Relato infraordinario.


—De frío ya poco —habían dicho—. El calor ha venío pa quedarse —decían.

—De eso nada; el frío llegó tarde y marchará tarde —los menos. Se ve que el frío no se va a ninguna parte.

Del establecimiento salía una humareda importante pero al llegar a la terraza los parroquianos seguían con sus cafés, sus copas y sus conversaciones como si nada. Habían preparado en la cocina el fuego a leña para los almuerzos y por algún motivo el humo, en los primeros momentos, se acumulaba en el salón. El caso es que nadie se inmutaba y como este estaba vacío por la mañana temprano y separado por una cristalera del bar, pues en paz. Luego se arreglaba.

En la barra pedí un café con leche y un cruasán —“…¡y un curasán!”—, y esperé para llevarlo yo mismo a la mesa.

—Siéntate que yo te lo llevo —me indicó la camarera. Era una mujer rumana, baja, de pelo rubio y entrada en carnes, resuelta, aunque se adivinaba un algo de inseguridad. Me senté. Al poco rato me sirvió el café y continuó hacia el salón que ya comenzaba a aliviarse de tanto humo. Yo penaba por el cruasán. Estaban allí mismo, en la vitrina.

—Dios… —salió de la niebla y volvió a la barra oliéndose la vaquera que pellizcaba como con asco—. Me huele la ropa a gitano.

No dejaron de escuchar a la camarera un matrimonio gitano con sus dos niños pequeños que desayunaban tranquilamente desde hacía ya un buen rato, incluso antes de que yo llegara.

—Y qué tendrá que ver eso, a ver —dijo la mujer que no pasó por alto aquello de que se metieran con los suyos—. Nosotros somos gitanos y olemos bien —señaló con la cabeza al marido y a los críos.

—¡No, no, si era una forma de hablar! Si yo soy rumana, ¡ya ves tú! Que no lo he dicho por nada… —se recogía el pelo.

—Tranquila mujer —intercedió el gitano—, tranquila; si yo sé que no lo has dicho a malas. 

Y ahí quedó la cosa.

Mientras tanto me había acercado a la barra a ver qué pasaba con el cruasán. No dije nada por ver si la camarera dejaba de reir, nerviosa; confiaba en que al verme, caería en el despiste.

—Qué bueno hace ya, ¿verdad?

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