro estaba encuadernado en vitela o pergamino, y de pergamino eran sus hojas, como igualmente la carta. La sustancia del libro, es la materia principal de este mío. La carta, decía así:
Querido amigo N.: No extrañes el inveterado asiento material de ésta que te escribo, hace siglos arrumbado en el uso diario. Pues si mi memoria y conocimiento no yerran, hasta el décimo cuarto, cuando en Occidente íbamos dejando atrás los siglos medios, no entró el papel en España. Ni extrañes menos que conserve la vida, la salud y el alegría, que si no se trasluce por lo poco que he dicho hasta aquí, te lo adelanto; sé lo celebrarás, que siempre me quisiste bien. Espero que este buen amor y privanza que nos teníamos, sigan vivos y lozanos en ti, como en mí siguen, a pesar del tiempo ido.
Sé que don Pedro y yo nos despedimos a la francesa y, más que principiar gloriosa jornada, semejó que escapamos como prófugos de la ley. El demasiado arrojo, y copia de bizarrías de don Pedro, que no son de olvidar; sobre todo, la última, retumbante y señera, en casa de aquel potentado argentino, nos obligaron. Al resto de su compañía, siquiera; que él, como bien se sonó entonces, no teme a varón nacido de mujer, ni a monstruo y desvarío de natura, ni a espíritu infernal. De seguir su arbitrio, nos habríamos partido de Río despaciosa y sosegadamente, tras pronunciar los terribles fieros en casa del suso mentado argentino, que se echaron a aspavientos y bravatas primeramente, y bien dejó ver que no eran, sino amenazas firmes de sus mucho poder y destreza. Aquello ya pasó.
Que la falsa diosa que apellidan Fortuna es mudable, caprichosa y voltaria, es cosa recibida de magnates, de poetas, y del vulgo que, dicho sea, padece y comporta amarguras, que ni reparan los dineros, ni endulzan los cantares ni la ciencia. Todos desconfían de su movimiento y vaivén pero, ¡qué dulce se muestra, cuando desnuda los ojos, mira de frente, y toma al dichoso de su elección por la mano! Ahí olvidamos embates, golpes y heridas, llagas y quebranto de huesos. Aunque, para ser injustos con ella, como creemos lo ha sido Fortuna con nosotros, ya no le llamamos por su nombre, sino merced, justicia, correspondencia con el bien obrar. No me ha encumbrado tanto, que no vea lo que le debo, haya o no Fortuna. Quizá a la Providencia, quizá al caos primero y confusión de átomos, que algunos modernos positivistas defienden en sus obras filosóficas y de doctrina, que a mí repugna; no porque nieguen a Dios, que es concepto en sí potentísimo y no nada fácil de derribar, pero porque me resultan incomportablemente enemigas de toda belleza. No me ofenden como católico cristiano, que no lo soy bueno, sino como poeta, y fino gustador de las hermosas letras. Y con más fuerza, en el día, en que estos mis sentidos han catado los hazañosos hechos, con que don Pedro no dejaba de castigarnos, y en cuyas lecturas tú y yo, nos pagábamos, aun sin tomarlo jamás por lo serio, sin más que gozarnos en la locución exacta y suave.
Yo mismo, por estas manos de señorito, hechas a jugar al monte, el florete, y a contar las monedas para después derramarlas en mil nada honestas menudencias, resucité el nombre generoso de mis pasados, que de mi prosapia hubo más de uno que sirvió a los Católicos Isabel y Fernando en la toma de Granada al rey Chico, como subordinados, si no iguales, del valiente y celebradísimo Gonzalo de Córdoba. Ni me escandalizaría, antes bien, me lisonjearía en extremo, que algún otro mi bisabuelo hubiera sido moro y militado en la contraria hueste y ley, para que conviniera en mí el alma completa y perenne de las Españas que, aun sustentada en las dos cristianas Castillas, tiene no pequeña parte de la morisma, por mil modos egregia. Cosa ésta no nada durilla de creer, cuando entre los muchos apellidos de mi madre, todos sonoros y de relumbrón, contaba el de Benjumea.
He visto a vista de ojos, que no me lo dijeron, criaturas de Dios y animales brutos, que olvidaron los antiguos, y los modernos naturales aún no han averiguado. A hembras de rumbo en quien contienden el valor y la hermosura, disparatados a tal grado ambos, que no hay juicio humano que declare la ventaja, ni fiel que a uno u otra tienda. A varones, en quien inclina más el orgullo, legítimo o vano, que el interés, tuerto o derecho. Y un tan soberano milagro de Dios, que no hay químico o fisiólogo que deslinde ni esclarezca. Lo adelanto, a boca llena y sin tapujos, para que no lo achaques a locura o chochez de viejo, o a desvarío de escritor con prurito de imaginativa portentosa, según vayan saliendo y enhebrándose estos sucesos en el hilo de la historia, que esta lo es, y muy verdadera. Qué hagas con ella, mostrarla a luz, o soterrarla. Darla tal cual a la estampa, o interpolar en ella comentos y opinión. Abajar y sumir, o magnificar y ensalzar el estilo, a tu arbitrio queda, sin que en lo principal deslustres el cuento.
Hace cien años largos que españoles no se engolfan en descubrimientos y empresas indianas, muertos los señores Jorge Juan, y Antonio de Ulloa. Hace cuarenta, yo hubiera burlado de la sola insinuación o sombra de resucitar esos laureles, tales como no pusieron sobre sus cabezas el Grande Alejandro, Julio César, Fernando III el Santo, el Gran Tamerlán ni, casi lo vimos nosotros, Napoleón Bonaparte. Todos, a mis ojos, se disminuyen ante los varones castellanos del siglo décimo sexto, cuyos pasos he seguido, por las veredas que hicieron francas y expeditas por la espada, y tan bien asentaron con sus crónicas en el Parnaso de Castilla y del mundo todo, echando a un lado los comentarios del dicho Cayo Julio, de Ramón Montaner, y de cuantos caudillos historiaron ni historiarán, no ya en cualquiera lengua moderna, pero en latín como en griego, solas ambas que con nuestro romance contienden, y se hombrean.
Las selvas y florestas, las montañas y proceridades que comparten muchas de aquellas naciones americanas, en principio hijas nuestras y hoy hermanas, conservan gran partida, como dice Berceo, sençida y bien poblada, que apenas se hollaron, desconocidas de los sabios, y que por Derecho, y Tratado de Tordesillas, son de España.
Te chocará éste, antes trueco que mudanza, del sentir y opinión, y amor que en mí inspira España, patria nuestra, y señora del mundo no hace tanto; que las últimas empresas, lances y hazañas de sus hijos esclarecidos, las vieron y ejecutaron los abuelos de nuestros abuelos, ni las debiéramos olvidar y arrumbarlas nosotros tan de ligero. Mengua y lunar de los vinientes de Hespero y Túbal, más inclinados al hacer que al decir, como lamentan Juan de Mena y Francisco de Moncada. Aunque bien nos despicamos y satisficimos, con el descubrimiento y conquista de las Indias Occidentales, cuando el mínimo particular español, recontaba y daba a luz, en cartas y memorias, hechos más para cantares de dioses vanos y antiguos, que verdades y certezas creederas, y agibles por manos de hombre mortal. Y con orgullo legítimo, como para enderezarlas al rey, y al Consejo de Indias. Principiando el genovés Almirante que oscureció, con travesía de tres meses, la dilatada jornada del mercader veneciano, más de dos siglos atrás, y larga veinte años. Y cuyas maravillas, puestas en balanza con las de los varones castellanos, no pasan más que por ordinarios accidentes y medianos sucesos.
Don Pedro, como te manifiestan estas razones, me ha trabucado la mía o privado della, pues por las añejas glorias de España voy resbalando. No me aflijo, que mayor sinrazón fuera negar lo que vi, por temor de opinión ajena. Obra en esta mudanza, sobre lo que me ha mostrado naturaleza, la intimidad y amistad especial que a don Pedro me ata, que es cadena, si irrompible, muy acepta.
No dilataré el comienzo de la expedición, facciones, rompimientos y ejecución de generosas e inauditas victorias sobre la más belicosa gente, y en el prez dellas algo entro a la parte. Te pido últimamente que me des o adelantes el crédito, sustentado en nuestra amistad, siquiera hasta que leas ésta, en la verdad crónica, novela en el estilo, que en otra cosa no. Sé cierto que, cuanto más los hechos semejen hijos de fantasía desbocada, son tanto más verdaderos.
Dios te guarde
Luis de Cabra

Como más cronista que erudito, y que en el nacimiento de la empresa fui testigo de vista de algunos hechos, a las veces no manifestaré si lo que cuento es opinión de don Luis, o testimonio mío, siempre que en callarlo no tropiece la derecha carrera de la fábula, tomando la licencia que el mismo don Luis, ayuso me dio. Si en ello salgo del manejo ordinario de historiador, sentencie quien fuere capaz y sepa al dedillo el arte poética, de Aristóteles al Pinciano y a Luján. Déjeseme hacer a mi modo, y tómese más por el gusto, que si no se le acaricia, no se lee, y es tirar el trabajo de escribir, que por la doctrina. El postrer asunto que he de tocar es, dada la naturaleza como quimérica y fingida de los sucesos últimos de la noticia historial que da don Luis, de que Don Pedro y su compañía fueron, cuando centro, cuando ya ejecutores, que no puedo sino afirmar, lo visto como visto, y lo contado, como escuchado, sin entrar ni salir en si pasó, o no pasó, en lo que no fui testigo.
Sin dilatarme un punto, dice la historia de esta manera:

Promediaba el año de mil ochocientos y tantos. Basta saber que hacía ya unos cuantos que los yankees habían terminado su guerra civil, aun sin cerrar nación e imperio tan emergente las heridas, ni mitigar los rencores, entre el Norte y el Sur; que Italia, discípula adelantada pero quién sabe si hija o entenada de la Grecia antigua y sabia, había logrado la unidad anhelada por siglos, como así mismo la potentísima y temerosa Alemania; que ésta había derrotado a la Francia que, aún humillada, mostraba a comer y a vestir, a discurrir y a escribir a Europa toda, y que España había pasado y sufrido la república y restauración monárquica siguiente, y en que aún conservábamos, aunque con desazones constantes y por poco tiempo, las últimas posesiones y colonias de ultramar, memoria triste y rescoldo apenas tibio de la gloria pujante que antaño gozamos; edad en la que un español daba una zapateta y temblaba el mundo en uno y otro hemisferio. No como en el día, en que somos provocantes a risa y, como mucho, objeto de cierta curiosidad que busca lo que hoy llaman color local.
En aquel año de nuestra verde mocedad, en que conservábamos la vista y los bríos, don Luis se solazaba con diversiones a las que la mocedad convida y empuja; nada morigeradas, pero sin perjuicio de terceros. Podía ufanarse de que, en el juego -bien a los naipes, o ya en riñas de gallos, a que los americanos son tan aficionados-, perdía mucho más de lo ganado, ni ganó, no ya un duro, pero ni un real a quien no estuviera, si no sobrado de ellos, nunca en peor posición que no la suya; si no holgada, medianamente decorosa para quien era. Y en lo que toca a otros más deleitables y secretos ejercicios, que le traían y llevaban por donde querían, jamás gozó de algo que otro, u otros, no hubieran tomado antes, ni quebrantó matrimonio, interponiéndose entre mujer y marido. Por aquel entonces, se desempeñaba como agregado en la embajada española de Río de Janeiro.

SINOPSIS
Pedro y Rafaela se conocen, mediado el siglo XIX. Se aman como hermanos, cuidan el uno del otro con grandísimo amor y, pasado el auge de sus vidas, toman la vía para descubrir el Ofir de Salomón, que crónicas de Indias dibujan y señalan en las selvas americanas.

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