Secretos familiares

Secretos familiares

Diego Durán

20/09/2017

Una tarde de verano, al grito de “todo lo que tienes es mío, cabrón”, Abelardo le pegó un tiro a Abisai con su escopeta de caza y no lo mató de milagro.

Ellos dos y yo mismo éramos, de muchachos, inseparables. Pero ese trío se rompió con los años, aunque siempre quedó cierto cariño entre nosotros.

Abelardo era hijo de un porquero y vivía en la Ermita, el barrio más humilde del pueblo, y siempre olía mal. Mi abuela me contó que su abuelo, don Abelardo, había sido notario y comunista. Al acabar la guerra se fue huyendo y dejó a su familia a la intemperie. De él sólo heredó el nombre.

Abisai era hijo de un terrateniente, el más rico entre los ricos, dueño de medio pueblo y vivía en el Arrabal, el barrio envidiado y odiado a partes iguales, y siempre olía a colonia. Y de su abuelo heredó no sólo el nombre. Y yo era hijo de un albañil, ni mucho ni poco, y vivía en la plaza. Unos días olía bien y otros mal, supongo.

Cuando Abelardo le pegó el tiro a Abisai, en pleno día y a la puerta de un bar concurrido, me quedé perplejo. Al primero se lo llevó la Guardia Civil, al segundo una ambulancia y a mí, las dudas y el desconcierto.

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Abisai Rodríguez, El Chepa, era pastor cuando estalló la guerra. Conocía todos los vericuetos de los montes, los caminos por donde transitar la frontera sin pasar aduanas ni controles. Y en la guerra y en la inmediata posguerra cobraba por pasar a los que huían. Al principio, cantidades moderadas, que con el tiempo fue subiendo, según contaba él, al mismo ritmo que se ensanchaba su codicia, añado yo.

El Chepa no sólo sobrevivió a la guerra, sino que prosperó mientras duró y aún después. Era rico. Muy rico. Siempre se sospechó que la riqueza no sólo le había venido por las tasas de paso, pero con el tiempo todo se difuminó y su familia se creía rica de siempre.

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Cuatro meses antes del tiro había llegado al pueblo el Americano. Después de la guerra, se fue huyendo del hambre. Y llegó hasta Nueva York. Por eso le llamaban el Americano. Era de la misma quinta que mi abuelo, y además eran primos.

El Americano disfrutó de su jubilación en el pueblo varios años, hasta que murió de una pulmonía. La noche después de su entierro, con el frío que tanto une a las familias, mi abuela empezó a hablarme de aquellos tiempos sentados al brasero. Y de pronto, empezó a llorar.

El Americano iba a verla con mucha frecuencia. Les gustaba tomar café y hablar de aquellos tiempos. Y un día mi abuela le preguntó por don Abelardo, porque mi abuelo le había contado que se habían ido juntos.

Don Abelardo, él y mi abuelo habían hablado muchas veces para huir del pueblo porque temían represalias después de la derrota. Don Abelardo era notario, viudo, rico, bueno y rojo. Un hombre culto que vio venir la tragedia, y se quería ir del pueblo. Primero marcharían ellos solos. Después, las familias. Les dijo que el Chepa les ayudaría a pasar a Portugal. El Americano y mi abuelo eran reacios. Les daba miedo tanta aventura. Sin embargo, la noche acordada, en el último momento, el Americano decidió unirse al notario, y se fue a su casa. Ya había salido. Y él partió en su busca. Cuando le alcanzó, le vio, en una vaguada, junto al Chepa, sentados uno frente al otro con una lumbre en medio. Comiendo y hablando. Y cuando él iba a hacerse ver, el Chepa se levantó con un trozo de pan en una mano y una navaja en la otra, se puso detrás del notario, que bebía de una taza, y con un gesto rápido le degolló. Sí, le rebanó el gaznate. El Americano, petrificado, permaneció escondido. ¿Qué hacer? ¿Ir a la Guardia Civil? Él era un rojo significado, y para los rojos la Guardia Civil no tenía oídos, sino hostias. Nadie le creería. Decidió seguir adelante. La fortuna le condujo hasta Portugal. Con ayuda de la buena gente que siempre se encuentra, llegó a Lisboa. Allí embarcó en el primer buque que encontró. Y acabó en Nueva York.

Mi abuela se guardó para sí, también por miedo, aquel macabro secreto. Y ahora me lo pasaba a mí. Pero este secreto también llegó, nadie sabe cómo, a Abelardo. “A tu abuelo lo mató y desvalijó el Chepa”, cuentan que alguien, quizás el Americano, le dijo.

El Chepa era rico porque robó haciendas y vidas. Aquella revelación hizo estragos en las dos familias. Uno, que se había pasado su existencia despreciando a su abuelo por cobarde, de pronto se encontró con que el cobarde, ladrón y asesino había sido el abuelo de otro. Aquel maldito secreto llevó a uno a una silla de ruedas y al otro a una celda de tres por dos.

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Una hija de Abelardo, Perla, y un hijo de Abisai, Carlitos, se van a casar. Perla no quiere ni oír hablar de su padre desde hace mucho tiempo. Abisai me ha dicho que quería que le acompañara a la cárcel a ver a Abelardo. A contarle lo de la boda y darle una oportunidad de pedir perdón. Y hemos ido.

Cuando Abelardo ha llegado a la sala donde nos encontrábamos y nos ha visto, ni siquiera se ha sentado. Nos ha mirado en silencio. Yo le he contado el motivo de la visita, y él se ha vuelto a Abisai.

“Casi me alegro de no haberte matado. Mejor esa silla por condena. ¿Y ahora me quieres quitar también a mi hija?…Te volvería a matar, cabrón”. Y se inclinó amenazante hacia Abisai.

Yo me levanté, intentando separar lo que ya separaba un cristal antibalas, Abisai se puso a llorar y Abelardo dio media vuelta y se fue.

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