Once y pico de la mañana. Fin de mi visita. Los ojos hinchados, mitad por falta de sueño mitad por lo que no pasó ayer, combinan a la perfección con el despertar de Elche después de una noche de la que ya sólo queda basura, en varios sentidos del término. Aún no hace demasiado calor y, desde casa de Ale, distan cuarenta minutos andando hasta el punto de salida del Blablacar. Mi ánimo se divide entre sólo querer llegar a casa y odiar haberme dejado asuntos pendientes. Mientras camino mirando de forma intermitente la pantalla del móvil y las baldosas del suelo —pues los tangenciales rayos de sol irritan mis pupilas como si fueran lejía—, pienso que cuarenta minutos de paseo deben despejarme. En concreto, cuarenta y dos minutos estimados por una aplicación que, por lo visto, no percibe estar mandándome cruzar un puente vallado*. Intento bordear por el parque que empieza justo al lado, pero la valla continua y lo atraviesa hasta donde me llega la vista. Menos mal que he salido con tiempo.

Vuelvo al puente. Son las doce menos cuarto y ahora sí hace calor. Me dispongo a rodear por el otro lado cuando decido preguntar a una señora. Mediana edad. Vestido negro y un estrabismo bastante pronunciado en el ojo derecho. Tiene el pelo corto y canoso, como el del farmacéutico que me vendió el test de embarazo hace un par de semanas. Parece que iba en esa dirección y se sorprende cuando le comento que el puente está cortado. Me pregunta que a dónde voy y respondo que a Carrús. Como ella. Qué casualidad. Emprendemos la búsqueda de un lugar por el que cruzar. Andamos y entramos en otro parque. Joder, cuánta zona verde tiene esta ciudad. Eso me gusta, compensa esta humedad que no escatima en ahogar, lo cual tampoco me extraña: éste no parece un sitio del que Dios haya oído hablar, o es que las ciudades semi-desérticas y faltas de recursos siempre me entristecen un poco.

La valla también atraviesa todo este segundo parque y empiezo a entender que el paseo va a ser largo. Me dirijo a los enormes y estrábicos ojos azul claro que caminan a mi izquierda.

–¿Cómo se llama?

Amanda, me responde. Amanda no tiene la voz demasiado agradable, pero su tono es alegre y despreocupado. Le digo que mi hermana se llama así y se ríe. Decido que me cae bien.

Salimos del parque e intentamos bajar por una especie de ladera reconvertida en un complejo de escaleras también rodeadas de árboles por todas partes. Desde lo alto se nos permite comprobar que la valla se extiende de nuevo hasta el final de nuestro campo visual, tanto en una dirección como en la otra. Amanda se acerca a un señor que pasea a su perro y le da los buenos días. La verdad es que, aunque nadie parece saber dónde acaba el cercado, el tono educado y cordial de los transeúntes que caminan por la ciudad le quita un poco de pesadez al aire del medio día. Mientras Amanda habla, pienso que tiene una sonrisa sincera como la de las buenas personas y los buenos actores. Me decanto por lo primero, o eso espero: de lo segundo no me apetece más.

Me voy dejando guiar por ella. Hablamos sobre si estudio, trabajo, o las dos cosas. Sobre cómo me fui a trabajar a Marbella porque hay mucha oferta y, como esperaba, vuelvo a necesitar justificarme diciendo que este trabajo me sirve para ahorrar un tiempo antes de hacer el máster.

—Claro, ahora que tengáis un máster es imprescindible.

Su hijo de veintiún años acaba este curso la carrera y también hará uno. Creo que le he echado a Amanda más edad de la que tiene.

Llevamos diez minutos andando. Hemos conseguido llegar al final de la valla y cruzar al otro lado. Justo a tiempo, empezaba a pensar que estaba en un sueño y que nuestro rodeo no acabaría nunca. Medio trayecto hecho. Amanda y yo nos hemos vuelto compañeras de sudor. De eso no hay duda. Me dice que si hoy su marido le propone salir le va a decir que ya se ha dado el paseo del día y que se vaya él. Suelto una carcajada que no calificaría como actoral. Qué gusto.

Ya estamos en Carrús. Le digo cuál es la gasolinera donde he quedado con Quique de Blablacar y me dice que la conoce y que vaya con ella, que está cerca de su casa y así no me pierdo. Respondo que no se preocupe y levanto el teléfono.

—Ay, si vas con el mapita no te pierdes.

Parece que ella y su marido estuvieron hace poco en Altea y con el mapita llegaron a todos lados de maravilla. Coincidimos en la utilidad del mapita y en cómo nos ha facilitado las cosas. Estamos en su calle. Le digo que me desvío ya para arriba, que muchas gracias por acompañarme y que tenga un buen día.

Ya a las afueras no hay sombra a la que agarrarse. Tengo el vestido húmedo y pegado al cuerpo. Entro a un sitio por una Coca-Cola zero. Aire acondicionado. Mientras pago, pienso que me apetece escribir sobre lo fácil de oscilar entre los detalles que alegran mi cotidianidad y la perfecta melancolía que resulta de combinar la decadencia implícita en toda resaca con la de una mañana de agosto en un lugar como este. O lo que es lo mismo: sobre Elche, Amanda y sudores varios. Recojo el cambio. La hinchazón de los párpados al treinta y cinco por ciento. Por un segundo reaparece el alivio que me envuelve periódicamente desde hace unos días: bendito resultado negativo. Levanto la cara y miro al sol de las doce y veinte del mediodía que se cuela por las puertas de cristal de la tienda. Vamos, Quique llegará de un momento a otro.


*Puta afición valenciana por los petardos.

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