El aire frío estaba quieto. Las nubes de vaho que se formaban desde sus labios y sus fosas nasales desaparecían en la transparencia del frío en cuanto surgían. Los dedos ya se estaban calentando, embutidos en el fondo de los bolsillos del pantalón, apenas separados del calor de los muslos por el fino tejido de algodón de la cara interior. Siguió caminando a buen ritmo, las suelas de sus zapatos pisaban el suelo del camino con vigor, polvo, guijarros, tierra, restos de hojas otoñales ya mustios y de textura deshilachada. La curva siguiente, la curva de ahí adelante, la marcaba un talud cubierto de hierba que empezaba, con ligereza, a erguir el tallo. La claridad del sol ganaba en vigor a medida que sus pasos le acercaban. Describió la curva con cuidado, el inmenso azul del cielo podía estar engañándole. Podía aún tratarse de otro día de frío seco, luminoso. Volvió la cabeza para ver si el grupo de amigos aún le seguía. Vio a Manolo, cubierto por las gafas de sol y el gorro de marinero, levantar una mano enguantada, agitarla sin mucha convicción. Él sacó una mano del bolsillo y mostró un pulgar hacia arriba. Las uñas recién cortadas, la piel enrojecida, sensible. La mano volvió a desaparecer en su bolsillo. Terminó de tomar la curva. El camino descendía, se adentraba en un bosque cortado por roquedales. El sol brillaba camino del mediodía. Entrecerró los ojos, golpeados de frente por la claridad brutal de la luz diurna. Desvió la mirada y la encontró, a su izquierda, oculta entre dos matas. Un tallo coronado por una corona que empezaba a abrirse. Aunque una flor no hace primavera, la inminencia de la misma quedaba confirmada. Dejó ir un suspiro de alivio, otro invierno que dejaba atrás, y el hormigueo de la sangre rejuvenecida le corrió por las extremidades

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