​¡Ocho hijos! Mi abuela y crímenes de otros tiempos…

​¡Ocho hijos! Mi abuela y crímenes de otros tiempos…

Mi abuela siempre fue una persona muy particular. Primogénita de una extensa prole, asumió papeles que no le correspondían en la crianza de esa manada que los métodos anticonceptivos de hoy en día debieron impedir.

¡Ocho hijos! Que no se ofenda quien los tenga y mis respetos a los kikos pero, ¡qué barbaridad! Y no solo por economía que, sin duda, sino también por la imposibilidad de atender a las criaturas de forma mínimamente personalizada y poder cubrir la ingente cantidad de necesidades afectivas que cada vástago requiere.
En aquellos tiempos, la psicología era leyenda y con ir comidos había bastante. Eso creían, pero no…
En la ignorancia de una matriarca a la que no juzgo, pues bastante tenía la pobre, los ocho hijos fueron estigmatizados con una etiqueta grabada a fuego, que nunca pudieron superar. La guapa, la fea, la tonta, la loca; el guapo, el tosco, el elegante y el sinvergüenza…
Etiquetas que no en todos los casos se adecuaban a la verdad, pero cuyo mensaje fue bebido por cada uno de ellos, hasta adoptar el rol que les habían adjudicado.
Mi abuela era la guapa, la fuerte, la bestia indomable… Eso le dijeron y eso fue.
Pero mi abuela era mucho más que lo que las sesgadas miradas de su entorno fueron capaces de ver. Era una mujer necesitada de cariño, frágil, perdida en un mundo que la superaba, presionada por las exigentes expectativas que proyectaban sobre ella. Una mujer disfrazada de burra brava para que no se descubriera su vulnerabilidad.
No sabía besar; sus padres no la habían enseñado. No sabía reír; no estaba bien visto entre sus hermanos. Y su vida consistió en fingir la felicidad que, con los años, se le escapó de entre las manos.
Cuando a los veintisiete años quedó viuda, su madre no la abrazó; nunca le dijo «el dolor pasará»; no la animó a que rehiciese su vida; por el contrario, le expresó, con cuestionable tacto, que su vida había finalizado, que ahora era una viuda, víctima de un estado de extrema decencia, solemnidad y recato.
Años de luto y escasez de esperanza la acompañaron, con la primitiva motivación de ganar cuatro duros, guardar la mitad y remendar los zapatos.
Nadie lo vio… Nadie comprendió que, cada día, moría en su interior la niña que aún era. Revistiendo su corazón de la oscuridad de su propio atuendo, se fue volviendo resentida, desconfiada; la amargura más profunda, sumergida tras la tersura de una piel, joven, limpia e inmaculada.
Ningún otro hombre la tocó… Y su belleza veinteañera se consumió bajo los visos que opacaban transparencias. ¡Bendita decencia! – aclamaban algunos mientras, contentos, volvían a casa, olvidando a la Virgen intacta y apagando aquellos ardores que fueron vetados a la bella joven, por indecorosos y por impuros.
Y nadie la vio desfallecer. No supieron ver que, tras su expresión de hielo, un corazón se endurecía, azotado por los soplos de un infinito invierno.
Nadie la rescató. Hermanos y sobrinos la visitaron, mientras en la mesa les puso bebida y les llenó bien el plato; mientras su casa fue cobijo de su madre, también viuda; mientras, solícita, firmaba letras con las que otros pudieran pagar escrituras.
Nadie entendió que la víctima era ella. Que mientras otros viajaban cada año, se bañaban en las playas, se sentaban en las terrazas de la plaza, despellejando con ligereza a la del quinto y la del cuarto, ella madrugaba cada mañana para poder poner un plato de arroz que alimentara a una hija, que aún tenía que ser criada.
Y decían que era una loca cuando en su lucidez comprendía que, en lugar de ser ayudada y protegida, se aprovechaban de la gratitud desmesurada que, aunque no entiendo muy bien por qué, en su interior ella sentía.

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