Estrasburgo, rue de Verdun.

Olvidó que era pecado, encontró la fuerza en aquella última nota oculta en su gaveta durante años y, contrario a lo ocurrido en ocasiones anteriores, en las que temerosa y cobarde había flaqueado, se decidió.

Era ahora, a sus sesenta y tres años, cuando conseguía esa valentía silenciada durante demasiados inviernos y esquivada, de manera pávida, que había narcotizado la mitad de su existencia.

Elvira Cegrí reconoció que ya no quedaba más espacio en su soledad para la duda. No quería alimentar por más tiempo esa ficción sostenida durante años, enquistada por sus creencias religiosas de un deber sacramental de esposa fiel; enamorada aún de Manuel Bargas a pesar de la distancia y del tiempo vacío, le daba pánico envejecer abandonada junto a su marido, Alberto Lamata.

Anduvo cavilándolo durante días, antes de la entrega de los premios de la Ecole des Arts Décoratifs, sin que ningún hecho distinto al desapego habitual con Alberto lo provocase.

Y esa noche, en el Régent Petite, tomó la decisión. Envuelta en aquel ambiente diplomático, sintió más profundo su desamparo. Su marido, por el contrario, el más veterano de los agregados españoles al cuerpo diplomático y parlamentario, se encontraba en su salsa.

Tras la fiesta, ya en su habitación, observaba a través de la ventana las copas de unos castaños desnudos próximos a la rue de Verdun, donde residía el matrimonio. Absorta en unas ramas desabrigadas, sintió cruel el pálpito de cómo Manuel le enviaba su adiós, y eso la asustó; la visión de esa escena acabó por barrer su miedo. Al amanecer lo prepararía todo.


Resuelta la documentación precisa el día anterior, y con la imagen invasora de aquella madrugada, bajó del altillo de su armario las dos maletas que pensaba llevar, aquellas que compró para un viaje a Praga; el último en el que acompañó a su marido, allá por el noventa y nueve.

—¿Pánico? ¿Compostura? —cavilaba de nuevo.

La duda no acababa de abandonarla, acostumbrada a la resignación; la misma vacilación que la retuvo en otras ocasiones.

Ella sabía que con Manuel Bargas jamás podría partir de cero; aquel cabello castaño, brillante y rizado con el que él la conoció, hoy lo ocultaban sus sienes plateadas. Eso le entristecía.

Elvira Cegrí sufría en su interior la tristeza de una necesidad agitada y el miedo al probable naufragio. Más de una vez, había creído sentirse loca al no saber nada de él, porque nada sabía de Manuel desde su última cita, esa que acabó en el quai du Mont Blanc de Ginebra, donde se despidieron después de una travesía por el lago Lemán.

—Este trozo de papel, es mi testamento para ti. Mi mapa del tesoro. Guárdalo siempre —le dijo entonces Manuel, abrazándola por la cintura, rodeados por el resto de los viajeros que desembarcaban

Sumida en su recuerdo, se acercó al espejo de su habitación y se observó de reojo. Pensó que debía recomponer su peinado y fue a colocar la maleta sobre la mesa camilla de su habitación. Hacía algo más de ocho años que ya no compartía dormitorio con Alberto, desde la última cita con Manuel.

Apartó su vieja silla afrancesada del XVIII, se acercó hasta su mesilla de noche oriental, recogió un marco de madera, con una foto de sus tres hijos aún pequeños, y lo acomodó en uno de los bolsillos laterales con cremallera.

Miró a su alrededor y reparó en la alfombra, recuerdo de su viaje a Jordania, que tanto esfuerzo le costó llevar hasta su casa. Su olor le devolvía al pasado.

Latía su corazón. Le invadió de nuevo la inseguridad como un espíritu indomable, una angustia repentina. Ansiedad tal vez. Tomó un analgésico de su neceser y lo tragó sin agua. Se tranquilizó.

En media hora, por fin sus maletas de piel color berenjena, con remaches dorados, estaban cerradas y dispuestas junto a la entrada de su habitación. A partir de ese instante, sólo le quedada aguardar al taxi que la acercara hasta el Entzheim, donde tomaría el vuelo hasta Sevilla.

Con todo lo necesario listo, impaciente, abrió una de las cortinillas de la ventana más próxima y observó el tránsito de la calle, ajena al incidente que le esperaba en el mostrador de embarque del aeropuerto; nada sospechaba de la maniobra de Alberto quien, en su costumbre de controlarlo todo, la mañana anterior, consultó al ordenador de casa desde su despacho del Parlamento y descubrió las visitas recientes, cuyo rastro ella olvidó eliminar del historial de navegación.

Elvira Cegrí había reservado un pasaje en el vuelo 3244 con destino a Sevilla, en lugar de a Madrid, como le había comentado a su marido. El pago lo concretó a través de la tarjeta de crédito que aún disponía para el uso en la Academia. Sospechosamente, para Alberto, toda aquella gestión la había cerrado con una agencia de viajes nada habitual; de siempre, ellos tenían por costumbre gestionar los viajes a través de la secretaría asignada a su marido en el despacho del Parlamento, que les conseguía valiosos descuentos. Elvira, además, no había reservado la vuelta.

Alberto anuló el billete, revocando la transacción financiera, denunció la pérdida de la documentación de Elvira Cegrí a la policía francesa, rompió la fotocopia que su mujer disponía en el secreter de su escritorio y aprovechó esa mañana un despiste de ésta para sustraerle la cartera azul donde ella guardaba su documentación; aún a riesgo de no acertar, sabía, porque la conocía bien, que en su nerviosismo por viajar ella no verificaría su bolso. De ese modo, al llegar al aeropuerto, Elvira no podría justificar su reserva, ni pasaría el control, siquiera el diplomático que aún mantenía, la retendrían. Pensó que así conseguiría tiempo.

—¿Tiempo para qué? —se preguntó Alberto.

Sabía con certeza que ya no podría retenerla por más tiempo. Pero jamás daría la imagen de perdedor; estaba demasiado acostumbrado al triunfo, incluso admitiendo sus continuas infidelidades y la huella de desamor y soledad que había dejado tatuada sobre el alma de aquella mujer.


—¿Se marcha usted otra vez a Madrid, señora —preguntó su asistenta, mientras le ayudaba a bajar las maletas hasta el hall.

—Sí, Julie, estaré fuera más de una semana —mintió—. Cuide del señor. Que no le falte de nada, sobre todo su camisa blanca. Ya sabe cómo se pone si no la tiene lista a primera hora.

—Descuide usted —respondió Julie, que preguntó—: ¿No lleva esta vez mucho equipaje la señora?

—Ya sabe que me gusta tenerlo todo a mano. Nunca sé que ropa ponerme —respondió, observando cómo asentía con un gesto de su cara.

Elvira Cegrí, en el salón, volvía a conjeturar imágenes sobre la acción que estaba llevando a cabo. No era la primera vez que había salido a encontrarse con Manuel, pero sí la primera que había decidido no volver; el efecto del calmante parecía huido, estaba nerviosa, y en eso Alberto acertaba. Se sentó en el sofá.

—Si supieras las veces que he descolgado el teléfono durante estos últimos años —hablaba con Manuel desde su interior—. Cuántas he marcado tu número y he colgado sin esperar a que contestaras siquiera. A cuántas de esas llamadas nadie respondió. Siempre desde un teléfono público, para no dejar pistas en casa. Noches en vela, pensando dónde podías estar. Cartas que escribí para ti que jamás me atreví a enviar. La de veces que he anhelado tus besos, tus abrazos, tu sola compañía. Y tampoco nunca llegaste a saber que, a los tres meses de nuestra última cita en Ginebra, volví a Madrid, a buscarte, estuve cerca de tu casa, junto al Retiro, te vi entrar en tu portal, con tu vieja chaqueta de ante. Sentí miedo —se retuvo un segundo y volvió a pensar con nostalgia—: ¡Qué bien te quedaba aquella vieja chaqueta! ¿Dónde estarás ahora? Jamás supiste que, a mi vuelta, caí en una depresión tan profunda que mi marido quiso aprovecharlo para intentar recluirme en un centro psiquiátrico, inventando una supuesta incapacidad. Que tuve que sobreponerme sola, con la ayuda de Josephine, mi amiga, aislada dentro de mi propia familia, advirtiendo cómo Alberto enredaba a mis hijos, falseando mi deterioro mental, mintiendo sobre supuestos ataques de delirio o de histeria.

Elvira no pudo evitar que una lágrima rodara pausada por su mejilla.


Desde el sofá, echó una mirada sobre los movimientos de Julie en el salón y se dirigió de nuevo a su dormitorio. Buscó un pañuelo. De la mesilla de noche, eligió un pequeño elefante dorado con la trompa hacia arriba. Con ella en la mano, recordó esa frase de Manuel que, pese al paso de los años, resistía intacta en su memoria.

—Si alguna vez quisieras venir y dar conmigo —aludiendo a la nota recuperada del tiempo—, cuando estés perdida, te sientas sola, y no encuentres luz en el atardecer, búscame en el sur. Allí te estaré esperando. Siempre.

Suspiró profundamente, limpió sus ojos y bajó las escaleras.

Hacia el sur se dirigía.

—¡Señora! La señora Nicole pregunta por usted al teléfono —interrumpió su asistenta en la habitación.

—Dígale que he ido al Parlamento a buscar a Alberto. O si no, espere —rectificó—. Mejor cuéntele que he ido a la Galería, antes de pasar por el despacho de la Academia.

—Como usted me diga.

Elvira pensó, a buen seguro, que Nicole la llamaba porque quería saber qué sucedió de interés después de su marcha. La noche del Régent Petite, Nicole bebió una copa de más en el bar, intentando disimular su desesperación al no saber nada de sus hijos; llevaban algo más de un mes en Canadá, sólo una vez la llamaron, y lo hicieron para pedirle que les transfiriera dinero a sus cuentas del University Center. Además, en un ataque de sinceridad consecuencia de su estado, le confió a Elvira que su marido estaba a punto de pedirle el divorcio.

—Mándale a paseo, Nicole. Eres lo bastante rica como para poseer a cualquier hombre que quisieras tener —le aconsejó esa noche Elvira.

—Pero, no sé. Ya sabes que en mi familia estaría mal visto —respondió Nicole resignada—. A pesar de todo, lo quiero.

—Pues pelea por él. Y si no puedes… ¿de qué te sirve un hombre que te pone los cuernos desde hace más de quince años?

—Eso no es del todo cierto, Elvira.

—Nicole, cariño. Sabes que te quiero mucho. Sabes que es cierto. Hasta a mí se me ha insinuado más de una vez.

Ambas se miraron, y no hizo falta más que el brillo de sus ojos para entenderse. Se sentían arrinconadas, solas.

Las dos se habían presentado acompañando a sus maridos a la entrega de premios de pintura contemporánea organizada por la Ecole des Arts Décoratifs que, al tener su salón en obras, trasladaron el escenario al recinto del Régent Petite. Ahí, con los de siempre; secretarios, presidentes, delegados, diplomáticos de todos los países y decenas de diputados del Parlamento Europeo, además de multitud de periodistas.

Desde que en el año ochenta y cuatro se instalara en Estrasburgo, Elvira Cegrí no pasó una semana sin asistir o tuviera que organizar algún acontecimiento, reunión o cena que, por su condición de mujer de diplomático, en un principio, y la de parlamentario europeo, con posterioridad, se veía en el deber de preparar.

Al principio a Elvira le resultaba divertido, conocía gente y servía para que la educación de sus hijos tuviera proyección internacional. Pero, pasado los años, se volvió angustioso, empezó a sentirse como una pieza que se lleva del brazo, como un paraguas que se olvida, alguien que elabora le petit apéritif para que todo el entorno del ‘parlamentario’ pudiera envidiar la excelente esposa que poseía Alberto Lamata.

Desde entonces, comenzó a sentirse inútil y desolada; sobre todo cuando Laia, su hija, tutelada por su padre, asumió la responsabilidad de la gestión de la academia de aeróbic que su marido había montado en el centro de la ciudad. Poco más tarde, Laia se marchó a Venezuela. Aún así, Alberto, en lugar de confiarle de nuevo a su mujer la dirección, contrató a un gerente. Elvira, cansada, no quiso discutir.

—Así tienes más tiempo libre para estar con tus amigas —le refirió él.


En el salón, Elvira miró las manecillas del viejo reloj georgiano que heredara de su tienda de antigüedades de Madrid de la que fue socia, esa que estaba junto al concesionario de la Fiat, donde conoció a Manuel Bargas; cuatro horas faltaban aún para coger el vuelo.

Echó de menos la llamada diaria de control de Alberto.

—Estará ocupado —pensó, y concluyó—. Mejor. Así no tendré que mentir.

No había nada que su marido pudiera hacer ya por retenerla. Nada, desde hacía muchos años. Tampoco encontró apoyo en sus hijos. Se culpaba a sí misma. Tan sólo Laia, su pequeña, le prestó atención hasta que cumplió los veinte años, cuando comenzó a alejarse.

Elvira siempre confió que algunos de sus hijos no heredara la displicencia de su padre. Fue esa sensación la que determinó su deseo de quedarse embarazada por tercera vez con treinta y un años, para sentirse acompañada.

—¡Ojalá esta sea una niña! —se repetía durante el embarazo.

Laia le devolvió por un tiempo la ilusión, ilusión que creció al conocer a Manuel, cuando la niña tenía apenas dos años.

Su hija había heredado su elegancia y su belleza. A menudo le recordaba a ella misma en su juventud, con su hermosa y rizada melena sobre los hombros. Laia adornaba su rostro además con unos brillantes ojos azules; los ojos de su abuelo materno, ojos que Elvira Cegrí no volvió a encontrarse en su vida hasta el nacimiento de su hija.

El padre de Elvira Cegrí desapareció de Granada sin dejar rastro; ella contaba apenas doce años. Su madre y sus tres hermanos jamás supieron de él hasta que un tío suyo, hermano de su madre, les envió una carta viviendo ya en Madrid. La nota, breve, informaba que Luis Rangel, su padre, había fallecido en un accidente de tráfico en la ciudad de México.

Muchos años antes, Elvira había decidido que nunca más volvería a utilizar aquel apellido. Desde entonces, y ante todo, era una Cegrí, en honor al sacrificio que realizó su madre para conseguir sacarlos adelante.

—Eres el vivo retrato de tu abuelo —le recordaba a Laia su abuela, Manuela Cegrí.

Laia se distinguió, sin preparación específica, como una excelente y ambiciosa empresaria. Ahora, a sus treinta y dos años, dirigía una agencia de modelos en Caracas, después de abandonar la dirección de la academia de aerobic en Estrasburgo. Permanecía soltera y acudía dos veces al mes hasta San Francisco, donde se veía con su hermano Alberto, lo que tranquilizaba en parte a su madre.

Alberto, el mediano, el segundo, era un joven prometedor y destacado neurocirujano, profesor adjunto de Neurología en la Facultad de Medicina de California y jefe del Servicio de Neurología del Hospital Central de San Francisco. Alberto se había abierto camino gracias a su ambición y a su especial dominio de los idiomas. Consiguió escribir tres libros, uno de ellos sobre los trastornos del sueño, con el que obtuvo un éxito de ventas en el estado de California.

Su hijo Jorge, el mayor, trabajaba en una empresa belga. Hasta Kuwait lo destinaron como arquitecto director para la reconstrucción de unos edificios singulares dañados durante la guerra del Golfo. Allí coincidió Jorge con una joven y hermosa hachemita, Hakida, nacida en Al ’Aqabah, a orillas del golfo de Aqaba, de la que había sido, sin saberlo, compañero de escuela en Bruselas. Aquellos encantos consiguieron retenerlo y en Kuwait se casaron a los pocos meses de conocerse.

Gracias al gusto y a la voluntad con la que Hakida la atendió, Elvira conoció Petra, la ciudad oculta de piedra rosada. Sin embargo, últimamente, los contactos con Jorge se habían limitado a unas llamadas por vídeo conferencia a través de internet, y eso siempre que Alberto estaba en casa.

La familia apenas si había coincidido junta unos días durante la última Navidad que, desde que murió la madre de Elvira en Madrid, celebraban en Estrasburgo.

SINOPSIS

Durante demasiado tiempo, la resignación de Elvira Cegrí la convirtió en dependiente, su paciencia en séquito complaciente y su matrimonio en un lacticinio agujereado y agrio; ella nunca supo cómo consiguió disimular tanta melancolía, lo que agrandó su desierto interior. Tampoco encontró el apoyo de sus hijos, herederos del gélido desapego de su padre.

A los 63 años, destronando sus doctrinas más sacramentales, esas que la mantenían sometida a una promesa juvenil, tomará una decisión que cambiará su vida para siempre.

Hasta que conoció a Manuel Bargas, hace ya treinta años, el mundo de Elvira era gris, y ahora se dirigirá a su encuentro, buscando la luz, sin saber qué hallará al final de ese peregrinaje.

Al tiempo, su marido Alberto Lamata, abogado influyente y parlamentario europeo con crecidas ambiciones políticas, desde la sombra, intentará evitar que su mujer desnude su vida social.

La historia llevará a Elvira, y a nosotros con ella, desde Estrasburgo al sur de España, en su viaje de vuelta, viaje que años atrás recorriera de ida con su familia.

El autor reserva a la protagonista, y a los propios lectores, una realidad insólita, que ni una ni otros sospechan, que sólo revelará al final de ese otoño de 2010.

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